La religiosidad de Doña Lucilia en su matrimonio

Publicado el 04/22/2021

Monseñor João Clá Dias.

Con el estado matrimonial, el espíritu sobrenatural de Doña Lucilia adquirirá una profundidad aún mayor, tomando contornos más definidos a medida que los problemas, las aflicciones o las enfermedades se vayan multiplicando. Entonces, fiel a su antigua costumbre, juntará las manos y, con los ojos puestos en el Sagrado Corazón de Jesús, implorará, por medio de su querida Madrina, la Virgen de la Peña, amparo y solución. Su fervorosa vida de piedad, que en el tiempo de soltera tanto agradaba al Dr. Antonio, no dejará de causar a su padre una creciente admiración. Un día que había observado especialmente las largas oraciones de Doña Lucilia, se entabló entre ellos este pequeño diálogo:

— Hija mía —dijo bromeando con afecto— debes resultarle terriblemente molesta a la Providencia.

— ¿Por qué, papá?

— ¡Porque te pasas el día rezando! Dios ya debe estar cansado de oírte tanto. Pides, pides, pides… Por cierto, ¿qué es lo que pides?

— Pido siempre lo mismo.

En tono aún más paternal, prosiguió el Dr. Antonio: — ¿Lo ves? ¿No es eso acaso molesto?

Años después, ella misma relataba sonriendo aquella conversación.

El Dr. Antonio, con intención de elogiarla, pero usando ese mismo tono de amena y afectuosa ironía, solía decirle que nunca podría vivir al lado de una iglesia, porque huiría de casa y se pasaría el día entero rezando… A veces, el Dr. João Paulo haría suya esta cariñosa broma.

Por feliz coincidencia, precisamente en aquel barrio de los Campos Elíseos donde residía desde joven, estaba situado un bellísimo santuario de los Padres Salesianos dedicado a la devoción preferida de Doña Lucilia: el Sagrado Corazón de Jesús. A esta iglesia le devotará un gran afecto durante toda su vida. Muchas veces se referirá a ella como «mi iglesia». Además de ésta y del ya mencionado Convento de la Luz, a Doña Lucilia le gustaba mucho la antigua Catedral de São Paulo, demolida en 1911. Ella y otras señoras de su familia estuvieron presentes en la última Misa celebrada en el venerable edificio, y, embargadas por la emoción, volvieron al palacete Ribeiro dos Santos bañadas en lágrimas.

«Enseñadme a honrar a mi marido como Vos honrasteis a San José»

Con señalado candor y limpidez de alma encaraba Doña Lucilia el estado matrimonial y, al mismo tiempo, con elevación de espíritu, se ponía bajo el amparo y protección de la Santísima Virgen para el perfecto cumplimiento de sus deberes de esposa y madre. Un pequeño testimonio de sus sublimes disposiciones nos lo proporciona esta oración copiada por ella de su puño y letra poco después de casarse. Se habituó a rezarla de memoria, mientras el texto escrito permanecía guardado en un cajón:

Oración de una esposa y madre a la Santísima Virgen

«¡Oh María!, Virgen Purísima y sin mancha, casta Esposa de San José, Madre tiernísima de Jesús, perfecto Modelo de las esposas y de las madres, llena de respeto y confianza, a Vos recurro y, con sentimientos de la más profunda veneración, me postro a vuestros pies e imploro vuestro auxilio. Ved, ¡oh Purísima María!, ved mis necesidades y las de mi familia, atended los deseos de mi corazón, pues es al vuestro, tan tierno y bueno, al que los entrego.

Espero, por vuestra intercesión, alcanzar de Jesús la gracia de cum- plir como debo mis obligaciones de esposa y madre. Alcanzadme el santo temor de Dios, el amor al trabajo y a las buenas obras, a las cosas santas y a la oración, la dulzura, la paciencia, la sabiduría, en fin, todas las virtudes que el Apóstol recomendaba a las mujeres cristianas y que hacen la felicidad y el ornato de las familias.

Enseñadme a honrar a mi marido como vos honrasteis a San José y como la Iglesia honra a Jesucristo; que él encuentre en mí la esposa deseada por su corazón; que la unión santa que hemos contraído en la tierra persista eternamente en el Cielo. Proteged a mi marido, conducidlo por el camino del bien y de la justicia, porque deseo su felicidad tanto como la mía. Encomiendo también a vuestro maternal corazón mis pobres hijos. Sed Vos su Madre, inclinad su corazón a la piedad, no permitáis que se aparten del camino de la virtud, hacedlos felices, y que, después de nuestra muerte, se acuerden de su padre y de su madre y rueguen a Dios por ellos, honrando su memoria con sus virtudes. Tierna Madre, hacedlos piadosos, caritativos y siempre buenos cristianos, para que su vida, llena de buenas obras, sea coronada por una santa muerte. Haced, oh María, que un día nos encontremos reunidos en el Cielo y allí podamos contemplar vuestra gloria, celebrar vuestros beneficios, gozar de vuestro amor y alabar eternamente a vuestro amado Hijo, Jesucristo Nuestro Señor. Amén».

Tomado del Libro Doña Lucilia, Capítulo IV; pp. 105-107

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