La Sagrada Escritura – Canon bíblico – El Libro escrito por Dios

Publicado el 09/24/2025

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Tras acaloradas controversias, oscuras traducciones, inexplicables mutilaciones, pérdidas y falsificaciones, la Obra de las obras, bajo la maternal custodia de la Santa Iglesia, ha llegado hasta nosotros.

Seguir el desarrollo de las instituciones o costumbres siempre ha sido una forma eficaz y saludable de crecer en el amor a ellas. Sin embargo, el pragmatismo —gran dominador de nuestro siglo— nos ha ido habituando a contemplar las cosas sólo como se nos presentan a la vista, a fijar nuestra atención en su utilidad inmediata y a olvidar los valores, a menudo inmensos, que hay tras ellas. Uno de los ejemplos más ilustrativos al respecto son los libros.

Libros, los hay a miles. Se venden, se leen, se olvidan… Su destino suele ser el fondo enmohecido de una biblioteca o, con mucha suerte, la estantería de un coleccionista. No obstante, ¡cuánto esfuerzo empleado en la elaboración de cada uno de ellos! Y esta realidad, válida para los ejemplares antiguos y nuevos, famosos o poco conocidos, se aplica —sobre todo— a la Obra de las obras, el Libro escrito e inspirado por Dios mismo: la Sagrada Escritura.

Conocer la trayectoria de la Sagrada Escritura, Libro escrito por Dios mismo, nos hará recorrer sus páginas con otra mirada

Hoy en día, cualquiera que desee una Biblia puede comprarla por un precio a veces irrisorio. Hay Biblias grandes, pequeñas, ilustradas, bilingües…, en resumen, para todos los gustos. Pero si, al hojear sus páginas, nos remontamos a su Autor y sus «escribanos», que desde tiempos remotos trabajaron para transmitir a la posteridad las maravillas del Señor, nos daremos cuenta de cuántas dificultades hubo que superar para que los numerosos ejemplares de que disponemos tuvieran su configuración actual.

Pues bien, un vol d’oiseau sobre la maravillosa trayectoria de este Libro sin duda nos hará recorrer sus páginas con otra mirada.

De «caña de medir» a «regla de vida»

Para comprender esta intrincada historia, será necesario que, a lo largo de todo el artículo, nuestros lectores se familiaricen con algunos términos pocos conocidos. El primero de ellos es canon, ya que los libros de la Biblia están catalogados en el llamado canon de las Escrituras.

El vocablo tiene raíces semíticas, aunque lo heredamos del griego: κανον (kanōn), el cual proviene del término hebreo qaneh, que en tiempos inmemoriales designaba una caña o vara utilizada para medir, como menciona el profeta Ezequiel (cf. Ez 40, 3-5), pero que, en sentido derivado, se aplicaba a todo lo que se mensuraba o regulaba.

Los gramáticos griegos de la Antigüedad llamaron κανον a las colecciones de obras clásicas que podían servir de modelos literarios, y en el griego profano adquirió el significado de norma o regla moral, habiendo incluso quien lo aplicara metafóricamente al hombre que se establecía como ejemplo de conducta. En algún momento de la historia, la palabra griega se transliteró al latín, dando origen al término canon.1

En la Sagrada Escritura, el pionero en utilizarlo en la acepción de regla moral fue muy probablemente San Pablo. El Apóstol de los gentiles lo consignó en sus cartas, verbigracia, escribiendo a los gálatas: «La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios» (6, 16). Las epístolas paulinas se convirtieron desde entonces en reglas de vida para los cristianos; no obstante, pasarían siglos antes de que formaran parte oficial del canon bíblico…

Pero no nos adelantemos. Volvamos al Antiguo Testamento.

Inicio de las divergencias entre cristianos y judíos

Libros premesiánicos aceptados como el canon del Antiguo Testamento son rechazados por los judíos en los siglos i y ii d. C.

