
Roma, con sus 2.760 años de historia, es fértil en leyendas, dado que el tiempo y la imaginación popular se conjugan fácilmente para crear esa mezcla de sueño y realidad que tanto desprecian ciertos espíritus positivistas.
Las leyendas, por muy fantásticas que puedan ser a veces, integran la cultura de un pueblo y transmiten incluso importantes elementos de su historia. En realidad, reflejan sus anhelos más profundos y contienen útiles enseñanzas de la sabiduría popular.
El templo de la Paz Eterna
En una obra de autor medieval, la “Leyenda Dorada”, se cuenta un curioso hecho del reinado del emperador César Augusto. Éste, después de vencer a sus adversarios y ampliar las fronteras del Imperio –dominando la cuenca del Mediterráneo y buena parte de Europa–, llevó la gloria de Roma a un auge sin precedentes.
Su largo gobierno marcó la historia de la humanidad no sólo por sus brillantes victorias militares y por el poder alcanzado, sino sobre todo por el extenso período de paz que el mundo civilizado conoció como “Pax Romana”.
En la civilización occidental aún quedan vestigios de la gloria de ese reinado, por ejemplo el nombre del mes de agosto: la palabra deriva de Augustus, porque el octavo mes del año fue dedicado al célebre emperador. Hubo también ciudades del imperio que tomaron su nombre, como Cesaraugusta, en España, actual Zaragoza.
Las guerras eran tan frecuentes en la Antigüedad, que la pacificación del Imperio promovida por Augusto fue un acontecimiento extraordinario. Por eso, al 12º año consecutivo sin guerra los romanos levantaron un templo a la Paz. Temerosos, nsin embargo, de que el nuevo culto tuviera poca duración, quisieron saber por cuánto tiempo más gozarían de tranquilidad. Y fueron al oráculo de Apolo. Éste, como hacen los adivinos de todos los tiempos, dio una respuesta ambigua y enigmática, para esquivar cómodamente futuros reclamos si los resultados eran desfavorables.
Pero a veces, sea por casualidad o por designios de la Providencia, el vaticinio resulta certero. Y así ocurrió en este caso.
Según el oráculo, la paz duraría “hasta que una virgen diera a luz”.
Tal hecho era humanamente imposible; por tanto, concluyeron los romanos, la duración era indefinida. Es fácil imaginar su euforia ante la expectativa de disfrutar las riquezas, placeres y comodidades de la capital del poderoso Imperio ya sin perturbación y por tiempo ilimitado.
Una inscripción en las puertas del templo consagraba el feliz presagio: “Templo de la Paz Eterna”. Y no obstante, prosigue la “Leyenda Dorada”, cuando Nuestro Señor Jesucristo nació en Belén, el templo se desplomó de manera inexplicable, convirtiéndose en una montaña de escombros. Su derrumbe pulverizó también las ilusiones romanas de una paz que duraría eternamente.
Más tarde, en ese lugar situado entre el Foro y el Coliseo fue construida la iglesia de San María Nueva, llamada también de Santa Francisca Romana.
¿Por qué cuesta tanto establecer la paz?
En las leyendas, la realidad se mezcla encantadoramente con la fantasía para dar a los oyentes el gusto de descifrar sus enigmas.
Esta leyenda, sin embargo, es mucho más real de lo que parece a primera vista. Con ligeras adaptaciones y actualizaciones, podría pasar muy bien como una historia verídica de nuestra época.
Las supersticiones modernas no conciben la construcción de templos a la Paz Eterna. Pero ¿cuántas veces la Historia ha registrado la celebración de pomposos tratados con el objeto de garantizar una era de paz eterna? Poco tiempo después se vuelven letra muerta… y la ilusión de que la guerra había sido barrida para
siempre de la faz de la tierra se pulveriza, como el viejo templo pagano de nuestra leyenda.
