
Cuando aún era joven, el Dr. Plinio se percató de las primeras manifestaciones del “pacinismo” y de inmediato encontró en él el hedor de la Revolución con la farándula inmunda a la que quería llegar: acabar con las naciones, constituir una sola religión, un solo modo de vivir, un solo gobierno universal. “¡Oh, qué inmundicia, qué infamia, qué maldad! ¡Lodo, fuera! ¡Te expulsaré del santuario donde entraste!”
Plinio Corrêa de Oliveira
¡Cuántos años hace que conozco la fisonomía del “pacinismo”1! Cuando yo era joven, me di cuenta de sus primeras manifestaciones, todavía demasiado débiles para un mundo que no estaba preparado para recibirlo.
Mi primer encuentro con el “pacinismo”

Baile en el Moulin de la Galette, por el pintor impresionista Auguste Renoir (1876).
La Primera Guerra Mundial, con sus horrores, impresionó más al orbe que la Segunda, porque fue una sorpresa para el mundo de la Belle Époque2 , de los cafés-concierto, de la gracia frívola, encantado por las delicias fofas de un mundo hermoso. Cuando estalló repentinamente la Primera Guerra, el choque y las llamas lo conquistaron todo, y la gente quedó horrorizada. Después de la guerra, hubo una ofensiva “pacinista”.
Recuerdo una novela que leí, llamada “Guerra a la Guerra”. Era una novela corta, una bobada, que narraba el caso de una señora que había perdido a su marido e hijos en la guerra y decidió, por la desgracia de la soledad en la que se encontraba, declarar la guerra a todas las guerras. Entonces ella habría inaugurado un movimiento internacional contra la guerra.
Todavía no me había formado mis ideas, nunca se me pasó por la cabeza una tontería tan grande como acabar con todas las guerras, así que lo leí desinteresadamente, creyendo que era sentimentalismo azucarado; salté las páginas, pero con cierta curiosidad por ver en qué terminaba.
Me di cuenta de cuál era el sentido del romance: que todos los hombres se amen unos a otros. El personaje llamaba a eso de cristianismo. Ahora, es verdadero cristianismo cuando se aman por amor a Dios. Pero si se aman en términos de que ningún hombre jamás peleará con otro hombre… Sentí una especie de náusea como si me estuvieran ofreciendo un dulce hecho de azúcar podrida, y me subió un grito de indignación al alma. Tiré el libro a un lado y pensé: “¿Qué pasa con los cruzados? ¿Y Carlomagno, el incomparable? En un mundo donde ya no hay yelmos, ni lanzas, ni caballería, ni cosas épicas, ni héroes, este mundo es peor que la guerra. Acabe con él”. Hasta donde puedo recordar, fue mi primer encuentro con el “pacinismo”. Inmediatamente olí el hedor de la Revolución en él.
El lodo no argumenta, sino que insinúa, ablanda, deteriora, pudre
Tiempo después —ya había ingresado al Movimiento Católico— comencé a leer libros antimodernistas que, sin duda, ya envejecieron, porque los males que denunciaban fueron superados por la avalancha de lodo, que se ha vuelto corriente en nuestros días. Leyendo esas obras tuve una cierta idea global de la farándula inmunda a la que se pretende llegar: acabar con las naciones, las peculiaridades regionales, las lenguas, para constituir una sola lengua, una sola nación, una sola raza, una sola religión, una sola forma de vida, un solo gobierno universal. Esta masificación pretende transformar todo no en un lodo medicinal, sino en uno venenoso, abyecto.
Leí esos libros y pensé: “Para el mundo de hoy esto todavía no calza. Por ahora no me molesta este tema, ya no pienso más en esta porquería”. Después, cuando terminó la Segunda Guerra Mundial y se instauró lo que se llamaba paz —esa caricatura que era todo menos paz, porque si algo no nos dio el lodo fue paz— y vi las sonrisas cómplices y optimistas de los jefes de Estado, entendí: “El lodo está volviendo”. Y un suspiro salió de lo más profundo de mi alma: “Caballeros, ¿dónde estáis?” En 1945, cuando pasaron estas cosas, yo ya era un hombre grande, recuerdo que el lodo me asustó, porque pensé: “Estoy hecho para pelear otro tipo de combate, para enfrentar, con la visera levantada, a un luchador que viene contra mí montado en su corcel, con su lanza en ristre. ¡¿Pero esto?! Así llego prácticamente a la mitad de mi vida —no sé si durará el doble de treinta y siete años, pero no durará el triple— cuando soñaba con legiones de caballería para combatir, dispuestas a enfrentarlas solo si es necesario, ufano incluso si fuese postrado en tierra, y comprendiendo y amando el camino que Nuestra Señora me dio a andar. De pronto veo las legiones de caballería desmoronarse, y es el lodo que me envuelve por todos lados, es la confusión, el bajo sofisma. El lodo no discute, insinúa, ablanda, deteriora, pudre. Eso es lo que noto por todos lados. ¡Ay, qué horror!”
