La tempestad ¿una gracia o un castigo?

Publicado el 06/20/2021

La tempestad por la que pasaron los Apóstoles es paradigmática, no sólo para cada alma sino también para la Iglesia: franqueadas las borrascas, ella reaparece siempre más fuerte, más joven e incomparablemente más bella.

Monseñor Joāo Clá Dias

EVANGELIO SEGÚN SAN MARCOS 4, 35-41.

Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: “Vamos a la otra orilla”. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio, enmudece!” El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!”

I – Un poco de Historia

En medio de los grandes sermones sobre el Reino —el de la Montaña y el de las parábolas— tuvo lugar el viaje que relata el Evangelio de hoy, partiendo desde la famosa ciudad de Cafarnaún, adonde Jesús volvería aún con sus discípulos.
Siempre rodeado por mucha gente, lograba ser más visto y mejor oído por todos cuando utilizaba el declive natural de la playa y los períodos de mar en calma, para predicar desde una barca en el lago de Tiberíades. Este lago, también llamado de Genesaret o “mar” de Galilea, está localizado al noreste de Palestina, y con el tiempo llegó a ser la frontera oriental de Galilea. Posee un tamaño considerable, sobre todo para las diminutas concentraciones humanas de aquellos tiempos, ya que alcanza los 12 kilómetros de ancho por 21 kilómetros de largo, con una superficie de 170 kilómetros cuadrados y con una profundidad, en ciertas partes, de hasta los 12 a 18 metros.1 Según el historiador Flavio Josefo,2 por esa época el lago era el escenario de una intensa actividad. Había doscientas treinta embarcaciones sólo en Magdala, lo que nos da idea de la gran productividad de la industria pesquera en toda aquella zona.
Es precisamente a orillas del mismo lago donde se encuentra la famosa ciudad de Magdala, en la que María, la hermana de Lázaro, decayó moralmente. Allí vivió durante años en un castillo —antigua propiedad de su familia— situado junto a las aguas. La ciudad gozaba por entonces de abundante circulación de mercancías, refinado lujo y, en consecuencia, costumbres corruptas. En las inmediaciones del mismo lago se encuentran las otras dos ciudades que, con Cafarnaún, presenciaron más milagros del Señor sin convertirse: Corozaín y Betsaida.
El Señor actuó repetidamente en estas regiones, haciendo milagros formidables como la multiplicación de panes y peces, y emprendiendo uno de sus viajes más famosos.

