La verdadera gloria solo nace del dolor

Publicado el 03/26/2024

La gloria, de hecho, ha de expresarse a través de símbolos. Dios se sirve de ellos para manifestarles a los hombres su propia grandeza. Y en esto, como en todo, debemos imitar a Dios.

Plinio Corrêa de Oliveira

A lo lejos, una multitud asiste —con su habitual entusiasmo, como es normal— a un desfile de los granaderos de la reina en uniforme de gala.

Desde hace mucho tiempo, las tácticas militares hicieron inútiles uniformes como éste: pantalones negros, dolmanes rojos con cinturón y adornos blancos, guantes blancos, un gran gorro de piel. Pero se conserva con fines morales: mantener la tradición del ejército y hacer que el pueblo sienta el esplendor de la vida militar.

La gloria, de hecho, ha de expresarse a través de símbolos. Dios se sirve de ellos para manifestarles a los hombres su propia grandeza. Y en esto, como en todo, debemos imitar a Dios. Ahora bien, el uniforme de los granaderos, su marcha impecablemente acompasada y alineada, la ufanía con que el abanderado porta el pendón nacional y el guía indica la dirección de la marcha, el redoble de los tambores y el toque de las cornetas, todo en una palabra expresa la belleza moral inherente a la vida militar: elevación de sentimientos, abnegación hasta la sangre, fuerza para emprender, arriesgar y vencer, disciplina, gravedad, heroísmo en definitiva.

Hay gloria, y verdadera gloria, brillando en todo este ambiente.

Pero, después de todo, ¿la gloria es eso? ¿Consiste en vestir un uniforme anacrónico, ejecutar maniobras que ya no tienen ninguna correspondencia real con la batalla moderna, tocar tambores y cornetas y pisar firmemente en el suelo para adquirir para uno mismo y darles a los demás la impresión de que uno es un héroe? ¿Avanzar «con valentía» sobre un campo sin obstáculos ni riesgos, como quien va al encuentro de un enemigo que no está presente y ganar como recompensa el aplauso embriagador de la multitud? ¿Es eso la gloria? ¿O es teatro, actuación, opereta?

En la segunda fotografía tenemos la otra cara de la gloria militar. Inmerso por completo en la tragedia de la lucha armada, ese joven soldado de la guerra de Corea parece no tener una edad definida.

Soldado comentado por el Dr. Plinio

De la juventud, tiene la robustez. Pero el vigor, el brillo, la lozanía han desaparecido. Su piel, curtida por interminables días de sol, noches enteras de viento y tormenta, parece haber adquirido una consistencia no muy distinta a la del cuero. En su vestimenta, ni la más mínima preocupación por la elegancia: todo está diseñado para resguardarse de la dureza del clima y permitir movimientos desembarazados y ágiles, en el barro, en el monte, en las laderas de los cerros, bajo la acción implacable de los bombardeos.

La lucha, la resistencia y el avance son los objetivos a los que está todo ordenado en este hombre. Su fisonomía hace tiempo que no está iluminada por una sonrisa, su mirada parece inmovilizada en la vigilancia continua contra los hombres y los elementos.

En él no hay preocupación por grandes lances, ni por gestos teatrales. Está centrado en las mil y una trivialidades de la auténtica vida cotidiana de las guerras. No quiere desempeñar un papel importante ni para sí mismo ni para los demás. Quiere la victoria de una gran causa. Esto es lo que explica su seriedad, su dignidad y su fuerza de resistencia.

Está todo él penetrado, hasta las últimas fibras, por un gran cansancio y un gran dolor. Pero un cansancio menor que la inflexible resistencia de alma y cuerpo que lo supera y lo vence. Un dolor conscientemente sentido, y aceptado hasta sus últimos límites y consecuencias, por amor a la causa por la que está luchando.

Ésa es la cara dolorosa y quizá trágica de la vida militar. Ahí es donde reside el mérito, ahí es donde nace la gloria.

Reina Isabel II del Reino Unido en desfile con sus granaderos. Trooping the colour 1961

Uniformes vistosos, armas relucientes, marchas acompasadas, desfiles ostentosos, cornetas, tambores, aplausos interminables de un público ebrio, todo esto son exterioridades legítimas, incluso necesarias, en la medida en que expresan el deseo de luchar y sacrificarse por el bien común. Pero todo esto no sería más que una opereta si ese coraje no fuera auténtico y demostrado, como lo son, por cierto, los granaderos de la reina Isabel.

Consideraciones de orden natural, sin duda. No obstante, en ellas podemos reunir material para elevarnos a un terreno más alto.

Fuegos artificiales en la Ciudad del Vaticano, al fondo: Basílica de San Pedro

La vida de la Iglesia y la vida espiritual de cada fiel es una lucha incesante. Dios a veces le da a su Esposa días de grandeza espléndida, visible, palpable. Le da a las almas momentos de consolación interior o exterior admirables.

Pero la verdadera gloria de la Iglesia y del fiel resulta del sufrimiento y de la lucha.

Una lucha árida, sin belleza sensible, ni poesía definible. Una lucha en la que a veces se avanza en la noche del anonimato, en el lodo del desinterés o de la incomprensión, bajo las tormentas y el bombardeo desatado por las fuerzas conjugadas del demonio, del mundo y de la carne. Pero una lucha que llena de admiración a los ángeles del Cielo y atrae las bendiciones de Dios. 

Extraído de: Catolicismo.
Campos dos Goytacazes. Año VII.
N.º 78 (jun, 1957); p. 7.



 

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