La sagrada esclavitud a María, actualidad de una antigua devoción

Publicado el 08/05/2021

Lejos de ser una devoción surgida con San Luis Grignion de Montfort, la práctica de la consagración como esclavo de amor a María Santísima se remonta a los primeros tiempos del cristianismo.

Hna. Lucilia Lins Brandão Veas, EP

Uno de los temas más atrayentes dentro de la piedad católica es, sin duda, la Virgen María.

¿Cuál es el devoto suyo que al hablar de Ella no siente una inefable experiencia de su amor? ¿Quién no ha recurrido a Ella y ha dejado de ser atendido?

La devoción a la Santísima Virgen afloró en los corazones de los fieles desde los primeros tiempos de la Iglesia. En los albores del cristianismo ya era objeto de gran veneración, de actos de amor y de confianza, como lo demuestran los más antiguos iconos y tiernos cánticos de la Iglesia primitiva. Por cierto, se puede afirmar que la devoción a la Madre de Dios fue transmitida por los propios Apóstoles, pues no parece concebible que hubiera un intervalo de silencio entre ellos y los primeros Padres de la Iglesia, los cuales no dejan de mencionarla en sus escritos.

Considerada por ellos como “tesoro digno de ser venerado por todo el orbe”, 1 la Virgen constituía para los cristianos una imagen perfecta de Nuestro Señor Jesucristo y un canal seguro para llegar a Él. Como pone de relieve Mons. João Scognamiglio Clá Dias, “los dos, Madre e Hijo, inseparables, son el arquetipo de la Creación, la causa ejemplar y final en función de la cual todos los otros hombres han sido predestinados”. 2

Cada vez que alguien la alaba, Ella glorifica a Jesús

Analicemos desde ese prisma la narración que San Lucas hace al comienzo de su Evangelio.

Al ser visitada por el arcángel San Gabriel, María proclama: “Haquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (1, 38). Y Santa Isabel, al oír poco después el saludo de su prima, exclama: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? […] Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá” (1, 42- 43.45).

La Virgen María es, de esta forma, aclamada “bendita” y “bienaventurada” porque creyó, se proclamó esclava del Señor y se convirtió en la Madre del Mesías, restituyéndole a Dios inmediatamente la alabanza recibida: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, […] porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (1, 46.48).

Y siempre es así: cada vez que alguien la alaba, Ella glorifica, acto seguido, a su divino Hijo. Venerarla es, por tanto, un óptimo medio de glorificar a Jesús, como ha enseñado siempre el magisterio de la Iglesia y ha sido reafirmado por el Concilio Vaticano II: “Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, [la devoción a la Virgen] la fomenta”. 3

Origen de la esclavitud a la Virgen

Queda patente, pues, que la práctica de la esclavitud a la Virgen María tuvo su punto de partida en el más sublime acontecimiento de la Historia: la Encarnación del Verbo, cuando el mismo Dios se hizo hombre y se sometió a Ella (cf. Lc 2, 51).

Oyendo al Apóstol asegurar que Cristo “se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres” (Flp 2, 7), comprendemos que Él quiso que eso sucediera en Ella para dejarnos su divino ejemplo e invitarnos a imitarlo.

En los comienzos de la historia de la Iglesia encontramos documentos que exaltan la santidad de la Madre de Dios, mencionan su papel de Medianera, le dan el tratamiento de Señora y, más tarde, el título de Reina de la Creación. 4

En manifestaciones de veneración como éstas se ve, en germen, los fundamentos de la devoción a Ella que culmina en la consagración como esclavo de amor.

San Efrén fue el primer Padre de la Iglesia del que se tiene noticia que se proclamara siervo de María. 5 Muchos otros lo siguieron en este luminoso camino de la consagración de amor.

Objetos de los siglos V y VI encontrados en diferentes lugares del Imperio Bizantino —anillos, cadenas, monedas, entre otros— poseen inscripciones en las cuales la persona que los llevaba añadía a su nombre “Siervo de la Madre de Dios”.

