La última señal de la Cruz

Publicado el 04/21/2022

Conservó en sus últimos instantes la misma serenidad con que, durante la vida, había arrostrado todo tipo de dolores: sin sorpresa ni inconformidad.

Monseñor João Clá Dias

Veintiuno de abril de 1968. En su casa 1, Doña Lucilia Ribeiro dos Santos Corrêa de Oliveira se encontraba en su lecho de dolor. La asistía un amigo de su hijo, el joven médico Dr. Luis Moreira Duncan, pues en aquel momento no se encontraba en casa su médico particular, el conocido Dr. Abraão Brickman.

Alrededor de las diez de la mañana, el enfermero del Dr. Plinio —éste convalecía entonces de una penosa enfermedad contraída en diciembre de 1967— se dirigió al Dr. Duncan, que estaba leyendo el periódico en el salón, para comunicarle que Doña Lucilia se sentía peor.

Un tanto sorprendido, pues a las ocho y veinte le había aplicado una inyección y nada hacía prever un agravamiento súbito de su estado, el médico abandonó la lectura del periódico y se dirigió inmediatamente al cuarto.

Acostada, sin apoyar la cabeza sobre la almohada, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados, tranquila, sólo movía los labios. Con certeza, rezaba.

Al tomarle el pulso y comprobar cuán lenta y débilmente latía, el médico se dio cuenta de que se acercaban los últimos momentos. Pidió al enfermero que avisara enseguida al Dr. Plinio.

Entretanto, Doña Lucilia, que no había dejado de mover los labios —sintiendo en su corazón que había llegado la hora solemne de despedirse de esta vida— retiró con decisión la mano que el médico le sujetaba y, con un gesto delicado pero firme, sin manifestar esfuerzo ni dificultad, hizo una grande y lenta señal de la cruz. Después, colocó sobre el pecho sus manos blanquísimas, una sobre otra, y expiró serenamente en la víspera del día en que cumpliría 92 años…

Más tarde, alguien comentaría con mucho tino: «Salió con majestad de una vida que supo llevar con honra».

Muerte suave

Desde el momento en que el médico se aproximó al lecho, ella ya no abriría más los ojos. Al fallecer no había tenido estremecimientos, ni había manifestado ninguna señal de dolor.«Bienaventurados aquellos que mueren en el Señor» (Ap 14,13).

Conservó en sus últimos instantes la misma serenidad con que, durante la vida, había arrostrado todo tipo de dolores: sin sorpresa ni inconformidad. En aquellos postreros momentos demostró la firme resolución de un alma verdaderamente católica: ante el sufrimiento, inseparable de la vida, cumplió con fidelidad el deber de aceptarlo con ánimo, dulzura y paz, bendiciendo a los Corazones de Jesús y de María para así unirse a Ellos por completo. Al final de su existencia, la gran señal de la cruz sugiere al espíritu la sentencia: Talis vita, finis ita—«Como fue la vida, así será la muerte».

«Era una señora verdaderamente católica… Nadie puede imaginarse cuánto bien me hizo»

Momentos después, el Dr. Plinio llegó al cuarto y preguntó al médico— ¡Que lívida está! ¿Ha muerto? En aquella triste circunstancia, el Dr. Duncan sólo pudo responderle con un gesto de cabeza…

Entonces, sobrecogido por un llanto que le venía de lo más profundo del alma, el hijo se arrodilló junto a la cama y besó innumerables veces la mano y la frente de su madre. Después, se sentó junto al lecho donde yacía aquel cuerpo, tan querido y venerado por él.

El Dr. Plinio lloró largo tiempo, ya recostado en el respaldo del sillón, ya inclinado hacia adelante, pero aceptando la prueba con aquella característica resignación cristiana que bien había aprendido de su madre.

Madre de la Divina Gracia

Mientras tanto, le pidió al Dr. Duncan que rezara la letanía lauretana por su alma, haciéndole repetir dos o más veces las invocaciones más apropiadas para aliviar el atroz dolor que sentía, como Mater Divinæ Gratiæ, Mater Boni Consilii, Virgo Clemens, Causa Nostræ Lætitiæ, Refugium Peccatorum 2 .

Tras estas primeras oraciones, el Dr. Plinio se refirió varias veces, con frases entrecortadas por sollozos, al inexpresable amor que lo unía a su madre:

Sabía que iba a morir, pero no pensaba que fuera tan pronto… Pobrecilla, espero que no esté sufriendo en el Purgatorio…

Era una señora verdaderamente católica… Nadie puede imaginarse cuánto bien me hizo… Estudié su hermosa alma con una atención continua, y por eso yo la quería. De tal manera que, si no fuese mi madre, sino la de otro, la querría de la misma forma y buscaría un modo de irme a vivir a su lado.

Mamá me enseñó a amar a Nuestro Señor Jesucristo, me enseñó a amar a la Santa Iglesia Católica.

Tomado del libro Doña Lucilia, Capítulo I, pp. 39-41

Notas

1) Un apartamento situado en la calle Alagoas, n.º 350, 1.ª planta, en el barrio Higienópolis, en São Paulo.

2) Madre de la Divina Gracia, Madre del Buen Consejo, Virgen Clemente, Causa de Nuestra Alegría, Refugio de los Pecadores.

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