II – El acontecimiento

La multitud no paraba de apretujarse para acompañar mejor las maravillas salidas de los labios del Salvador. De hecho, Él había dicho: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4); y, en efecto, todos se sentían irresistiblemente atraídos por aquella adorable voz. Querían aprovechar los últimos rayos de sol para alimentarse con los manjares eternos. Por otro lado, en medio del cansancio de aquella jornada sin pausas, Jesús iba tras uno de sus refugios, como los llama San Remigio: “Se lee que el Señor tuvo tres refugios, a saber: la barca, el monte y el desierto. Cuantas veces le asediaba el gentío, se refugiaba en uno de ellos”.3
Antes de caer la noche, el Divino Maestro instó a los Apóstoles a poner rumbo al otro lado, o sea, a la ciudad de Gerasa. Había llegado el momento de las últimas peticiones y de las innumerables despedidas, con ese alborozo tan típico del temperamento oriental. No faltarían estos o aquellas que, sin importarles que su ropa se mojara, se acercaban a la embarcación para beneficiarse de las gracias postreras de aquella bendecida convivencia.Para ejercitar mejor la confianza en el Padre, ya levadas las anclas, las barcas se hicieron a la mar sin provisión alguna. Comenta el P. Andrés Fernández Truyols:
“El mar estaba en bonanza; la barquilla se deslizaba, suave y ágil, sobre el terso cristal de las aguas.
“Los Apóstoles en tanto conversaban tranquilamente, haciendo sus cálculos, que dentro de unas dos horas, antes de entrada la noche, arribarían a la orilla opuesta: la distancia no era sino como de 12 kilómetros. Muy ajenos estaban de pensar que bien pronto una súbita borrasca pondría a dura prueba su fe y confianza, y ofrecería ocasión al Divino Maestro de dar espléndida muestra de su soberano poder.
“Este diminuto mar de Galilea bajo la ordinariamente apacible tranquilidad de sus aguas lleva siempre latente la amenaza de furiosa tempestad.
“Puesto a una profundidad de más de doscientos metros bajo el nivel del Mediterráneo, y como apretado casi por todos lados de un cinturón de montes, los vientos del alto Hermón se precipitan sobre su tersa superficie, y al duro golpe se revuelven las aguas y se encabritan cual fogoso corcel herido por el látigo. Tal les pasó a los Apóstoles en este día en que, al salir de la pequeña ensenada, estaban las aguas muy tranquilas, sin que se notara el menor indicio de próxima tormenta.
“Jesús aprovechó esa tranquilidad para descansar de las fatigas del día. Tendióse en la popa, apoyando la cabeza, como nota Marcos (cf. Mc 4, 38), sobre el cojín, probablemente un saquito de cuero embutido de lana, sencillo y basto, que para comodidad de los mismos marineros, o quizá de algún viajero de distinción, debían de llevar ordinariamente las barcas, puesto que el Evangelista lo da como cosa bien determinada y conocida, poniendo el artículo (ἐπὶ τò πρoσχεφάλαιoν). ¡Cómo los Ángeles del Cielo contemplarían a su Rey y Señor tendido sobre la dura madera, restaurando con el sueño sus fuerzas el que vigila desde toda la eternidad; rendido de fatiga el que mueve con su dedo el universo mundo!
“De pronto dibujóse en el rostro de los Apóstoles un movimiento de inquietud; cortóse la conversación, fija la vista de todos en el horizonte: su larga experiencia les hacía presentir una borrasca. Y la borrasca se precipitó, y muy pronto, con ímpetu formidable.
“Y mientras bramaba la tempestad, Jesús seguía durmiendo.
“Los Apóstoles respetaron, en un principio, el sueño del Maestro. Amainarían velas, tomarían los remos, pondrían en juego cuantos medios su pericia en el arte les sugería para hacer frente al peligro que amenazaba. Pero el mar se embravecía más y más, y la nave corría riesgo de ser tragada por las olas. Entonces, como supremo recurso, acuden al Maestro: ‘¡Señor, sálvanos, que perecemos!’. O según la expresión más viva de San Marcos: ‘Maestro, ¿nada se te da que perezcamos?’.
“Bien revelan estas palabras cuán turbados andaban los Apóstoles y cómo había disminuido en ellos la confianza. Y sin embargo, ¿no estaba con ellos Jesús? ¿No estaba allí quien dijo: ‘Yo soy quien puso la arena por término al mar […]; levantaránse sus olas, pero impotentes; se encresparán, pero no pasarán el límite’ (Jer 5, 22)?”.4

III – El Evangelio

Aquel día, al atardecer, les dice Jesús: “Vamos a la otra orilla”.

San Lucas también nos relata este hecho (cf. Lc 8, 22-25). San Mateo calla sobre este particular. Aunque ninguno de los dos Evangelistas declara las razones que llevaron al Divino Maestro a tomar esta decisión, se pueden deducir fácilmente. Como ya dijimos anteriormente, se sintetizan en el cansancio físico tras un laborioso día. No nos olvidemos de la naturaleza humana de Jesús, aunque estuviese unida a la divina. También San Juan menciona la fatiga del Salvador en el pasaje en el que, sentado junto al pozo, ve aparecer a la samaritana, cuando asimismo manifiesta tener sed (cf. Jn 4, 6-7).
En el presente episodio, la verosimilitud de esta hipótesis se hace mayor por el profundo sueño en que cayó Jesús, poco después de embarcar.

Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban.

Maldonado5 interpreta como algo providencial el hecho de que los Apóstoles subieran a la misma embarcación de Jesús, porque cuando les reprochase su falta de fe, lo podría hacer con toda libertad. Sin embargo, nos parece más probable que las circunstancias lo exigieran así, dado que la barca les pertenecía. Además, ya era habitual que ellos estuvieran con el Maestro.
También era acostumbrada la falta de preparativos para el viaje. ¿Cuántos panes y peces llevaban consigo en los dos milagros de su multiplicación? “No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengáis dos túnicas cada uno” (Lc 9, 3), les había dicho el Señor. Por eso lo subieron a la barca tal como estaban. Además, alega San Juan Crisóstomo,6 Jesús quiso tomarlos como testigos de sus milagros, pero quería evitar al resto el escándalo de ver que ellos tenían una fe tan diminuta.