Los libros premesiánicos, escritos por mandato de Dios y recopilados con admirable celo por el pueblo elegido, constituyeron la primera fuente de inspiración para los cristianos de las comunidades nacidas del Calvario.2 El divino Maestro había dado pruebas eminentes de su conocimiento escriturístico, y sus discípulos continuarían orando con los salmos, meditando en los preceptos divinos confiados a Moisés y confiriendo el cumplimiento de todas las profecías con el Pentateuco y otras obras sagradas. Todos estos libros ya eran aceptados como el canon del Antiguo Testamento a mediados del siglo i.

No obstante, si el lector desea comparar nuestro Antiguo Testamento con las escrituras judías actuales, encontrará varias divergencias… ¿Por qué?

La explicación se halla entre finales del siglo i y principios del ii de la era cristiana. Un gran abismo ya separaba la vieja sinagoga de la naciente Iglesia católica cuando, reunidos en Jamnia, rabinos eminentes, fariseos y sacerdotes del pueblo judío definieron qué libros aceptarían como sagrados y cuáles no. De los numerosos escritos que circulaban, aprobaron sólo veintitrés y eliminaron, entre otros, el libro del Eclesiástico, el de la Sabiduría, el de Baruc, el de Judit, el de Tobías, los dos libros de los Macabeos —éstos últimos porque sus protagonistas no eran afines desde el punto de vista político— y los pasajes griegos de Ester y Daniel —porque ese idioma era considerado pagano.3

Manuscrito hebreo del Libro de Ester – Museo Real de Ontario (Canadá)

Sin embargo, otros libros ya habían desaparecido misteriosamente incluso antes de esa decisión de la asamblea judía. Es el caso, por ejemplo, del Libro del Justo, mencionado en Josué (10, 13) y en el segundo libro de Samuel (1, 18); el Libro de las Guerras del Señor, que consta en Números (21, 14); el libro de Jeremías contra toda la maldad de Babilonia, citado en Jeremías (51, 60) y muchos otros… ¿Qué habrá sido de esos escritos? ¿Qué decían? Quizá nunca lo sepamos. Lo cierto es que el canon del Antiguo Testamento mantenido por los cristianos pasó a ser diferente del defendido por los judíos, como diferentes serían para siempre el judaísmo y la religión cristiana.

Surge el Nuevo Testamento

Mientras esto sucedía, el canon del Nuevo Testamento comenzaba a nacer.

Los evangelios se escribieron a finales del siglo i, al igual que los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis y las epístolas de Pedro, Santiago, Juan, Pablo y Judas. Estas misivas, dirigidas a destinatarios específicos, pero difundidas por las comunidades nacientes de manera orgánica, se fueron abriendo camino hasta lo que hoy conocemos como el Nuevo Testamento.

Pero no crea, querido lector, que el proceso fue sencillo. Hubo acaloradas discusiones sobre la veracidad de algunos escritos, traducciones que volvieron oscuros ciertos pasajes, mutilaciones inexplicables, epístolas que se perdieron para siempre e incluso fragmentos falsificados con la intención de desviar a los fieles de la verdadera fe o «embellecer» un poco más la historia del divino Maestro y sus discípulos, ya de por sí insuperable…

En la medida en que nos lo permita la brevedad de este artículo, consideraremos algunos detalles de este proceso.

Discordancias entre los cristianos

Las polémicas en torno al canon bíblico han unido y separado, a lo largo de los siglos, a los partidarios de diversas teorías, que se debatieron para demostrar sus posturas en un auténtico «campo minado», donde ni siquiera los santos estuvieron exentos de error.