En el siglo VII, vemos a San Ildefonso de Toledo declarando: “Si soy vuestro siervo, es porque vuestro Hijo es mi Señor. Vos sois mi Soberana, porque sois la Esclava de mi Señor. Soy siervo de la Sierva de mi Señor, porque Vos, mi Soberana, sois la Madre de mi Señor”. 7

Y también: “Para demostrar que estoy al servicio del Señor, doy como prueba el dominio que su Madre ejerce sobre mí, porque servir a su Esclava es servir al Señor […] ¡Con qué entusiasmo deseo ser siervo de esta Soberana! ¡Con qué fidelidad me quiero someter a su yugo!

¡Con qué perfección intento ser dócil a sus mandatos! ¡Con qué ardor trato de no sustraerme a su dominio! ¡Con qué avidez deseo no dejar de estar nunca en el número de sus verdaderos siervos! Seáme, pues, concedido el servirla por deber; que sirviéndola merezca sus favores y pueda ser siempre irrepetible siervo suyo”. 8

En Irlanda, entre los siglos IX y XII, hay noticias de que tan grande era el honor de denominarse siervo de María, que este título se volvió nombre propio, usado incluso por miembros de la familia real. 9

Uno solo, de Oriente a Occidente, era el latido del corazón de los católicos con relación a la Madre de Dios: convertirse en su esclavo, he aquí una de los más sublimes e inefables honores.

La voz de la gracia, que inspiraba tanto a ilustres varones como a gente sencilla a consagrarse a la Virgen María como esclavos, no podía dejar de conmover a varios de los sucesores de Pedro.

A inicios del siglo VIII, encontramos al Papa Juan VII proclamándose siervo de María; varios más, posteriormente, así se llamaron, entre ellos: Nicolás IV, Pío II, Pablo V, Alejandro VIII, Clemente IX, Inocencio XI.

Una Orden religiosa de siervos

Significativa fue también la aprobación pontificia de la Orden de los Siervos de María —los Servitas—, fundada en 1233. Como lo atestiguan los anales de esta institución, su nombre se lo inspiró la Santísima Virgen al pueblo: “Desde el principio de nuestra Orden, cuando nuestros gloriosos primeros padres se reunieron en comunidad para darle comienzo, de inmediato todo el pueblo empezó a llamarlos comúnmente ‘frailes Siervos de la Bienaventurada Virgen María’, ignorando ellos de dónde y de quién hubiera salido ese nombre. Por tanto, se puede deducir que, desde un principio, este nombre fue otorgado a los primeros padres de nuestra Orden, no por parte de los hombres, sino por nuestra Señora, la misma Virgen María, mediante la voz del pueblo que por inspiración divina aprobaba y proclamaba este nombre, el cual no había provenido de ningún
ser humano”. 10

El documento continúa: “Era conveniente entonces que, como nuestra Señora quiso que a ningún hombre se le adjudicara propiamente el origen de su Orden, así también el nombre no se escogiera inicialmente por nadie más que por Ella misma y por su Hijo, y una vez determinado se le confiara a los frailes de su Orden”. 11

El hecho de asignarle el nombre de Siervos de María a un conjunto de varones, que edificaban con su nuevo modo de vida, demuestra lo mucho que el pueblo tenía en buena consideración dicho atributo y confirma que hacerse siervo de la Virgen, consagrándole la propia vida, era una costumbre bastante extendida en aquella época, muy comprensible en almas llenas de fe.

Armonía entre doctrina y piedad popular

A lo largo de los tiempos fue aumentando el número de personas invitadas por la gracia a consagrarse a la Virgen María en calidad de esclavos de amor, sin que la teología tuviera una especial preocupación por explicitar la doctrina sobre Ella.

Esto es algo normal, ya que todo indica que las realidades referentes a María han sido confiadas antes al corazón amante y sencillo del pueblo cristiano que al raciocinio de la teología especulativa.

Es lo que dice un reconocido estudioso en ese ámbito: hay ciertas cosas que son mucho más perceptivas para el abrasado amor del hijo que para el frío entendimiento de un sabio. 12

Cuando, no obstante, la ortodoxia de esta devoción empezó a ser puesta en duda, no faltaron sabios con corazón de hijos que supieron demostrarla con método, claridad y sólidos fundamentos doctrinarios. Entre ellos podemos citar a San Bernardo, San Alberto Magno, San Buenaventura, Ricardo de San Lorenzo y, sobre todo, a San Luis María Grignion de Montfort. Basándose en el privilegio de la maternidad divina concedido a la Virgen, en su plenitud de gracias, en el amor a Ella dispensado por la Santísima Trinidad y en los honores rendidos por el Hijo de Dios a su Madre terrena, probaron la legitimidad teológica del acto de consagración como esclavo de amor a María.

