Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP,
La piedad católica invoca a María con los títulos de Hija predilecta del Padre, Madre admirable del Hijo y Esposa fiel del Espíritu Santo, atribuyéndole una relación diferente con cada Persona Divina. De hecho, cuando la Trinidad actúa ad extra lo hace inseparablemente; sin embargo, no indistintamente: “Inseparables en su única sustancia, las divinas Personas son también inseparables en su obrar: la Trinidad tiene una sola y misma operación. Pero en el único obrar divino, cada Persona se hace presente según el modo que le es propio en la Trinidad”. [1]
Con el fin de mostrar la estrecha relación de María con la Trinidad en general y con cada una de las Personas en particular, el Patriarca Hesiquio de Jerusalén presenta el Arca de Noé como un símbolo de la Santísima Virgen: “Aquella era el arca de los seres vivos, esta es el Arca de la Vida; aquella era el arca de los seres corruptibles, esta es el Arca de la Vida incorruptible; aquella llevaba a Noé, esta al Creador de Noé; aquella tenía tres compartimientos, esta encierra toda la plenitud de la Trinidad, pues el Espíritu Santo en Ella hizo su morada, el Padre la cubrió con su sombra, y el Hijo, engendrado en su seno, allí habitó”. [2]
De tal forma le agradó al Padre la santidad virginal de María, que la asumió como la más bella de las hijas, a la cual comunicó “su fecundidad, en la medida en que una pura criatura podía recibirla, para darle el poder de producir a su Hijo”. [3] Si consideramos que la humanidad de Jesús, tanto en su figura exterior cuanto en su psicología, refleja en todo al Padre, y que el Verbo tomó la carne de su Madre sin concurso de varón, entonces concluiremos que Nuestra Señora era parecidísima al Padre. La afinidad entre los dos alcanzó un grado eminente, al punto de ser confiada a Ella la misión de formar el cuerpo de Cristo, sin permitir que la gloria del Padre Eterno en nada fuese disminuida.
Al escoger a su Madre, el Hijo la prefirió entre todas las mujeres por ser semejante a Él en el orden de la gracia. San Luis María Grignion de Montfort comenta que “Dios Hijo bajó a su seno virginal, como el nuevo Adán en su paraíso terrestre, para allí tener sus complacencias y obrar ocultamente las maravillas de la gracia”.[4] Es incalculable el océano de amor del Verbo Encarnado por su Madre. A su vez, se sabe que la solicitud materna para con la prole es un instinto riquísimo y muy radicado en el corazón femenino. Como la gracia no destruye la naturaleza, sino que la lleva a la perfección, se debe pensar que María, la mejor de las madres, tuvo con relación a Jesús, el Hijo por excelencia, un discernimiento, un afecto y una entrega inimaginables.
Mediante la Encarnación, el Verbo quiso hacerse esclavo del Padre a través de Aquella que se había declarado “sierva del Señor” (Lc 1, 38). Siéndole obediente, como lo atestigua San Lucas (cf. Lc 2, 51), mostró además su total desprendimiento. En ese sentido cabe decir que “Jesucristo dio más gloria a Dios, su Padre, por la sumisión que tuvo a su Madre durante treinta años, que la que le hubiese dado convirtiendo al mundo entero obrando las más grandes maravillas”. [5]
Por su parte, el Espíritu Santo desposó a Nuestra Señora en místicas nupcias, atraído por su pureza e insuperable caridad, engendrando en Ella la humanidad santísima de Jesús y muchos otros hijos de Dios. ¡Conociendo el designio divino sobre María, el Paráclito quiso adornarla con todos los coloridos de su amor, con todas las luces de su sabiduría y todos los fulgores de su gloria! En ella reflejó su bondad, su grandeza y su fuerza, tanto cuanto podría caber en una criatura. Como afirma el Dr. Plinio, hubo “una forma de unión espiritual de todo el ser de Ella con el Divino Espíritu Santo, que preparó la Encarnación”.[6]
Incluso después de la concepción de Jesús, el Consolador continuó “viniendo sobre Ella” (cf. Lc 1, 35), conduciéndola de plenitud en plenitud rumbo a un pináculo de santidad jamás pensado. El Dr. Plinio observa que entre María y el Paráclito existía “una unión constante, en la cual el Espíritu Santo – que no necesita de complemento para nada, porque es Dios – tenía su gloria en hacer resonar su santidad en el espíritu y en el alma de Nuestra Señora. […] Y todas las cosas que el Espíritu Santo le querría decir a los hombres a lo largo de la Historia, hasta el fin del mundo, […] se las dijo a Ella, que fue su perfecta caja de resonancia”.[7]
Y el Dr. Plinio va más lejos. Dado que le fueron revelados a Nuestra Señora los tesoros de santidad de su Divino Esposo, la Historia de los hombres adquiere su sentido si se considera como un continuo crecimiento, durante el transcurso de los siglos, de la unión de los hijos de Ella con el Consolador: “La raza de la Virgen prosigue en ascensión, hasta aquel conocimiento perfecto en que el Espíritu Santo le diga a Nuestra Señora: ‘Yo enseñé todo’, y Ella responderá: ‘Comprendí todo’. Y, bajo ese aspecto, la Historia del mundo se acabará”.[8]
Así se comprende el papel de Nuestra Señora en la obra de la salvación: Ella es la “caja de resonancia celestial” cuyo sonido se debe intensificar en los corazones y en los labios de sus devotos, propiciando que las maravillas en Ella realizadas por el Todopoderoso repercutan en cada paso de la Historia.
(¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Tomo II: Los misterios de la vida de María: una estela de luz, dolor y gloria, pp. 48 a 53– Arautos do Evangelho, São Paulo, 2019).
[1] COMPENDIO DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, n. 49.
[2] HESIQUIO DE JERUSALÉN, De Sancta Maria Deipara. Sermo V: PG 93, 1462.
[3] SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, n.17.
[4] Idem, n. 18.
[5] Idem, ibidem.
[6] CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Divino desposorio. In: Dr. Plinio. São Paulo. Año XV. No. 171 (jun., 2012); p. 21.
[7] Idem, ibidem.
[8] Idem, p. 22.