La triple dimensión del pecado

Publicado el 11/25/2021

Dios todopoderoso no puede crear nada que no sea para su gloria. Él nos dio el ser a fin de que practicásemos la virtud para alabarlo, reverenciarlo y servirlo por encima de todo, y no es otra nuestra obligación, una vez que nuestros padres no crearon nuestra alma inmortal, sino Dios, de quien en realidad hemos nacido para la eternidad.

Ahora bien, cuando pecamos, hacemos mal uso de las criaturas, dándole la espalda a Dios y ofendiéndole.

Pero el Salvador, en su infinita bondad, nos dejó el sacramento del Bautismo para borrar la culpa original y la de todos los pecados cometidos hasta el momento de recibirlo, si ya teníamos uso de razón; así como el de la Confesión para absolver las faltas en las que incurrimos después del Bautismo. Y al ser perdonados por el mismo Jesús, a través de los labios del sacerdote, evitamos la condenación al infierno.

Sin embargo, además de la injuria hecha a Dios, el pecado atenta también
contra otros dos órdenes, el de la conciencia y el del universo.

El juicio de la conciencia

Todos tenemos la Ley de Dios grabada en la mente y en el corazón, como criterio para discernir lo insensato que resulta abrazar la vía del pecado.

La conciencia nos acusa cuando procedemos mal y nos muestra el verdadero camino.

Por tal motivo, si alguien, de hecho, comete un pecado, no hay lugar para la duda; antes bien, está seguro de su caída porque actuó contra su propia conciencia.

El pecado vulnera el orden perfecto de la Creación

El pecado altera el orden universal puesto por Dios

Todo pecado lleva consigo la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto en relación con el pecador como de toda la comunidad humana.

Después de la Confesión, una deuda pendiente

Entonces, ¿en qué consiste esa deuda y cómo puede pagarla el alma?

Imaginemos a una persona que va andando por la calle en un día de lluvia y de repente se ve cubierto de barro de la cabeza a los pies por el paso de un vehículo a toda velocidad. Por mucho que se lave la cara sabe que además de eso necesita limpiarse la ropa, sobre todo si va camino a una boda, donde jamás podría presentarse  manchada de barro.

De la misma forma, en el momento en que el alma se separa del cuerpo y comparece ante su juicio particular, recibe un don especial que le ilumina la memoria y la conciencia y le recuerda todos los detalles de su vida moral y espiritual.

 

Se da cuenta, pues, cómo en la Confesión se le perdonaron las faltas contra Dios, así como la pena eterna, consecuencia de éstas: su rostro está limpio.Pero su conciencia grita, porque se siente sucia y necesitada de “cambiarse de ropa”, es decir, de pagar la pena temporal.

Además, el pecado deja en el alma lo que se llama la “reliquia del pecado”. Es decir, hábitos, formas de ser y de proceder poco conformes al modo de ser y proceder de Jesús, que es nuestro modelo.

Igualmente puede que hayan quedado en el alma ideas, caprichos o manías que nos apartan del equilibrio perfecto de la santidad y le imposibilitan estar ante Dios, sumo bien y suma bondad y poder contemplarlo cara a cara, y que le impedirían entenderlo, amarlo, relacionarse con Él y gozar de su presencia.

Tomado del libro, “Recemos por las benditas almas del purgatorio”; pp.14-18

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