“Se levantó una fuerte tempestad”

Se levantó una fuerte tempestad y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua.

La tempestad no se levantó por casualidad. Fruto de una preocupación naturalista, en no pocas ocasiones se ha querido atribuir a los elementos la causa, la fuerza y la gloria de los milagros. Esa tendencia tan simplona llama la atención de ciertos autores de fama, como, por ejemplo, Fillion: “En cada una de las categorías de los milagros evangélicos quedaron ya indicadas las objeciones más comunes y más recientes del racionalismo y los principios que ayudan a refutarlas. No es, pues, menester ocuparnos de las cavilaciones de la crítica liberal acerca de los milagros del Salvador, considerados aisladamente”.7 Y a continuación, el reconocido autor expone el pensamiento de varios racionalistas contemporáneos.
Lamentablemente, los límites de este artículo no permiten reflexionar sobre ese racionalismo recalcitrante, un mal mucho más difundido de lo que parece. Contra su dogmatismo, recordemos que “la palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos; encierra en un odre las aguas marinas, mete en un depósito el océano” (Sal 32, 6-7). Tal es el poder de Dios, muy por encima del poder de la razón humana, a la que también creó.
“Se levantó una fuerte tempestad”. Algunos autores admiten que la tempestad fue ordenada por el mismo Jesús; y fue fuerte para que el prodigio fuera igualmente grande. Además, cuanto más miedo tuvieran sus discípulos, tanto mayor sería el alivio que sentirían por haber sido salvados por Él.

Las tormentas interiores

A lo largo de los dos últimos milenios, es habitual que los comentaristas establezcan un paralelismo entre ese paradigmático episodio y la Iglesia o el alma en su vida espiritual. Cuando hablan de la Iglesia mencionan las persecuciones que sufre, así como las divisiones y herejías surgidas en su seno. Refiriéndose al alma, concentran su atención en los justos y no en los pecadores, los cuales, incluso considerados como una “barca”, no tendrán a bordo a Cristo, ni siquiera durmiendo.
Sea como sea, todos nosotros pasamos por tormentas interiores, a veces violentas. Se dan por causas exteriores, pero a menudo también por razones interiores. Sobre éstas se multiplican las apreciaciones de diversos autores, por ejemplo, las de San Juan de Ávila:
“Ha habido quienes han perdido esta joya de la castidad por vía de castigarles Dios con justo juicio en entregarlos, como dice San Pablo, ‘en los deseos deshonestos de su corazón’ (Rom 1, 24), como en manos de crueles sayones. […] Y aunque esto sea general con todos los pecados, lo es especialmente con el de soberbia. Dios suele castigar la secreta soberbia con lujuria manifiesta. Nabucodonosor, en castigo de su soberbia, fue rebajado al nivel de las bestias (cf. Dan 4, 22.29-30), en el que permaneció hasta conocer y confesar que la alteza del Reino es de Dios.
“Hay quien tiene la soberbia de la castidad, creyendo poco menos que la debe a sus fuerzas. A ése Dios le arroja de entre los suyos, y, una vez fuera de la compañía de los Ángeles, cae entre las bestias.
“Otros son soberbios y desprecian a sus prójimos por verlos faltos de virtud, y especialmente de castidad. Parécense al fariseo en su oración: ‘No soy malo como los otros hombres, ni adúltero’ (Lc 18, 11). ¡Cuántos he visto castigados con la caída por cometer este pecado! ‘No queráis condenar y no seréis condenados’ (Lc 6, 37). ‘Con la misma medida que midiereis seréis medidos’ (Mt 7, 2). ‘¡Ay de ti que desprecias, porque serás despreciado!’ (Is 33, 1).
“Todos los hombres somos de la misma masa y todos podemos caer en los pecados en que hayan caído nuestros prójimos. Saquemos, pues, bien del mal ajeno y escarmentemos, sin parecernos al áspid, que sabe sacar el mal, como sería la soberbia.
“No nos olvidemos de David, que, según San Basilio, cayó porque ante la abundancia de gracias se creyó seguro. ‘Yo dije en mi abundancia: No seré jamás mudado’ (Sal 29, 7). Se olvidó de la sentencia del Eclesiástico: ‘En el día de los bienes que tenemos, nos hemos de acordar de los males en que podemos caer’.
“Parecida a esta soberbia es la vana confianza de quienes buscan la castidad y, apoyándose en sus solas fuerzas, pueden repetir lo de los Apóstoles: ‘Toda la noche hemos trabajado en balde’ (Lc 5, 5), o lo del Eclesiastés: ‘Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí’. Lo que significa sobra de confianza en uno mismo y falta de oración al Señor y a María.
“Cuando era el tiempo en que los reyes (cf. II Sam 11, 1) salían a pelear, David envió a sus generales, pero él, remacha el libro santo, se quedó en su casa, y paseando cayó en la tentación y el pecado de adulterio. Quien rehuye el trabajo y el cumplimiento de sus obligaciones, luego será tentado.
“Finalmente, el levantamiento de la carne que sufre la humanidad arranca de la desobediencia de Adán. Quien desobedece a Dios y a sus representantes los superiores, luego suele ser castigado con la rebeldía de sus potencias inferiores a la razón”.8
¿A quién castiga Dios? Por increíble que parezca, permite que se desencadene la tempestad sobre las almas que ama. Él mismo lo declara: “Hijo mío, no rechaces la reprensión del Señor, no te enfades cuando Él te corrija, porque el Señor corrige a los que ama, como un padre al hijo preferido” (Prov 3, 11-12); “A cuantos amo, reprendo y corrijo” (Ap 3, 19).

