
En su primera epístola, San Juan afirma que «tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre» (5, 7-8). Y cada uno de ellos corresponde a una de las tres maneras de entrar en el Cielo: por el bautismo de deseo, fruto del Espíritu Santo; por el bautismo de sangre, que es el martirio; y por el modo ordinario, el bautismo de agua.
De esos tres testimonios, el de la sangre ocupa un lugar especial, pues para que alguien venza su propio instinto de conservación y desafíe a la muerte por amor de Nuestro Señor Jesucristo y a la religión —aunque no llegue a morir realmente— es necesaria una gracia muy particular.
Sin embargo, un alma que no viva siempre en función de Dios y de la Iglesia, difícilmente, en el momento de la amenaza, logrará responder a una gracia tan insigne. Una ojeada a las páginas de la Sagrada Escritura nos servirá de guía para meditar esta verdad.
Tiranía de Antíoco Epífanes
Entre las innumerables hazañas contenidas en los dos libros de los Macabeos, quizá ninguna nos cause tanta admiración como la purificación del Templo y la reconstrucción del altar de los holocaustos. El episodio, narrado en el primer libro, tiene lugar aproximadamente 175 años antes de la venida de Nuestro Señor Jesucristo al mundo.
La persecución desatada por Antíoco, que llegó a profanar el Templo, llevó a los Macabeos a sublevarse contra el tirano
Sucedió que, muchos años después de la muerte de Alejandro Magno, el rey Antíoco IV Epífanes, apodado por el autor sagrado como «vástago perverso» (1 Mac 1, 10), invadió y conquistó Jerusalén, acarreándole al pueblo hebreo, depositario de las promesas divinas, días de gran persecución. Ahora bien, según las Escrituras, tal calamidad fue también consecuencia de la infidelidad de los propios judíos, algunos de los cuales habían seducido a sus correligionarios a que adoptaran costumbres paganas, alejándose de los preceptos de la ley.

Sería demasiado largo exponer en este artículo todas las abominaciones cometidas entonces. Baste decir que, como castigo, el Señor entregó en manos del malvado Antíoco el mayor orgullo de los judíos, signo de la alianza que Él mantenía con su pueblo: el Templo de Jerusalén.
El tirano «entró con arrogancia en el santuario, robó el altar de oro, el candelabro y todos sus accesorios, la mesa de los panes presentados, las copas para la libación, las fuentes y los incensarios de oro, la cortina y las coronas. Y arrancó todo el decorado de oro de la fachada del templo; se incautó también de la plata y el oro, la vajilla de valor y los tesoros escondidos que encontró, y se lo llevó todo a su tierra, después de verter mucha sangre y de proferir fanfarronadas increíbles. Un lamento por Israel se oyó en todo el país» (1 Mac 1, 21-25).
Sin embargo, la persecución no se detuvo ahí. Al igual que los otros pueblos sometidos al dominio de Antíoco, los judíos debían, por decreto real, adoptar la religión idólatra de los paganos, siendo la muerte el castigo por la desobediencia. Muchos cedieron, pero algunos resistieron. Y aquí es donde entran en escena Matatías y sus hijos.
La insurrección de las almas fieles
Matatías era un sacerdote respetado de la familia de Joarib y residía en Modín, una ciudad situada a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Jerusalén. Los emisarios del rey llegaron allí con órdenes de obligar a los habitantes de la región a sacrificar a los ídolos.
La insurrección de Matatías —quien, «enardecido de celo» y «dejándose llevar por una justa indignación» (1 Mac 2, 24), mató con sus propias manos tanto al emisario real como al primer judío de aquel lugar que quiso apostatar de la verdadera religión— forma parte de las páginas que todo católico debería leer en las Escrituras y es el hito con el que comienza la lucha de los Macabeos en busca de la liberación de su pueblo.