El punto de partida de las discordancias fue la traducción.4 Mientras que algunos —siguiendo la escuela rabínica— aceptaban únicamente los textos escritos en hebreo o arameo, la mayoría de las comunidades defendían la Versión de los Setenta, escrita en griego. El primer grupo contaba con nombres ilustres: San Jerónimo, Orígenes, Rufino. No obstante, los paladines de la versión griega no se quedaron atrás: entre ellos se encontraban San Agustín, San Ireneo, Tertuliano. En terreno neutral, pero con concepciones aún muy imprecisas, figuraban algunos como San Atanasio, San Cirilo de Jerusalén, San Gregorio Nacianceno y San Epifanio.

Para definir el canon bíblico fue necesario afrontar polémicas, combatir herejes, discernir entre textos revelados y escritos apócrifos

Para enturbiar todavía más el nebuloso panorama, también aparecieron en escena los herejes, gnósticos de todo tipo, como Marción, que negaba el origen divino del Antiguo Testamento y sólo aceptaba el Evangelio de San Lucas —repleto de supresiones— y algunas epístolas de San Pablo; y Montano, que alardeaba de «profeta» del Nuevo Testamento e intentó introducir en el canon de la Biblia sus propias «profecías».5

Coronando ese revuelo, empezaron a proliferar por todas partes libros apócrifos —del griego απόκρυφος (apokryphos), oculto—, término que inicialmente hacía referencia a «escritos reservados» y que posteriormente se aplicó también a varios textos de estilo bíblico, que, presentados como inspirados, eran en realidad obra de falsificadores, algunos piadosos incluso, otros a menudo heréticos. La multiplicación de estas composiciones contribuyó en gran medida a sembrar la duda entre los fieles, que no sabían distinguir lo falso de lo verdadero.

«Apocalipsis de San Pedro» – Biblioteca Nacional de Austria, Viena, y «Evangelio de María» – Museo Ashmolean, Oxford (Inglaterra), manuscritos apócrifos.

Fue necesario, entonces, que el magisterio de la Iglesia se pronunciara de manera oficial a fin de esclarecer qué textos eran efectivamente revelados y cuáles eran espurios.

La sabia intervención de la Iglesia

Para este delicado proceso de selección, la Santa Iglesia tuvo que discernir la voz del Señor en los escritos de los hombres. «La inspiración bíblica es una acción sobrenatural de Dios, a la vez discreta y profunda, que respeta enteramente la personalidad de los autores humanos —pues Dios no mutila al hombre que Él mismo ha creado—, pero los eleva por encima de ellos mismos, pues Dios es capaz de hacerlo. Así pues, los libros nacidos de la actividad de estos autores no son solamente humanos, sino divinos; no expresan sólo un pensamiento humano, sino el pensamiento de Dios. Y, sin embargo, están enraizados en la naturaleza humana: en ellos, todo es del hombre y todo es de Dios».6

En el análisis de los diversos textos se utilizaron tres criterios, que pueden catalogarse como externosinternos y eclesiales.

San Jerónimo y San Agustín, detalle de la «Apoteosis de Santo Tomás de Aquino», de Francisco de Zurbarán – Museo de Bellas Artes de Sevilla (España)

Por criterios externos se entiende la necesidad de que el texto proceda de los tiempos apostólicos, sea ortodoxo —tanto eclesiástica como doctrinalmente—, guarde concordancia y unidad en su mensaje, y resulte instructivo para la comunidad.

Los criterios eclesiales consisten en que el escrito sea aceptado por un gran número de iglesias particulares antiguas y que las autoridades eclesiásticas oficiales lo hayan reconocido y citado como Escritura. El papel de la Tradición, por tanto, fue vital en ese sentido: «La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios en cuanto se consigna por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo, y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la Palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de la verdad la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación».7

Pero los criterios internos son los más importantes, ya que tienen por objeto reconocer la inspiración del texto. Respecto de esta característica, sólo la Santa Iglesia posee el munus de juzgarla, pues sólo ella puede discernir de manera infalible cuándo un libro ha sido realmente inspirado por el Espíritu Santo.