Pero si solo fuera eso… ¡Si tan solo pudiera retirarme al santuario y orar! Pero, desde dentro del santuario —que yo concebía, debía concebir y sigo concibiendo como una fortaleza—, veía que el lodo comenzaba a fluir entre las piedras, penetrar por los vitrales rotos, entrar por los portales, por las cerraduras, penetrar hasta en el corazón de los sacerdotes, y he aquí que comienzan a abrir las puertas para que entre el lodo, y me dicen: “¿No eres tú también lodo? ¿No vas a mezclarte con el lodo?” Odié el lodo aún más y reflexioné: “Imaginé que el lodo provenía de los pantanos, pero no del interior del santuario. ¡Oh, qué inmundicia, qué infamia, qué maldad! ¡Lodo, fuera! ¡Te expulsaré del santuario donde entraste!”
Dos libros escritos para denunciar y combatir el lodo
Escribí En defensa de la Acción Católica. ¿Por qué hago la relación entre este libro y el lodo? Porque la táctica de los que se infiltraron en Acción Católica fue la del lodo, es decir, no pelear con el adversario, nunca pelear con nadie; los que nos combaten a los católicos solo lo hacen por error, si tenemos cuidado de complacerlos y dejarnos complacer por ellos, de repente descubriremos que hay un error entre nosotros y que ellos tienen parte de la razón, nosotros tenemos otra.
El lodo es agua mezclada con tierra, mezcla que envilece tanto el agua como la tierra; así también la mezcla que envilece hasta la herejía cuando se mezcla con la verdadera Iglesia, esta es la mezcla que representa el lodo, ante la cual todas las herejías se vuelven arcaicas porque aparece algo peor: es la síntesis podrida de todas las religiones, más repugnante que la propia irreligión.
En cuanto más me rodeaba el lodo por todos lados y sentía su acción, yo comenzaba a reunir a los primeros caballeros y les preguntaba:
— ¿Traéis espadas’? – siempre en el sentido figurado de la palabra.
— “Sí”, respondieron. — Mostradlas.
Pero vi que estos “gladios” estaban sucios de lodo y había que limpiarlos. En esas condiciones, para separar los terrenos, poniendo la tierra de un lado y el agua del otro —haciendo que esta separación acabase con el lodo—, escribí el libro Revolución y Contrarrevolución. Quien examina esta obra desde este punto de vista, la interpreta por su aspecto profundo: la guerra contra el lodo.
Descripción de un varón-gladio
Por mi experiencia me di cuenta de dos cosas: el lodo tiene las delicias suaves y sucias de ser lodo, pero hay un deleite lindo y fuerte de ser un gladio, una alegría vigorosa y dura de estirar la punta y cortar el aire con su filo, en erguirse como un chorro de metal al que nada resiste y que, volcado hacia uno y otro lado, resuelve las situaciones. Hay una satisfacción del alma en esto similar a la salud del cuerpo. El hombre sano comprueba dentro de sí mismo que todo funciona bien y se da cuenta de que su organismo está en orden. El hombre que se entrega a la combatividad se siente coherente, seguro y fuerte, se siente a sí mismo y dice: “Así me quiso Dios. ¡Alabada sea mi Madre, María Santísima, cuyo Corazón se compara a un ejército en orden de batalla, y cuyos pies aplastan para siempre a la serpiente infernal!”

Nuestra Señora del Rosario de Lepanto es de las pocas advocaciones en las que podemos ver a la Madre de Dios revestida de armadura
¡Qué hermoso sería componer una Letanía de la combatividad de Nuestra Señora! En el oficio de la Santísima Virgen María se dice: “Vos sois la Virgen floreciente, el velo de Gedeón, divino portal cerrado, el panal del fuerte Sansón”. ¡Cómo me encanta! Pero qué hermoso sería decir: “Ya estabais prefigurada en el odio irreductible de Judit cuando le cortó la cabeza a Holofernes”. Y tomando todas las prefiguras de Nuestra Señora, en cuanto un ejército en orden de batalla, componer una letanía y un canto para un desfile, que se podría llamar “el desfile de las espadas y las alabardas mariales” ¡Qué maravilla!
