El advenimiento de Nuestra Señora en medio de la depravación que asolaba el mundo antiguo fue el marco de una nueva era para la humanidad. Su Inmaculada Concepción nos llama a la santa entereza en el amor al bien y en el odio al mal.
En la vida de la Iglesia, la piedad es el asunto clave. Piedad bien entendida, no la repetición rutinaria y estéril de fórmulas y actos de culto, sino la verdadera piedad, que es un don bajado del Cielo, capaz de, por la correspondencia del hombre, regenerar y llevar a Dios a las almas, a las familias, a los pueblos y a las civilizaciones.
Ahora bien, en la piedad católica el asunto clave es la devoción a la Virgen. Pues si Ella es el canal por el que nos vienen todas las gracias, y es por Ella que nuestras oraciones llegan hasta Dios, el gran secreto del triunfo en la vida espiritual consiste en estar íntimamente unidos a María. […]
El sentire cum Ecclesia nos invita de manera muy especial a meditar este año sobre la Inmaculada Concepción […]. Tema rico, sin duda, de una belleza llena de poesía, digna de atraer y hacer brillar el talento de los más grandes poetas y artistas. Pero, por eso mismo, un tema en el que el temperamento brasileño, naturalmente propenso a divagaciones, corre el riesgo de quedarse sólo en la poesía.
Ahora bien, toda emoción —en la piedad más que en cualquier otro campo— sólo es legítima y saludable en la medida en que se funda en la verdad y tiene a la verdad como medida. De tal modo que ésta no sea en nuestra sensibilidad sino la vibración armónica, proporcionada, coherente, de la verdad que nuestro intelecto ha contemplado. Por lo tanto, parece oportuno sobre la Inmaculada Concepción hacer una meditación sin ninguna pretensión literaria, y únicamente centrada en la aplicación de la inteligencia a la verdad contenida en el dogma.
Declive del mundo antiguo, preludio de la Redención
La humanidad, antes de Jesucristo, estaba compuesta por dos categorías nítidamente distintas: los judíos y los gentiles. Aquellos, que constituían el pueblo elegido, tenían la sinagoga, la ley, el Templo y la promesa del Mesías. Estos últimos, entregados a la idolatría, ignorantes de la ley, carentes de conocimiento de la religión verdadera, yacían a la sombra de la muerte, esperando sin saberlo, o movidos a veces por un secreto impulso, al Salvador que había de venir. Entre los gentiles aún se podían distinguir dos categorías: los romanos, dominadores del universo, y los pueblos que vivían bajo la autoridad del Imperio. […]
Se habla mucho del valor militar de los romanos y del brillo de las conquistas que llevaron a cabo. Es obvio que hay mucho que admirar en ellos desde este punto de vista. Pero una exacta ponderación de todas las circunstancias históricas nos obliga a reconocer que si bien los romanos realizaron grandes conquistas, los pueblos que sometieron eran en su mayoría viejos y desgastados, dominados por sus propios vicios y, por ello, destinados a sucumbir al despotismo del primer adversario que se les opusiera. […]
¿Qué había reducido a ese estado de debilidad a tantos pueblos que otrora fueron dominadores y llenos de gloria? La corrupción moral. La trayectoria histórica de todos ellos es la misma. Al principio, se encuentran en un estadio semiprimitivo, llevando una vida sencilla, dignificada por una cierta rectitud natural. De ahí surge la fuerza que les permite dominar a sus vecinos y establecer un imperio. Pero con la gloria viene la riqueza, con la riqueza los placeres y con éstos el libertinaje. El libertinaje trae a su vez la muerte de todas las virtudes, la decadencia social y política y la ruina del imperio. Y así, uno tras otro, los grandes pueblos de Oriente fueron apareciendo en el panorama histórico, creciendo hasta su posición más elevada y menguando. Todas las naciones civilizadas que Roma derrotó habían pasado por las distintas etapas de ese ciclo. Ella misma las recorrió a su vez. […]
