
En Santa María Magdalena convergen diversos aspectos o vías espirituales que pueden servir para gran provecho a nuestra alma. En especial se unen dos vías que llevan a un solo fin, las cuales son la penitencia y el amor. El camino espiritual que siguió esta santa extraordinaria después de su conversión puede ser el que la Providencia quiera trazar para nosotros. Sigamos entonces el ejemplo de ella, para encontrar la vía segura para nuestra propia santificación.
Mons. João Clá Dias EP
Santa María Magdalena es una santa completamente fuera de lo común. La inocencia, lo sabemos, es bella, es extraordinaria. Pero Pascal dice algo al respecto: él considera que la inocencia es como una gota de agua dentro de un océano, pero la conversión es un verdadero océano en sí misma. Toda la humanidad necesita una conversión. A partir del momento en que un hombre comete la primera falta, el perdón, el arrepentimiento, se hacen necesarios.
Antes de ese perdón, además, se necesita enmienda.
Veamos el caso en Santa María Magdalena: ella nace en una familia riquísima, —era la familia más rica de Israel—. Ellos poseían terrenos muy bien localizados en la misma Jerusalén. Por ejemplo, todo el terreno grande que estaba detrás del templo pertenecía a esa familia. Sus padres, con excelentes posesiones, descendientes de familias principescas de fama, legan a sus tres hijos toda esa riqueza. María Magdalena también era una niña muy bella. Tan bella —nos cuenta la Beata Ana Catalina Emmerich—, que la madre solía colocar un cojín en la ventana, hecho de sedas muy lindas, y allí, muy bien vestida era colocada la niña, sentada en la ventana, para servir de punto de admiración de todos los que pasaban.
Las calles eran estrechas; era imposible pasar por allí sin ver aquella niña. Además, sabemos que en aquel tiempo no había tiendas ni vitrinas, pues las compras y ventas se hacían en mercados, pero no en las calles. Éstas solo tenían casas. Una ventana, entonces, con una imagen enteramente inusual: una niña, muy bien comportada —ella tenía muy buena educación, muy buenas maneras—; una niña sentada en un cojín, vestida como una especie de princesa bajada de las estrellas, colocada allí… y todo el que pasaba se encantaba con la niña, la elogiaba, conversaba un poco con ella, etc. Ella se crio, por tanto, en medio de un ambiente compuesto de “incienso”. Fue lo que sucedió con ella.
Fue criada en un ambiente de enorme admiración. Así fue que, a los doce años, habiendo perdido a los padres, le correspondió, en la repartición de la herencia, el Castillo de Magdala. Magdala era una ciudad muy mundana en aquellos tiempos. María fue a Magdala con doce años, con empleadas, siervas, séquito, con lujos de vestidos y propiedades, etc. Marta se quedó con la casa de Betania y Lázaro, con todas las tierras y propiedades dentro de la misma Jerusalén.
Lázaro estaba más dedicado a la parte militar, social y política, y Marta fue obligada a tomar cuenta inclusive de la administración de las propiedades su hermano. Pero María Magdalena, a los doce años, ya siendo una joven desarrollada, en poco tiempo lleva allí una vida muy apartada de los Mandamientos de la Ley de Dios. Se convierte en una perdida, en una pecadora. Crece y madura allí en Magdala.
Era el gran tormento y la gran vergüenza de los otros dos hermanos…
En cierto momento llegan a Magdala las olas de estupefacción, de elogios, de admiración y de entusiasmo por Jesús Nazareno. “¡El Maestro, el Maestro!”, “porque tal persona se curó, tal otra no sé qué…”, “porque el Maestro dijo… Porque el Maestro comentó…”, “porque tal pasaje de Isaías…”. María, muy dada a estar aggiornata 1 , de acuerdo con las noticias de los acontecimientos del momento, no podía dejar de ver qué estaba sucediendo. Monta entonces una comitiva, con amigas y con amigos —con qué “amigos”—, en caravana, para encontrarse con ese Maestro de quien tanto hablaban. Con curiosidad mundana, social, solo quería ver lo que se decía de ese tal Maestro, de ese tal Profeta del que oía hablar. Camellos. Carcajadas, borracheras, comilonas…
Cuando ella ve a Nuestro Señor, Él estaba en una rueda de gente, predicando. Comienza a predicarle a ella. Ella se convierte llena de sentimiento, se convierte entusiasmada, abandona todo.
Pasa un tiempo junto a las santas mujeres, pero vuelve al alma el deseo de ir a Magdala. Motivo: “recoger algunas cosas”. Ella necesitaba una túnica, necesitaba unas sandalias que dejó, está necesitando unas cosas y otras.
Todo se quedó en el castillo de Magdala. Entonces ella pide permiso a las santas mujeres, les dice que va a recoger las cosas allá. Al final, se va.
