
Pocos monumentos son tan conocidos como el Coliseo. Sus ruinas infunden aún hoy en día admiración y respeto a cuantos tienen la dicha de penetrar en su recinto. ¿De dónde viene esa gloria que no muere?
“Ave, César, los que van a morir te saludan”.
Durante cinco siglos este grito clamoroso resonó en la arena del anfiteatro que pasó a la Historia, según palabras de Juan Pablo II, como el “trágico y glorioso monumento de la Roma imperial, testigo mudo del poder y del dominio, memorial mudo de vida y de muerte”: el Coliseo.
Sus proporciones y estructura revelan las características del genio romano, capaz de emprender obras de gran envergadura sin descuidar los aspectos prácticos y ornamentales.
Tres pisos de arcadas distribuían arquitectónicamente los espacios para dar una sensación de levedad.
Ochenta puertas permitían el desalojo, en pocos minutos, de más de cincuenta mil espectadores. Unas amplias velas plegables, a manera de toldos, manipuladas por hombres de la marina romana, protegían a la multitud de los rayos del Sol y de la lluvia. Bajo la inmensa arena había un gran complejo de túneles, con compartimentos y jaulas donde se encontraban los gladiadores, los condenados a muerte y las fieras. Incluso existían elevadores que izaban tanto a los hombres como a las bestias hasta el lugar del combate.

Cuando querían representar batallas navales, el Coliseo poseía un sistema hidráulico que conseguía llenar de agua toda la arena
Tardaron ocho años en terminar esta grandiosa construcción, en la que trabajaron más de diez mil esclavos, en su mayoría hebreos aprisionados por Tito después de la destrucción de Jerusalén. Su inauguración, en el año 80, contó con una serie de espectáculos que se prolongaron durante cien días, en los cuales murieron cerca de dos mil gladiadores y más de cinco mil animales salvajes.
Desde entonces, los sucesivos emperadores se esforzaron por darle al pueblo “juegos”, como ellos los llamaban, cada vez más pomposos y sanguinarios. Así pues, el Coliseo se hizo célebre no sólo por su belleza y magnificencia, sino también por la crueldad de sus espectáculos.

Ruinas del Coliseo
Sin embargo, no fue por eso por lo que el Anfiteatro Flavio alcanzó una gloria inmortal. Terremotos, guerras, retirada de los mármoles travertinos de los que estaba revestido y, en ocasiones, saqueos, lo despojaron de su esplendor original y en la actualidad no quedan sino ruinas. Pero, ¡cuánta elocuencia en esos ladrillos desnudos!
Es imposible que alguien, con espíritu de fe, entre en el Coliseo sin ser asumido por una sensación de respeto y veneración por los miles de mártires que allí derramaron su sangre en unión con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
Durante tres siglos la Iglesia sufrió una atroz persecución del Imperio Romano. Y la sangre de los mártires —“semilla de nuevos cristianos”— corrió abundante en varias partes del vasto dominio de los césares. Héroes de la fe y del amor a Jesucristo, vencieron pacíficamente a aquellos que mediante la violencia habían subyugado a innumerables pueblos.
Mártires célebres en los anales de la Historia, como San Ignacio de Antioquía, o anónimos héroes de la fe, todos dieron muestras de fortaleza y fidelidad que a menudo suscitaron la admiración de sus propios verdugos y llevaron a la conversión a incontables espectadores.
Aunque algunos, en el momento de enfrentar la muerte, se veían presos del miedo —por cierto, muy comprensible— los cristianos se animaban mutuamente, y se sentían más unidos en la hora del sacrificio supremo que durante la vida cotidiana.
Se dirigían hacia el suplicio llevando en su corazón la paz que Cristo les había prometido.
De esta forma, al testimonio de la palabra acrecentaban otro más significativo: el de la sangre, que solidificó el cristianismo naciente. ¡Una religión que suscita seguidores con tal valentía y serenidad sólo puede ser la verdadera!, exclamaban los paganos.
En los mártires, las tres virtudes teologales brillaban con un fulgor inigualable: una fe inquebrantable en Jesús, una esperanza total en la promesa y una caridad llevada hasta el auge de la entrega de sí mismo.
Al recordar a los mártires y su importante papel histórico en la expansión de la fe por el mundo entero, nos viene al espíritu la certeza de que su sangre, su sacrificio y su ejemplo son la verdadera gloria del Coliseo, donde, como bien decía Plinio Corrêa de Oliveira, “un gran ideal de belleza aún refulge en esas piedras muertas”.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°96, julio de 2011; pp. 50–21