El análisis de cualquier período de la Historia, y sobre todo de nuestra época, da cabida a la pregunta: ¿Por qué cuesta tanto establecer la paz en el mundo?
Se trata de un problema desconcertante. En efecto, si fuera posible
hacer un plebiscito universal consultando si la humanidad quiere vivir en paz o prefiere la guerra, la primera opción obtendría una mayoría aplastante, muy cercana al 100%. Si esto es así, ¿por qué razón la humanidad vive constantemente en guerra?
Paz de Cristo y paz del mundo
La respuesta a esta pregunta la podemos encontrar en las palabras del Divino Redentor en la Última Cena: “Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27).
Hay, entonces, una diferencia entre la verdadera paz, dada por Nuestro Señor Jesucristo, y la paz del mundo. San Agustín pone de relieve la diferencia entre una y otra:
“El Señor agrega: ‘No os la doy como el mundo la da’. ¿Cuál es el sentido de estas palabras? Éste: Yo no la doy como la dan los hombres que aman el mundo. En efecto, estos últimos ofrecen la paz para gozar, libres ya de preocupaciones, de procesos y de guerras, no de Dios sino del mundo, al que entregaron su afecto. Y cuando ellos ofrecen paz a los justos, dejando de perseguirlos, no es una paz verdadera, porque no hay verdadero acuerdo donde los corazones están desunidos.
“Llamamos consortes a los que unen su suerte. Los que unen sus corazones, del mismo modo, han de llamarse concordes.
“A nosotros, hermanos amadísimos, Jesucristo nos deja la paz y nos da su paz, no como la da el mundo, sino como la da Quien creó el mundo. Nos la da para que todo estemos de acuerdo, para que estemos unidos de corazón, y teniendo un solo corazón, lo elevemos hacia lo alto sin dejarnos corromper en la tierra” .
Para el mundo la paz consiste sólo en la tranquilidad exterior, en la seguridad de los bienes y la vida, para poder vivir sin sobresaltos pero tantas veces de espaldas a Dios, violando abiertamente su divina Ley.
Paz es la tranquilidad del orden
El sentido cristiano de la paz es la concordia entre los hombres, pero basada en el amor a Dios, y como consecuencia en el amor al prójimo.
De esa conformidad con la ley divina –vale decir, con el orden– resulta la tranquilidad, como fruto de la paz. O en la genial definición de san Agustín: paz es la tranquilidad del orden.
La falsa paz nunca puede ser duradera, porque donde no se respeta uno de los mandamientos de Dios, tarde o temprano todos los demás serán atropellados también. Porque las pasiones son insaciables, y cuando el hombre le da rienda suelta a una, las otras se exacerban y desencadenan.
Por ende, una vez perdida la gracia de Dios, sin la cual es imposible practicar durablemente la virtud, el hombre tiende a la trasgresión de los mandamientos. Así irrumpen con ímpetu las ambiciones, las envidias, los odios, la violencia, los conflictos, que caminan a su paroxismo hasta estallar en la beligerancia armada.
Esa es la gran contradicción que nuestra época se niega a ver. Muchos, de la paz sólo quieren la tranquilidad pero no el or-den verdadero, que es su fundamento.
Esa “batalla tan difícil”, como lo vimos, se libra primero en el corazón de cada uno; por eso importa tanto la oración del Rosario. Porque la Reina de la Paz es quien obtiene esa victoria, por medio de la gracia, en nuestras almas.
En Fátima, la Virgen prometió la paz, pero dejando claras las condiciones para llevar a efecto su promesa.
En las seis apariciones, insistió maternalmente en el mismo pedido, para dar a entender lo deseosa que está de conceder la paz a quienes la piden: “Recen el rosario todos los días para conseguir la paz del mundo y el fin de la guerra”.
Depende de cada uno de nosotros hacer caso al pedido de la Madre de Dios, para que el mundo pueda beneficiarse con el don celestial que es la paz.