Desterrados de sus aldeas, refugiados en desiertos, organizados en bandos o incluso en ejércitos, la epopeya de los hermanos Macabeos y su resistencia armada contra la persecución de los impíos se vio coronada por el éxito. Respecto a Judas, que asumió el mando de las tropas de Israel después de la muerte de Matatías, las Escrituras dicen:
Aquel puñado de almas fieles venció tanto a los enemigos internos como a los peligros externos, y reconquistó la Ciudad Santa
«Fue un león con sus hazañas, un cachorro que ruge por la presa. Rastreó y persiguió a los apóstatas, quemó a los agitadores del pueblo. Por miedo a Judas, los apóstatas se acobardaron, los malhechores quedaron consternados; y por él se consiguió la liberación. Hizo sufrir a muchos reyes, alegró a Jacob con sus hazañas, su recuerdo será siempre bendito» (1 Mac 3, 4-7).
Poco a poco, aquel puñado de almas fieles venció tanto a los enemigos internos como a los peligros externos, y reconquistó Jerusalén, la Ciudad Santa.
Victoria y purificación del Templo
Tras la victoria definitiva sobre los paganos, el texto sagrado dice que Judas y sus hermanos subieron al monte Sion y allí «vieron el santuario desolado, el altar profanado, las puertas quemadas, la maleza crecida en los atrios como en un bosque o en un monte cualquiera, y las dependencias derruidas» (1 Mac 4, 38).
Profundamente consternados, se dispusieron a purificar el Templo y a volver a consagrarlo, eligiendo para ello a «sacerdotes irreprochables, observantes de la ley» (1 Mac 4, 42). Reformaron todo el santuario, proporcionaron los vasos sagrados y mobiliario para el culto, construyeron un nuevo altar de los holocaustos y ofrecieron allí sacrificios.
Las conmemoraciones de la dedicación del altar se prolongaron durante ocho días y «en todo el pueblo reinó una inmensa alegría» (1 Mac 4, 58).
Un símbolo de la unión con Dios
Estos acontecimientos unieron tanto a aquellos hombres y mujeres que, por inspiración divina, Judas decretó que todos los años se celebrara la fecha de ese día, en memoria de la purificación del Templo y de la reconstrucción del altar. De este modo, sellaron su deseo unánime de vivir en función del Señor.
Es agradable ver que su primera preocupación no fue la de celebrar la victoria, sino el ocuparse del Templo que había sido profanado. ¿Y eso por qué? Porque sus vidas giraban en torno a aquello que era el símbolo de su unión con Dios: el altar.
Y hay aquí una valiosa lección para nosotros. Antes habíamos hecho mención al testimonio de sangre, una gracia insigne. Pues bien, la mejor manera de ser fieles en el momento en que ese testimonio se vuelva necesario —como hicieron los hermanos Macabeos— es vivir ahora y en todo momento en función del altar.
Que nuestro corazón esté siempre en Dios
Trasladémonos ahora a otro pasaje de las Escrituras y analicemos la escena en la que Nuestro Señor Jesucristo, muchos años después, entra en ese mismo Templo restaurado por los Macabeos (cf. Mc 11, 15-18; Mt 21, 12-13; Lc 19, 45-46). ¿Y qué encuentra allí? Gente intercambiando dinero, vendiendo y comprando mercancías diversas… En definitiva, personas que no viven en función del altar, sino de sus propios egoísmos. A éstas, el Señor las trata con severidad, diciendo: «Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis hecho una cueva de bandidos» (Mt 21, 13). Y a continuación viene la escena de la expulsión, tan conocida por todos.

Comparando esta escena evangélica con la narrada en el primer Libro de los Macabeos, podríamos preguntarnos cuál de ellas tiene mayor similitud con nuestra realidad personal.
¿Somos como Judas Macabeo y los suyos, que vivían en torno al altar, o como los que, por egoísmo, profanaron el Templo?
Hoy, ¿cuántos lugares de culto a Dios tenemos a nuestra disposición? ¿Con qué facilidad podemos entrar en una iglesia para rezar? ¿Con qué prodigalidad cumple el Salvador su promesa de estar con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 20), encerrándose pacientemente en miles de sagrarios a lo largo y ancho de la tierra? Sin embargo, ¿cómo nos comportamos al respecto? ¿Como Judas Macabeo y los suyos, que vivían al servicio del altar, o como los judíos del tiempo de Nuestro Señor, que decidieron despreciar el Templo y, a menudo incluso mancillándolo, dedicarse a su propio egoísmo?
Es una pregunta dura, pero necesaria. Porque existe en extremo una profanación, y también el proceso que conduce a ella. Y el proceso empieza cuando nos olvidamos del altar y comenzamos a vivir desconectados de él.
Que estas consideraciones nos sirvan para examinar nuestra conciencia y formular el firme propósito de tener nuestros corazones siempre vueltos hacia Dios, la Iglesia y la vida de la gracia, seguros de que lo demás nos será dado por añadidura (cf. Lc 12, 31).