Con el ocaso de Roma, que ya se había iniciado antes de Cristo, todo Occidente era el que estaba amenazado con venirse abajo. Era el fin de una cultura, de una civilización, de un ciclo histórico. Era el fin del mundo…
Ahora bien, el pueblo elegido también llegaba a su fin. En él siempre se habían distinguido dos tendencias. Una quería permanecer fiel a la ley, a la promesa, a su vocación histórica, confiando enteramente en Dios. Otra, no obstante, de poca fe, de poca esperanza, se amedrantaba al considerar la nula valía militar y política de los judíos en el mundo antiguo. […] De ahí que existiera una adaptación del pueblo elegido al mundo gentílico, la penetración subrepticia de doctrinas exóticas en la sinagoga, la formación de un sacerdocio sin fibra, sin espíritu de sacrificio, dispuesto a todo para vegetar parsimoniosamente a la sombra del Templo, y la propensión de una inmensa mayoría de judíos a seguir esta política. […]
La noche, la noche moral del oscurecimiento de todas las verdades, de todas las virtudes, había descendido sobre el mundo entero, gentilidad y sinagoga…
Fue en ese colmo de males, en ese ambiente opuesto a todo bien, donde nació la más santa de las criaturas, la llena de gracias, que todas las naciones llamarían bienaventurada. […]
Obra maestra de la naturaleza y de la gracia
¿Quién era la Santísima Virgen, a quien Dios había creado en aquella época de omnímoda decadencia? La más completa, intransigente, categórica, incontestable y radical antítesis del tiempo.
El vocabulario humano no es suficiente para expresar la santidad de Nuestra Señora. En el orden natural, los santos y los doctores la comparan con el Sol. Pero si hubiera algún astro inconcebiblemente más brillante y más glorioso que el Sol, es con ése con el que la compararían. Y acabarían diciendo que ese astro daría una imagen pálida, defectuosa, insuficiente. En el orden moral, afirman que Ella trascendió con creces todas las virtudes, no sólo de todos los hombres y mujeres ilustres de la Antigüedad, sino —lo que es inconmensurablemente más— de todos los santos de la Iglesia Católica.
Imaginemos una criatura que tuviera todo el amor de San Francisco de Asís, todo el celo de Santo Domingo de Guzmán, toda la piedad de San Benito, todo el recogimiento de Santa Teresa, toda la sabiduría de Santo Tomás, toda la intrepidez de San Ignacio, toda la pureza de San Luis de Gonzaga, la paciencia de San Lorenzo, el espíritu de mortificación de todos los anacoretas del desierto: no llegaría ella a los pies de Nuestra Señora.
Aún más. La gloria de los ángeles es algo incomprensible para el intelecto humano. […] Y la gloria de Nuestra Señora está inconmensurablemente por encima de la de todos los coros angélicos.
¿Podría haber un contraste más grande entre esa obra maestra de la naturaleza y de la gracia, no sólo indescriptible sino incluso inconcebible, y el pantano de vicios y miserias que era el mundo antes de Cristo?
La Inmaculada Concepción
A esa criatura dilecta entre todas, superior a todo lo creado e inferior únicamente a la humanidad santísima de Nuestro Señor Jesucristo, Dios le confirió un privilegio incomparable, que es la Inmaculada Concepción.
En virtud del pecado original, la inteligencia humana se volvió sujeta a error, la voluntad se expuso a desfallecimientos, la sensibilidad quedó presa de las pasiones rebeldes, el cuerpo, por así decirlo, se movió a rebelarse contra el alma.