Así, madre y maestra de la verdad, la Iglesia ha ido apaciguando las querellas e indicando el camino a seguir. A partir del siglo ivla palabra canon, tanto en el sentido de colección de libros bíblicos reconocidos por el magisterio como de regla de fe, comenzó a usarse en la Iglesia latinaSe sabe, en efecto, que un documento del concilio local de Laodicea, celebrado alrededor del año 360, utilizó por primera vez el adjetivo canónico, refiriéndose a los Libros Sagrados.8 Más tarde fue promulgada la definición dogmática del actual canon de las Escrituras, en el decreto De Canonicis Scripturas del Concilio de Trento, que afirma que es de fe católica que todos los libros recogidos en la lista son sagrados, inspirados y canónicos.9

Desde entonces, los libros canónicos pueden clasificarse en protocanónicos y deuterocanónicos, continuando así nuestra serie de palabras poco conocidas. La partícula griega πρώτο (proto), significa primero; y δεύτερο (deutero), a su vez, segundoLos libros protocanónicos son, por tanto, los primeros libros en ser reconocidos canónicamente, aquellos que, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, siempre se han considerado revelados; y los deuterocanónicos son los libros reconocidos posteriormente, tras siglos de discusiones relativas a su inspiración divina. Forman parte de la lista de los deuterocanónicos del Nuevo Testamento la Carta a los Hebreos, la carta de Santiago y la de Judas, la segunda de Pedro, la segunda y tercera de Juan y el Apocalipsis.

Los cuatro evangelistas, de Francisco de Zurbarán – Museo de Cádiz (España)

Así llegó hasta nosotros

Es sorprendente pensar que tuvieran lugar tantas controversias ya en los primeros siglos del cristianismo. Ahora bien, la Biblia aún tendría que enfrentarse a las veleidades del Renacimiento y la Reforma, a los embates contra las adulteradas traducciones de Lutero, Zwinglio y Calvino, a la quisquillosidad de los investigadores modernos, a los reveladores esclarecimientos de la ciencia…, en definitiva, una verdadera odisea.

La Iglesia, maestra de la verdad, indicó el rumbo a seguir; y así recibimos el tesoro de la Sagrada Escritura, legado apostólico y baluarte de nuestra fe

A pesar de todo, las decisiones de Trento perduraron y fueron reiteradas en varios documentos magisteriales posteriores, como la constitución dogmática Dei Filius, del Concilio Vaticano I, la encíclica Providentissimus Deus, de León XIII, y la constitución dogmática sobre la divina Revelación Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, que puso fin a siglos de discusión.

Así fue como recibimos el tesoro de la Sagrada Escritura, legado apostólico y baluarte de nuestra fe, ¡el Libro escrito por Dios para iluminar la historia de la humanidad!.

Notas


1 Cf. Paul, André. La inspiración y el canon de las Escrituras. Navarra: Verbo Divino, 1985, pp. 45-47.

2 Desde tiempos antiguos, los judíos separaban sus escritos sagrados en tres grupos: la Torah, que significa ley, estaba compuesta por el Pentateuco; los Nebiim, profetas, reunían los libros proféticos; y los Ketubim, es decir, escritos, agrupaban el resto de las obras.

3 A pesar de ello, en el midrash judío se encuentran reminiscencias de estos escritos y referencias a ellos.

4 Cf. Artola, Antonio M.; Caro, José Manuel Sánchez. Biblia y Palabra de Dios. Navarra: Verbo Divino, 1989, pp. 90-100.

5 Cf. Barucq, A.; Cazelles, H. «Los libros inspirados». In: Robert, A.; Feuillet, A. (Dir.). Introducción a la Biblia. 2.ª ed. Barcelona: Herder, 1967, t. i, pp. 69-70.

6 Idem, p. 36.

7 Concilio Vaticano II. Dei Verbum, n.º 9.

8 Cf. Artola, op. cit., p. 64.

9 Cf. DH 1501-1505.

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