En 1595, una concepcionista española, la madre Inés Bautista de San Pablo, fundó en Alcalá de Henares la “cofradía de los esclavos de la Madre de Dios”, primera asociación formada con el objetivo explícito de incentivar y practicar la esclavitud mariana, que por aquel entonces se difundía por todo el continente europeo. Y le cupo al cardenal Bérulle, fundador de la Sociedad del Oratorio, la gloria de introducirla en Francia.

El padre Olier, fundador del Seminario y Sociedad de San Sulpicio, de París, la propagó aún más, impregnando con su perfume la escuela francesa de espiritualidad, en la cual se formaría San Luis Grignion de Montfort.

Este santo, con su Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, marcó definitivamente la consagración como esclavo de amor a Jesús por María: “cuanto más se consagre un alma a María, tanto más se unirá a Jesucristo.

Es por ello que la perfecta consagración a Jesucristo no es otra cosa que una perfecta y total consagración de sí mismo a la Santísima Virgen”. 13

Sin embargo, existen muchas personas que se asustan con la palabra esclavo y argumentan que en los primeros siglos se usaba la expresión siervo de María —en latín, servus Mariæ— para significar esa entrega total, completa, fiel y llena de confianza del propio ser a la Virgen.

Ahora bien, ambos términos se pueden usar indistintamente, porque la palabra latina servus 14 tiene el mismo sentido que la palabra esclavo, usada con mucha más frecuencia a partir de San Luis María Grignion de Montfort

Un Papa reciente consagrado a María

¿Pero esa forma de devoción a María no es algo ácrono y poco adecuado para nuestros días?

No es lo que piensa unos de los Papas más recientes, que ejerció su largo pontificado bajo el lema indudablemente mariano: Totus tuus.

En la encíclica Redemptoris Mater, San Juan Pablo II enseña: “la espiritualidad mariana, a la par de la devoción correspondiente, encuentra una fuente riquísima en la experiencia histórica de las personas y de las diversas comunidades cristianas, que viven entre los distintos pueblos y naciones de la tierra. A este propósito, me es grato recordar, entre tantos testigos y maestros de la espiritualidad mariana, la figura de San Luis María Grignion de Montfort, el cual proponía a los cristianos la consagración a Cristo por manos de María, como medio eficaz para vivir fielmente el compromiso del bautismo. Observo complacido cómo en nuestros días no faltan tampoco nuevas manifestaciones de esta espiritualidad y devoción”. 15

Con ocasión de su visita al santuario de Jasna Gora, en 1979, el mismo Papa Juan Pablo II explica mejor en qué consiste esa consagración. Refiriéndose al “acto de total esclavitud a la Madre de Dios” promovido por el Primado de Polonia en 1966, explicaba:

“El acto habla de ‘esclavitud’ y esconde en sí una paradoja semejante a las palabras del Evangelio, según las cuales, es necesario perder la propia vida para encontrarla de nuevo (cf. Mt 10, 39). En efecto, el amor constituye la perfección de la libertad, pero, al mismo tiempo, ‘el pertenecer’, es decir, el no ser libres, forma parte de su esencia. Pero este ‘no ser libres’ en el amor, no se concibe como una esclavitud, sino como una afirmación de libertad y como su perfección. El acto de consagración en la esclavitud indica, pues, una dependencia singular y una confianza sin límites. En este sentido la esclavitud (la no-libertad) expresa la plenitud de la libertad. Del mismo modo que el Evangelio habla de la necesidad de perder la vida para encontrarla de nuevo en su plenitud”. 16

San Juan Pablo II nos invita, pues, parafraseando a San Pablo (cf. Rm 8, 21), a participar en la gloriosa libertad de los esclavos de María.