Se siente crecer el gladio a medida que sube el humo del lodo, y hay momentos en que se asombra de su propia estatura y se da cuenta que se ha convertido en una lanza. Esta es la descripción de un varón-gladio, que se juzga así con derecho a representar, como todos los varones en las mismas condiciones, la verdadera civilización del amor. Porque el auténtico católico niega el nombre de amor cristiano a aquello que ama promiscuamente la verdad y el error, el bien y el mal, lo bello y lo horrible: esto no es amor, sino ambigüedad y prostitución. El verdadero católico ama la verdad, el bien y la belleza, y por eso no puede dejar de ser espada viva contra el error, el mal y lo atroz.
A menudo se dice: “¡Odiad el error y amad al que yerra!” Cómo esto es cierto, pero puede malinterpretarse. ¿Qué es el amor? ¿Es querer no golpear a alguien? Si amar es desear no herir a alguien, ni moral ni físicamente, entonces hay que entender que esta frase es engañosa. Sabemos que uno de los mejores símiles del amor de Dios es el amor de los padres a sus hijos. Y esto va tan lejos que Nuestro Señor Jesucristo —en uno de esos auges de ternura de los que sólo era capaz su Divino Corazón—, antes de ser abandonado por los Apóstoles, en una agonía insondable que comenzaría su Pasión y luego daría en su muerte terriblemente triste, dijo: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y a los que te son enviados, ¡cuántas veces quise juntar a tus hijos como la gallina junta a sus pollitos debajo de las alas, y no quisiste!” (Mt 23, 37) ¡Un hombre que se compara con una madre y, más aún, con una gallina, para mostrar la forma de su ternura! No puede llevarse más lejos la misericordia menuda, capaz de agradar, dulce, afable, embriagadora. Pero Nuestro Señor también dijo que el castigo estaba preparado para Jerusalén.
Catedral en alabanza de Cristo Gladífero
Así, recordando el esplendor del amor paternal, me viene a la mente la Escritura: “El padre que ahorra a a su hijo la vara, odia a su hijo” (Prov 13, 24). Alguien dirá:
—Doctor Plinio, una cosa es tener vara de padre, que al azotar sabe que no produce una herida profunda; otra cosa es ese gladio del que usted habla, en el que hay nostalgia de las cruzadas y de todas las formas de resistencia animadas por el espíritu religioso. En una palabra, hay fanatismo.”
Yo afirmo: “¡Lodo, fuera! Porque hay una frase de la Escritura, que es el código del amor, que dice: “Maldito el hombre que ahorra a su espada el derramar sangre” (Jer 48, 10). Es decir, bienaventurado el hombre que no usa su espada para fines injustos, sabe contemporizar y perdonar cuando es el caso; maldito el hombre que no la utiliza cuando es necesario. Son palabras del Divino Espíritu Santo.
Algún partidario del lodo objetará:
—Es verdad, Dr. Plinio —el lodo tiene esas entonaciones de voz medio sentidas y roncando amenazas—, pero usted no toma en consideración que este es el Antiguo Testamento y nosotros estamos en el Nuevo Testamento.
Respondo:
— Tú, lodo, te mientes a ti mismo, no eres sino mentira, yo te conozco. Entre el Antiguo y el Nuevo Testamento no puede haber colisión, porque Dios no se miente a sí mismo. No sirve de nada decirle esto al lodo; él mira con una cara silenciosa, como quien dice: “¡Vea cómo yo soy dulce!” Y con eso busca fomentar la indignación de todos contra nosotros, él que es la paz, la paz de las mentiras.
No puedo dejar de mencionar el trecho del Apocalipsis que alude a Nuestro Señor viniendo en un magnífico corcel blanco, al final de los tiempos, con una espada en la boca para castigar al mundo: Cristo gladífero (cf. Ap 19, 11-15). ¡Oh! En el Reino de María nosotros tendremos una catedral a Cristo gladífero.
Extraído de conferencia del 17/7/1982
Notas
1) Neologismo creado por el Dr. Plinio para resaltar la falacia del “pacifismo”, indicando que la imposición de una falsa paz pretende ocultar cínicamente sus verdaderos objetivos revolucionarios. Palabra que añade “paci” a “cinismo”: “pacinismo”.
2) Del francés: Bella Época, Periodo comprendido entre 1871 y 1914, durante el cual Europa experimentó profundas transformaciones culturales, dentro de un clima de alegría y esplendor social.