Cuando llega a Magdala, se encuentra con los amigos antiguos… y termina cayendo peor que antes. Se arrepiente, vuelve. Se da entonces aquel episodio de ella entrando en la casa del fariseo, lavando los pies de Nuestro Señor con sus propias lágrimas, ungiendo a Nuestro Señor. Se convierte. Tocando los pies de Nuestro Señor, besando los pies de Nuestro Señor, lavando los pies de Nuestro Señor con sus lágrimas, ella se convierte. Se convirtió, y ahí sí definitivamente. Él permitió que ella lavara sus pies, lo que llevó a escandalizar a los fariseos. ¿Por qué lo permitió? Porque era necesario.
Una vez Nuestro Señor muere, ¿cuál es la preocupación de ella? Ungir el cuerpo del Señor. De madrugada, ella va entusiasmada al sepulcro. Llega allí, no encuentra a Nuestro Señor, porque el sepulcro está vacío, y sale corriendo a avisar a los Apóstoles. Los Apóstoles van corriendo, ella va también. Llegan San Pedro y San Juan, constatan que de hecho Nuestro Señor no está y se van, pero ella se queda.
¡Cómo deja ver que era más entusiasmada! ¡Porque era lo que había que hacer, había que quedarse allí, qué locura irse! Ella se queda allí. Se queda y encuentra primero a los Ángeles. Después encuentra al mismo Jesús.
Al haberlo encontrado, desea con delirio arrojarse a sus pies. Pero Él le dice:
“No me toques, porque aún no subí al Padre” (Jn 20, 17). Ella entonces se detiene. Poco después de eso, Nuestro Señor se aparece a las mujeres que están yendo de camino, y ellas sí se arrojan a los pies de Jesús, quien se los permite. Entonces nos podemos preguntar: ¿Nuestro Señor las ama más a ellas que a Santa María Magdalena? Lo cierto es que Él quería que ella tuviera una fe basada en la fuerza de voluntad, que tuviera una fe por encima del sentimiento, que tuviera una fe llena de mérito, y Nuestro Señor quiso darle ese premio a ella.
Santa María Magdalena no hizo nada más en su vida sino amar, amar y vivir en función de Nuestro Señor el tiempo entero. En cierto momento, fue hecha prisionera junto con Lázaro y Marta, los pusieron en un barco y lo soltaron en el mar para que ellos murieran ahogados. El viento los llevó hasta el sur de Francia. Por esa razón, en el sur de Francia hay una devoción muy grande a los tres. Santa María Magdalena murió allí, sola, en un lugar desértico en el que vivía en contemplación. En cierto momento algunas personas vieron su alma subir, como si fuera un Ángel, para el Cielo, con cánticos de Ángeles. Fueron adonde ella estaba y había muerto.
Hoy, ella es la primera del catálogo de las vírgenes, después de la vida pésima que llevó… ¿Qué hizo que ella quedara como la primera en el catálogo de las vírgenes? Ella no vivió sino para Nuestro Señor Jesucristo.
Santa María Magdalena es la santa de la penitencia. Santa María Magdalena nos enseñó más que David, a mi ver. Voy a decir algo exagerado, pero la exageración, como vimos aquí, está en la propia Escritura. Voy a decir algo exagerado: David aparece en los cielos de la hagiografía y en los cielos del Antiguo Testamento, en los cielos de los profetas, de los reyes, mostrándose como el modelo del penitente. Pero no me toca tanto David cuanto me toca Santa María Magdalena, porque la penitencia de David es muy bonita, sin duda, y llenó la Iglesia de santos, de confesores, de doctores, hasta de mártires y, en fin, de otros penitentes. David enseña muy bien cómo debe ser la penitencia. ¡Pero la penitencia de Santa María Magdalena es la penitencia del amor!
Lo que San Agustín dice: “Ama et quod vis fac”, “ama y haz lo quieras”, para mí es una ley extraordinaria. Primero amar: el resto viene por consecuencia. El amor es la fórmula para todo. Alguien, a veces, se acerca y me dice:
—Mire, yo estoy así… ¿Qué hago?
—¡Ame!
Lo que deseo decirle es: “¡Ame!”
—Y ¿qué hago para reparar?
—¡Ame!
Desde que se ame, el resto es consecuencia.
Es lo que Santa María Magdalena hizo. Ella hizo todo lo que hizo por amor. Ella no tiene la idea de que Nuestro Señor va al sepulcro, que Nuestro Señor va a morir.
No. La idea de ella es: “Él es Él, y es la causa de mi existencia, Él me arrebató, Él fue quien me conquistó, Él fue quien me sacó del lodo, Él fue quien me restauró. Y, aunque Él no hubiera hecho nada de eso, yo lo amaría, porque Él es Él y yo nací para Él, nací para adorarlo.
Este es el amor que restaura, este es el amor que repara, este es el amor que hace borrar todas las miserias. Es mucho más valioso que toda y cualquier penitencia.
Trechos de una homilía del 22/VII/08, una reunión del 9/IV/05 y una homilía del 22/VII/06, con adaptaciones
Notas
1 Del italiano, “actualizada”.