Dios nos corrige a través de la tribulación

San Agustín es también tajante al respecto, asegurando que quien no sufre tribulaciones no pertenece a la categoría de los hijos. Y San Pablo ofrece la perfecta explicación: “Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Si os eximen de la corrección, que es patrimonio de todos, es que sois bastardos y no hijos. Ciertamente tuvimos por educadores a nuestros padres carnales y los respetábamos; ¿con cuánta más razón nos sujetaremos al Padre de nuestro espíritu, y así viviremos? Porque aquellos nos educaban para breve tiempo, según sus luces; Dios, en cambio, para nuestro bien, para que participemos de su santidad” (Heb 12, 7-10).
Estos trechos de las Escrituras nos permiten entender mejor cuánto el aparente éxito de los malvados, sus delicias y prosperidad, pueden ser muchas veces uno de los peores castigos. David nos enseña que “el malvado dice con insolencia: ‘No hay Dios que me pida cuentas’. […] Piensa: ‘No vacilaré, nunca jamás seré desgraciado’” (Sal 9, 25.27).
Por eso, podemos decir de Dios que, siendo Padre de todo consuelo, es también el Padre de la tribulación. Con ella nos corrige, y nos castiga a fin de que nos enmendemos, puesto que no quiere jamás la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11).

Buenos y malos pasan por borrascas

En síntesis, buenos y malos pasan por borrascas; el problema es la disposición interior de unos y otros durante ellas, como explica San Agustín:
“Aunque [los buenos y los malos] estén bajo un mismo tormento, no por eso es lo mismo la virtud y el vicio. Como con un mismo fuego brilla el oro y la paja humea, y bajo un mismo trillo se tritura la paja y se limpia el grano, ni se confunde el alpechín con el aceite por prensarse en el mismo peso, así también una y misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos y reprueba, destruye y deshace a los malos. Así, en un mismo trabajo abominan y blasfeman de Dios los malos, y los buenos le suplican y alaban. He aquí la importancia de la cualidad, no de los tormentos, sino de los atormentados. Agitados con igual movimiento, el cieno despide un olor repelente, y el ungüento, una suave fragancia”.9

El “sueño” de Jesús en nuestra alma

 Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal.

