La rectitud admirativa de un alma justa: Doña Lucilia

Publicado el 09/28/2020

                                                      Mons. João Scognamiglio Clá Dias

El sosiego de la pequeña Pirassununga ayudaba mucho a que la joven Lucilia observara con atención a sus mayores y se encantara con ellos. Su capacidad de admirar las cualidades ajenas tenía origen en la virginidad de su alma, que supo mantener intacta.

Ella siempre se conservará fiel, hasta sus últimos días, a aquel notable sentido admirativo, a aquel modo prístino y rico de considerar los hechos y las criaturas con que la inocencia envuelve la infancia de todos los cristianos.

Cuando aún era joven, al contemplar las cualidades de alma de los que componían su ambiente, con instintiva naturalidad las mitificaba tanto que apartaba su siempre bienintencionada vista de todo aquello que pudiera no ser virtud en ellos. Los defectos que encontraba en la conducta de las personas los reputaba una excepción.

Era como si en un bello pañuelo de seda hubiera pequeños agujeros; el resto era, no obstante, seda muy buena… Esta forma de considerar la realidad, por la cual situaba a todo el mundo dentro de una clave de seriedad, distinción y grandeza, estaba muy presente en todas sus narraciones, procurando transmitir una idea sublimada de la vida y de la convivencia entre los hombres.

Evidentemente, fue así como la serena mirada de Lucilia se dirigió hacia sus padres, verdaderas y luminosas imágenes de Dios, en su primer despertar a la vida. ¿Qué influencia tuvieron ellos en su formación? No le será difícil responder a quien tuvo la ventura de oírla revivir —con aquella voz clara, melodiosa y algo solemne que constituía uno de los encantos del trato con ella— algunos hechos protagonizados por sus queridos progenitores.

Una infancia iluminada especialmente por la figura de su padre

Para Lucilia, el Dr. Antonio era objeto de una especial veneración y encanto. ¡Sus deseos y preferencias eran para ella ley! Lo que la niña más admiraba en él no eran las cualidades naturales, sino sus virtudes. Bien sabía que el Dr. Antonio era un excelente abogado, hábil e inteligente conocedor de la teoría y práctica jurídicas, pero le atraían poco sus hazañas profesionales en comparación con el prestigio moral de que gozaba.

En efecto, cuando años después se le hacía alguna pregunta sobre la vida de su padre, no destacaba sus éxitos en los negocios, sino sus excepcionales cualidades como esposo y cabeza de familia, especialmente su amor al trabajo, la ausencia de ambición, la protección que dispensaba a los pobres y su profunda honestidad moral.

Esos valores que la pequeña Lucilia tanto admiraba se convirtieron en componentes de su propia concepción de la existencia: la trama de la vida debía ser tejida con los hilos de una dedicación superior.

Por otra parte, empezaba a entender el rumbo que la humanidad en general iba tomando y que se oponía frontalmente a esta visión del mundo. Colocada ante esta nueva perspectiva, su alma juvenil se fue enriqueciendo paulatinamente con las tonalidades color lila del sufrimiento.

Una fotografía de familia nos elucidará a este respecto. Lucilia, aún niña, parece estar mirando con tristeza y sin apetencia hacia la vida que se le presenta ante los ojos; resignada, parece rechazar un mundo del cual poco de bueno esperaba en aquellos
casi inicios del siglo xx .

El contraste entre lo cotidiano del común de los habitantes de una ciudad como Pirassununga, que se encontraba entonces en la belleza y vivacidad de su expansión inicial, y la elevación de espíritu del Dr. Antonio y de Doña Gabriela era discernido por Lucilia ya con aquella edad. En esta fotografía, su padre aparece bien situado, exteriorizando el éxito alcanzado en su carrera, pero en su mirada se entrevé algo de tristeza.

Enfrentando con gallardía la batalla de la existencia, el Dr. Antonio representaba un modelo de hombre que la opinión pública aún reconocía como ideal, pero del cual muchos, aunque con añoranza, ya se habían despedido.Bajo este prisma, debemos considerar varios de los episodios que sirvieron de marco a la infancia y adolescencia de Doña Lucilia.

La última moneda a un mendigo

Oigámosla contar uno de los hechos que marcaron su existencia e iluminaron sus pasos a lo largo de sus noventa y dos años de vida, sirviéndole de parámetro para la práctica de la virtud de la caridad:

Papá era abogado y, al principio, tuvo que luchar mucho para mantener a la familia.

Un día, al atardecer, le preguntó a mamá:
— Señora, ¿está llena la despensa para mantenernos, a nosotros y a los niños, durante los próximos días?
Mamá respondió:
— Sí, lo está.
— Menos mal —dijo papá— porque sólo nos queda esta moneda (una moneda de oro) y nada más. Vivamos hasta que las provisiones se acaben…

Después de la cena, según la antigua costumbre del interior, se acercaron a la ventana para mirar el movimiento de la calle. Vieron entonces aproximarse de lejos a un pobre hombre apoyado en un bastón. Al llegar delante de la ventana, éste se quitó el sombrero y pidió una limosna.

Papá le preguntó de qué mal sufría.
— Soy tuberculoso —respondió—. Ni siquiera me atrevo a acercarme a la gente. Necesito comprar un medicamento muy caro, sin el cual no vivo. ¿Podría darme algo? De poquito en poquito voy juntando lo necesario aún a tiempo de encontrar una farmacia abierta.

Mientras hablaba, el hombre extendió el sombrero en busca de algún auxilio. Papá, volviéndose hacia mamá le dijo:
— ¿Vamos a hacer un acto de confianza en la Providencia?

Abrió una bolsita, cogió la última moneda de oro y la tiró con puntería certera en el sombrero del mendigo añadiendo:
— ¡Que Dios te acompañe y seas feliz!
Radiante de alegría, el hombre se alejó bendiciendo a papá quien, a su vez, tranquilo y con confianza, comentó con mamá:
— Ahora se acabó… Ya no tenemos más dinero. Sólo contamos con Dios.

Dicho esto, entró en su despacho para trabajar, mientras mamá venía a cuidar de nosotros, los niños.
Mucho más tarde, papá entró en la sala en que nos encontrábamos y le dijo a mamá:
— ¡Dios se ha apiadado ya de nosotros!
— ¿Cómo? —preguntó ella.
— Acabo de recibir un cliente nuevo, que me ha traído una causa muy buena e importante. Le he pedido que me adelante la mitad de los honora- rios. Mira, aquí hay una bolsa llena de dinero.

No podría haber nada más apropiado que esta atrayente narración para introducirnos en aquel ambiente familiar que ayudó a formar la mentalidad suave y acogedora, aunque también firme, de Doña Lucilia.

Adentrémonos un poco más en esa legendaria atmósfera, a fin de conocer mejor los paradigmas de un alma tan bondadosa. Junto a los inevitables aspectos tristes de la vida terrena, no faltaron otros alegres y festivos a los Ribeiro dos Santos, como la visita del Emperador a Pirassununga.

Tomado de la obra Doña Lucilia, Capítulo II, p.58-62

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