Ahora bien, por el privilegio de su Concepción Inmaculada, Nuestra Señora fue preservada de la mancha del pecado original desde el primer momento de su existencia. Y, entonces, en Ella todo era armonía profunda, perfecta, imperturbable. El intelecto jamás expuesto a error, dotado de un entendimiento, una claridad, una agilidad inexpresables, iluminado por las gracias más altas, tenía un conocimiento admirable de las cosas del Cielo y de la tierra. La voluntad, dócil en todo al intelecto, estaba enteramente vuelta hacia el bien y gobernaba plenamente la sensibilidad, que nunca sentía en sí, ni le pedía a la voluntad nada que no fuera plenamente justo y conforme a la razón. Imaginemos una voluntad naturalmente tan perfecta, una sensibilidad naturalmente irreprochable, esta y aquella enriquecidas y superenriquecidas con gracias inefables, perfectamente correspondidas en todo momento, y podremos hacernos una idea de cómo era la Santísima Virgen. O mejor dicho, podremos entender por qué ni siquiera somos capaces de hacernos una idea de cómo era la Santísima Virgen.
Intransigencia absoluta
Dotada de tantas luces naturales y sobrenaturales, Nuestra Señora ciertamente conoció la infamia del mundo en sus días. Y con esto amargamente sufrió. Porque cuanto mayor es el amor a la virtud, mayor es el odio al mal.
Ahora bien, María Santísima tenía en sí abismos de amor a la virtud y, por tanto, sentía forzosamente en sí abismos de odio al mal. María era, entonces, enemiga del mundo, del cual vivió ajena, segregada sin ninguna mezcla ni alianza, centrada únicamente en las cosas de Dios.
El mundo, a su vez, parece no haber comprendido ni amado a María. Pues no consta que le hubiera tributado una admiración proporcionada a su hermosura castísima, a su gracia nobilísima, a su trato dulcísimo, a su caridad siempre exorable, accesible, más abundante que las aguas del mar y más dulce que la miel.
¿Y cómo no iba a ser así? ¿Qué comprensión podría haber entre aquella que era toda del Cielo y los que vivían sólo para la tierra? ¿Aquella que era toda fe, pureza, humildad, nobleza, y los que eran todo idolatría, escepticismo, herejía, lujuria, soberbia, vulgaridad? ¿Aquella que era toda sabiduría, razón, equilibrio, perfecto sentido de todas las cosas, templanza absoluta y sin mancha ni sombra, y los que eran todo desobediencia, extravagancia, desequilibrio, sentido errado, cacofónico, contradictorio, aberrante con respecto a todo, e intemperancia crónica, sistemática, vertiginosamente creciente en todo? ¿Aquella que era la fe llevada, por una lógica diamantina e inflexible, hasta todas sus consecuencias y los que eran el error, llevado por una lógica infernalmente inexorable, también hasta sus últimas consecuencias? ¿O los que, renunciando a toda lógica, vivían voluntariamente en un pantano de contradicciones, en el que todas las verdades estaban mezcladas y se contaminaban en la monstruosa interpenetración de todos los errores que les son contrarios?
Inmaculado es una palabra negativa. Etimológicamente significa ausencia de mancha y, por tanto, de todo error, por pequeño que sea, de todo pecado, por leve e insignificante que parezca. Es integridad absoluta en la fe y en la virtud. Es, pues, la intransigencia absoluta, sistemática, irreductible, la aversión completa, profunda, diametral a toda especie de error o de mal. La santa intransigencia en la verdad y el bien es la ortodoxia, la pureza, en contraposición a la heterodoxia y al mal. Al amar a Dios sin medida, Nuestra Señora correspondientemente amó de todo corazón todo lo que era de Dios. Y porque aborreció el mal sin medida, odió sin medida a Satanás, a sus pompas y a sus obras, al diablo, al mundo y a la carne.
Nuestra Señora de la Concepción es Nuestra Señora de la santa intransigencia.
Verdadero odio, verdadero amor
Por eso Nuestra Señora rezaba sin cesar. Y según lo que tan razonablemente se cree, pedía el advenimiento del Mesías, y la gracia de ser sierva de aquella que fuera elegida para ser Madre de Dios.
Pedía el Mesías, para que viniera aquel que podría hacer brillar nuevamente la justicia sobre la faz de la tierra, para que saliera el Sol divino de todas las virtudes, disipando por todo el mundo las tinieblas de la impiedad y del vicio.