Al igual que la tempestad, el sueño de Jesús en aquel momento parecía premeditado. Era altamente formativo que los discípulos sintieran su propia limitación, para estimularlos así a recurrir a Él en última instancia. Eso crearía las condiciones para la manifestación de su poder divino. Al respecto, dice San Juan Crisóstomo: “Si hubiera estado despierto, no hubiesen temido ni rogado por la tempestad que se levantó, o no habrían creído que pudiera hacer tal milagro”.10
Los autores establecen con mucho acierto un paralelismo entre lo sucedido a los Apóstoles y el misterio del “sueño” de Jesús, que a veces se repite durante la tempestad que atraviesa nuestra alma. El “sueño” de Jesús podrá ser real o aparente.
Cuando nos alejamos de Jesús: “sueño real”
Si por desgracia cometemos un pecado mortal, nosotros mismos nos alejamos de Jesús. Éste es el “sueño” más terrible de todos, porque somos nosotros quienes obligamos a Jesús a distanciarse de nosotros, además de perder la gracia santificante. Enseguida se forma la tempestad de nuestras malas tendencias y pasiones desordenadas, y nuestro sentido moral se hunde. Y si la muerte nos sorprende en esta situación, Dios dormirá en relación a nosotros el “sueño eterno” de nuestra terrible condenación al infierno. En este caso, no habrá jamás medio alguno de despertarlo.

Para el progreso de nuestras almas: “sueño aparente”

Hay circunstancias dolorosas en nuestra vida espiritual en las que Jesús parecerá dormir, causándonos la sensación de estar abandonados. Ésta será una oportunidad magnífica para combatir nuestra presunción y comprender que sin Él nada podemos hacer (cf. Jn 15, 5). El temor de Dios no sólo es el principio de la sabiduría, sino también un excelente medio de santificación (cf. Flp 2, 12). Privados por un período de las delicias de sus consolaciones, purificamos más fácilmente los desórdenes de nuestros afectos.

También nuestro sueño debe ser santificado

Por otro lado, teniendo en cuenta que hasta las mínimas acciones de Jesús contienen lecciones de alta sabiduría para nosotros, el sueño de Jesús en la barca nos muestra que debemos santificar nuestro reposo. Al fin y al cabo, el sueño ocupa una parte considerable de nuestra existencia sobre la tierra y, en cierto sentido, es la imagen de la muerte. Si deseamos una muerte santa y piadosa, es indispensable que lo sea también su prefiguración. Es fundamental que durmamos bajo las bendiciones del Sagrado Corazón de Jesús y de María Santísima: “protégenos mientras dormimos, […] y descansemos en paz”.11 Para ello, nada mejor que evitar actitudes y modos que nos lleven a ser salpicados por la pereza, falta de pudor o sensualidad.

A la hora de la tempestad, despierta tu fe y vendrá la bonanza

Lo despertaron, diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”

Cuando, sin culpa nuestra, descubramos que estamos en medio de un peligro, sigamos el consejo de San Agustín:
“Cristiano, en tu nave duerme Cristo; despiértalo; dará orden a las tempestades para que todo recobre la calma. En aquel tiempo, los discípulos, fluctuantes en la barca mientras Cristo dormía, fueron símbolo del fluctuar de los cristianos cuando su fe cristiana está adormecida. Ya ves lo que dice el Apóstol: ‘Cristo habita por la fe en nuestros corazones’ (Ef 3, 17). Según su presencia hermosa y divina, está siempre con el Padre; en cambio, según la presencia de la fe, está en todos los cristianos. Por eso fluctúas: porque Cristo está dormido, es decir, no logras vencer aquellos deseos que se levantan con el soplo de los que persuaden el mal, porque tu fe está dormida. ¿Qué significa que tu fe está dormida? Que está apagada ¿Qué significa el decir que está apagada? Que te olvidaste de ella ¿Qué es despertar a Cristo? Despertar la fe, recordar lo que has creído. Haz memoria, pues, de tu fe, despierta a Cristo. Tu misma fe dará órdenes a las olas que te turban y a los vientos de quienes te persuaden al mal; al instante desaparecerán, al instante amainarán, puesto que, aunque no cese de hablar el persuasor del mal, ya no sacude la nave, ya no levanta olas ni sumerge la nave que te lleva”.12

Sólo lo vieron como Hombre

 Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: “¡Silencio, enmudece!” El viento cesó y vino una gran calma.  Él les dijo: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?” Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: “¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!”