Esclavitud que libera, libertad que esclaviza

Un año después de la visita a Jasna Gora del llorado Pontífice, en un artículo escrito para el periódico brasileño Folha de São Paulo, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira sintetizaba dicha paradoja con estas palabras: “Hay una esclavitud que libera y hay una libertad que esclaviza”. 17

Denunciaba la radical inversión de valores en la mentalidad del hombre moderno “manumiso” de la obligación de cumplir los Mandamientos de Dios y de la Iglesia: “Para unos es libre el que, con la razón obnubilada y la voluntad quebrantada, impulsado por la locura de los sentidos, tiene la facultad de deslizarse voluptuosamente por el tobogán de las malas costumbres. Y es ‘esclavo’ el que sirve a la razón misma, vence con fuerza de voluntad sus propias pasiones, obedece las leyes divinas y humanas y pone en práctica el orden”. 18

Ahora bien, prosigue, para los que se consagran libremente a la Santísima Virgen como“esclavos de amor”, Ella obtiene “las gracias de Dios que eleven sus inteligencias hasta la comprensión lucidísima de los más altos temas de la fe, que den a sus voluntades una fuerza angélica para subir libremente hasta esas ideas y para vencer todos los obstáculos interiores y exteriores que a ellos indebidamente se opusieran. […] 

Para todos los fieles, la ‘esclavitud de amor’ es, por tanto, esa angélica y suma libertad con la que nuestra Señora los espera en el umbral del siglo XXI: sonriente, atrayente, invitándolos a su Reino, según su promesa hecha en Fátima: ‘¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará!’ ”. 19

Notas
1 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Homilía IV: MG 77, 991.
2 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Predestinada eternamente. In: Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano – São Paulo: LEV; Lumen Sapientiæ, 2013, v. VII, p. 16.
3 CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 60. 22
4 Numerosos son los documentos antiguos que se refieren a María Santísima con esos títulos y privilegios. Por mencionar algunos, citamos a: SAN SOFRONIO DE JERUSALÉN. In SS. Deiparæ Annuntiationem. Oratio II, c. XXI: MG 87, 3242;
HESIQUIO DE JERUSALÉN. In Præsentatione Domini et Salvatoris nostri Iesu Christi. Sermo I: MG 93, 1470; SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA. In Præsentatione SS. Deiparæ. Sermo I, c. IX-X: MG 98, 302-303; In Annuntiationem SS Deiparæ: MG 98, 322; SAN METODIO DE OLIMPO. Sermo de Simeone et Anna quo die Dominico in templo occurrerunt, ac de Sancta Deipara, c. V: MG 18, 359.
5 Cf. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n.º 152.
6 ROSCHINI, OSM, Gabriel María. La Madre de Dios, según la fe y la teología. 2.ª ed. Madrid: Apostolado de la Prensa, 1958, v. II, p. 370.
7 SAN ILDEFONSO DE TOLEDO. De Virginitate Perpetua S. Mariæ, c. XII: ML 96, 106.    8 Ídem, 107-108.
9 Cf. WATERTON, FSA, Edmund. Pietas Mariana Britannica. A History of English Devotion to the Most Blessed Virgin Mary Mother of God. Londres: St. Joseph’s Catholic Library, 1879,p. 20.
10 AUTOR DESCONOCIDO. Leyenda del origen de la Orden de los Siervos de la Bienaventurada Virgen María,c. VII, n.º 32. In: Ordo Servorum Mariæ: http://servidimaria.net.
11 Ídem, ibídem.
12 Cf. MARÍN-SOLA, Francisco. La evolución homogénea del dogma católico. Madrid: BAC, 1952, p. 405.
13 SAN LUÍS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, op. cit., n.º 120.                                        14 “Servus res est” —el esclavo es considerado como una cosa—, prescribía el antiguo Derecho Romano.
15 SAN JUAN PABLO II. Redemptoris Mater, n.º 48.
16 SAN JUAN PABLO II. Homilía en la Santa Misa y Acto de Consagración a la Virgen, Czestochowa – Jasna Gora, 4/6/1979.                                                                                    17 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Obedecer para ser libre. In: Folha de São Paulo. São Paulo. Año LIX. N.º 18.798 (20/9/1980); p. 3.
18 Ídem, ibídem
19 Ídem, ibídem.
 

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