Nuestra Señora deseaba, es verdad, que los justos que vivían en la tierra encontraran en la venida del Mesías la realización de sus anhelos y de sus esperanzas, que los vacilantes fueran reanimados y que de todos los países, de todos los abismos, almas tocadas por la luz de la gracia emprendieran el vuelo a los más altos pináculos de la santidad. Porque ésas son por excelencia las victorias de Dios, que es la Verdad y el Bien, y las derrotas del demonio, que es el jefe de todo error y de todo mal. La Virgen quiso la gloria de Dios mediante esta justicia que es la realización en la tierra del orden deseado por el Creador.
Pero, pidiendo la venida del Mesías, no ignoraba que Él sería la piedra de escándalo, por la cual muchos se salvarían y muchos recibirían también el castigo de su pecado. Este castigo del pecador irreductible, este aplastamiento del malvado obcecado y endurecido, también lo deseaba Nuestra Señora con todo su corazón, y fue una de las consecuencias de la Redención y de la fundación de la Iglesia, que Ella deseó y pidió como nadie, Ut inimicos Sanctæ Ecclesiæ humiliare digneris, Te rogamus, audi nos, canta la liturgia. Y antes de la liturgia, ciertamente, el Corazón Inmaculado de María ya había elevado análoga súplica a Dios, por la derrota de los impíos irreductibles.
Admirable ejemplo de verdadero amor, de verdadero odio.
Omnipotencia suplicante
Dios quiere las obras. Fundó la Iglesia para el apostolado. Pero por encima de todo quiere la oración. Porque la oración es la condición de la fecundidad de todas las obras. Y quiere la virtud como fruto de la oración.
Reina de todos los apóstoles, Nuestra Señora es, sin embargo, principalmente el modelo de las almas que rezan y se santifican, la Estrella Polar de toda meditación y vida interior. Pues, dotada de virtud inmaculada, hizo siempre lo más razonable y, si nunca sintió en sí las agitaciones y los desórdenes de las almas que sólo aman la acción y la agitación, nunca experimentó en sí, tampoco, las apatías y las negligencias de las almas laxas que hacen de su vida interior una antipara a fin de disfrazar su indiferencia por la causa de la Iglesia. Su alejamiento del mundo no significó una falta de interés por el mundo. ¿Quién hizo más por los impíos y pecadores que aquella que, para salvarlos, voluntariamente consintió en la inmolación crudelísima de su Hijo infinitamente inocente y santo? ¿Quién hizo más por los hombres que aquella que consiguió que se realizara en sus días la promesa del Salvador?
Pero, confiando sobre todo en la oración y en la vida interior, ¿no nos dio la Reina de los apóstoles una gran lección de apostolado, haciendo de una y otra su principal instrumento de acción?
Almas que atraen las gracias divinas
Tanto valor tienen a los ojos de Dios las almas que, como Nuestra Señora, poseen el secreto del verdadero amor y del verdadero odio, de la intransigencia perfecta, del celo incesante, del espíritu de renuncia completo, que son ellas propiamente las que pueden atraer al mundo las gracias divinas. […]
Y a nosotros, ¿qué nos corresponde hacer? Luchar en todos los terrenos permitidos, con todas las armas lícitas. Pero ante todo, por encima de todo, confiar en la vida interior y en la oración. Es el gran ejemplo de Nuestra Señora.
El ejemplo de Nuestra Señora, sólo con el auxilio de Nuestra Señora se puede imitar. Y el auxilio de Nuestra Señora, sólo con la devoción a Nuestra Señora se puede conseguir. Ahora bien, ¿la devoción a María Santísima en qué puede consistir mejor que pedirle no sólo el amor de Dios y el odio al demonio, sino esa santa entereza en el amor del bien y en el odio al mal, en una palabra, esa santa intransigencia que tanto brilla en su Inmaculada Concepción?