Para nosotros, la tempestad que atravesaron los Apóstoles es todo un paradigma. ¿Por cuántos peligros no pasamos también nosotros durante la vida? Si se pueden evitar, no hay que enfrentarlos; si nos exponemos a ellos, si los buscamos y amamos, ciertamente pereceremos. En estos casos la fuga unida a la oración es el mejor remedio.
Comenta el P. Manuel de Tuya: “Aunque los Apóstoles ya habían presenciado algunos milagros de Cristo, no pensaron en su poder ante un espectáculo tan imponente. Pero su imperio ante fuerzas cósmicas desencadenadas les produce la fuerte admiración de preguntarse quién sea el que tiene tales poderes”.13
Debido a la unión de las dos naturalezas —divina y humana— en la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, “el Hombre recibió en el tiempo la omnipotencia que el Hijo de Dios tuvo desde la eternidad”.14 Dice Santo Tomás de Aquino15 que el Alma de Jesucristo recibió el poder divino de hacer milagros con tanta superabundancia, que por comunicación suya los Santos también los realizan, como vemos en Mateo (cf. Mt 10, 1). Por dicha razón mostró todo su poder, incluso sobre criaturas irracionales como los vientos, el mar, la tempestad; o durante su Pasión, sobre varios elementos, cuando se rasgó el velo del Templo, los sepulcros se abrieron, la tierra tembló y las rocas se partieron (cf. Mt 27, 51-52).
Sobre este pasaje comenta Teofilacto: “Si hubieran tenido fe, hubiesen creído que aun durmiendo podía conservarlos incólumes […]. Calmando, pues, el mar con su mandato, no como Moisés con la vara (cf. Ex 14), ni con la oración como Eliseo en el Jordán (cf. II Re 2), ni por medio del Arca como Josué (cf. Jos 3), se mostró a ellos como Dios, y como Hombre, por cuanto se rindió al sueño”.16

IV – Las borrascas sobre la Iglesia

A lo largo de dos milenios, la Iglesia vio abatirse sobre ella toda clase de tempestades que amenazaron su existencia. Fueron persecuciones declaradas y cruentas, o silenciosas e hipócritas. Odios mortales e ingratitudes históricas surcaron el curso de las herejías y los cismas.
Sin embargo, la Iglesia nunca dudó de Aquel que vela por su inmortal destino, e incluso cuando el Señor parece dormir, hace resonar en lo íntimo de los fieles el eco de su infalible promesa: “Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque consummationem sæculi —Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28, 20). La Iglesia aprendió con los Apóstoles a invocarlo y, dominando o no la tempestad, la barca, aun en los peores peligros, jamás se hunde. Al contrario, reaparece siempre más fuerte, más joven e invariablemente más bella. A cada amenaza, su gloria se eleva, porque su fe es inquebrantable.
¡Qué gran bendición y qué gracia inconmensurable la de ser hijos de la Iglesia!

NOTAS
1) Cf. FERNÁNDEZ TRUYOLS, SJ, Andrés. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. 2.ed. Madrid: BAC, 1954, p.164-165.
2) Cf. FLAVIO JOSEFO. Guerra de los judíos. L.III, c.35, n.283.
3) SAN REMIGIO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Marcum, c.IV, v.35-41.
4) FERNÁNDEZ TRUYOLS, op. cit., p.316-317.
5) Cf. MALDONADO, SJ, Juan de. Comentarios a los Cuatro Evangelios. Evangelio de San Mateo. Madrid: BAC, 1950, v.I, p.360.
6) Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilía XXVIII, n.1. In: Obras. Homilías sobre el Evangelio de San Mateo (1-45). 2.ed. Madrid: BAC, 2007, v.I, p.567.
7) FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Exposición histórica, crítica y apologética. Madrid: Voluntad, 1926, t.III, p.564.
8) SAN JUAN DE ÁVILA. Obras espirituales. Madrid: Apostolado de la Prensa, 1951, p.49-50.
9) SAN AGUSTÍN. De Civitate Dei. L.I, c.8, n.2. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v.XVI-XVII, p.75-76.
10) SAN JUAN CRISÓSTOMO, op. cit., p.569.
11) COMPLETAS. Antífona del Cántico Evangélico. In: COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA DE LITURGIA. Liturgia de las Horas. 6.ed. Granollers (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2005, v.III, p.583.
12) SAN AGUSTÍN. Sermo CCCLXI, n.7. In: Obras. Madrid: BAC, 1985, v.XXVI, p.337-338.
13) TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, v.V, p.656.
14) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.13, a.1, ad 1.
15) Cf. Idem, a.2, ad 3; q.44, a.4, ad 3.
16) TEOFILACTO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea, op. cit.
 
 

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