La unión de las tres Personas divinas en la Trinidad supera cualquier expectativa de la mente humana. Sin embargo, ésta es la meta hacia la cual tienden nuestros corazones en su deseo de felicidad eterna.
Monseñor João Clá Dias, EP
Evangelio de la Fiesta de los santos Felipe y Santiago, apóstoles
En aquel tiempo, dijo Jesús a Tomás:«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta».Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14, 6-14).
I – Magníficos pilares de la Iglesia
La fiesta de los santos Felipe y Santiago el Menor nos recuerda la gloria de los Apóstoles de Cristo, por Él elegidos, formados y, finalmente, santificados el día de Pentecostés. En ella conmemoramos a dos pilares de la Iglesia, de particular fulgor.
San Felipe es citado cuatro veces en el Evangelio de San Juan. Gracias al Discípulo Amado sabemos que el apóstol procedía de Betsaida, la ciudad de los hermanos Simón y Andrés. Fue invitado por Jesús a seguirlo (cf. Jn 1, 43) y, lleno de entusiasmo, le comunicó a Natanael que había encontrado al Mesías anunciado en las Escrituras (cf. Jn 1, 45-46). En el episodio de la multiplicación de los panes, el divino Maestro le pregunta dónde podrían encontrar pan para saciar a la multitud (cf. Jn 6, 57). Más adelante, algunos prosélitos griegos se acercan a él pidiéndole ver a Jesús (cf. Jn 12, 20-22) y, por fin, tenemos el diálogo fielmente plasmado en el Evangelio de esta fiesta.
Tras la Resurrección del Señor, Felipe fue a predicar a la ciudad de Hierápolis, en la región de Anatolia, donde en tiempos recientes se encontraron evidencias arqueológicas de su tumba. Allí fue martirizado, conquistando así con su sangre, probablemente derramada en la cruz, la corona inmarcesible de la victoria.
Santiago el Menor, hijo de Alfeo, considerado por venerable tradición pariente de Nuestro Señor y semejante físicamente a Él, fue obispo de Jerusalén, ciudad donde también alcanzó la gloria del martirio, siguiendo las huellas de la divina Víctima.
Estos Apóstoles del Cordero son cimientos y puertas de la Jerusalén celestial, como los presenta el Apocalipsis (cf. Ap 21, 14), y brillan en el firmamento de la Iglesia como astros de grandeza impar. Fueron íntegros en sus obras y, movidos por el fuego del Espíritu Santo, proclamaron con valentía y audacia el Nombre que está sobre todo nombre, hasta el extremo de entregar sus vidas por Cristo. Que sirvan ellos de ejemplo a los cristianos de nuestro tiempo, tantas veces adormecidos o anestesiados en su fe.
II – La unión más íntima
Cuando hablamos de unión en el ámbito humano pensamos en un vínculo, generalmente de naturaleza moral o afectiva, que liga a dos personas en una comunión de ideales o sentimientos. Sin embargo, por muy fuerte que sea, tal unión está sujeta a desgastes y amenazada por el riesgo de una posible disolución. El nexo más sólido entre las almas es el de la amistad, que consiste en hacer el bien al prójimo de forma desinteresada, siendo correspondido por él del mismo modo. La amistad así concebida se basa en la virtud adquirida y goza de cierta estabilidad, mientras dicha virtud perdura; si ésta llega a faltar, la concordia se deshace.
Así pues, para el hombre la unión es algo un tanto extrínseco a su propio ser y con una nota de precariedad, aunque pueda establecer incluso una relación más o menos duradera con los demás. Esto también se aplica al matrimonio, cuya esencia consiste en que dos constituyan como una unidad, aunque siempre permanezcan dos seres distintos, que hasta podrán tener destinos eternos muy contrastantes.
Elevándonos al plano de la Santísima Trinidad, la palabra unión adquiere para nosotros un nuevo significado, ya que no hay en la creación nada igual ni siquiera semejante. Son tres Personas diferentes que comparten un mismo Ser. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen por la relación entre ellos; no obstante, cada uno se identifica plenamente con el Ser de Dios.
Estamos ante una unión en el sentido más estricto de la palabra, inconcebible para la mente humana, y que conocemos gracias a la Revelación. No se trata de un vínculo que liga a seres distintos, sino una unidad total, íntima e ilimitada.
Pues bien, con un lenguaje elevado y accesible el Evangelio de la fiesta de los santos Felipe y Santiago viene a ilustrarnos acerca de esta verdad, que constituye el centro de nuestra fe: la existencia de un Dios uno y trino, tres Personas que son uno solo. Ésta es la vida íntima de la divinidad, la comunión de felicidad, gozo y santidad infinitos de la que participaremos si, a ruegos de nuestra buenísima Madre, María Santísima, alcanzamos la salvación.
San Juan nos muestra también las consecuencias beneficiosas que para la humanidad resultaron de la Encarnación del Hijo, de la que él mismo es el gran cantor. De hecho, el prólogo de su Evangelio afirma la existencia del Verbo en el seno del Padre y su entrada en el tiempo, para habitar entre nosotros, haciéndose hombre en el seno purísimo de Santa María siempre Virgen. He aquí otro misterio supremo de nuestra fe que, entre muchas dádivas, nos trae la de que Jesucristo hombre sea icono perfecto del Padre e intercesor infalible ante Él.
Estas verdades de fe, aunque nos impresionen por su elevación, deben despertar en nosotros el gozo de la esperanza. La vida íntima de la divinidad, revelada por Nuestro Señor, no es un concepto etéreo inalcanzable para nosotros. Al contrario, somos invitados por Él a participar de su alegría insuperable por toda la eternidad, como proclama el Apocalipsis: «Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero» (19, 9).
Dios y hombre verdadero
En aquel tiempo, dijo Jesús a Tomás: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí».
Con estas palabras el Señor declara ser, al mismo tiempo, mediador perfecto y término final de la mediación.
En efecto, como hombre, Él es el camino para que lleguemos al Padre y tengamos acceso a la gloria. Por eso, en su vida terrena Jesús invitaba a sus discípulos a seguir sus pasos, renunciando a sí mismos y cargando con su propia cruz. Además, por su humanidad santísima recibimos auxilios superabundantes para recorrer el camino de la salvación de forma eximia, especialmente por la gracia distribuida en los sacramentos, instituidos en virtud de los méritos infinitos de su Pasión.
Por su divinidad, Jesús es también la meta que se ha de alcanzar: la verdad y la vida. Nuestro premio será obtener la gracia de la unión con Él, y en Él con el Padre, por toda la eternidad: «Yo en ellos, y tú [Padre] en mí, para que sean completamente uno» (Jn 17, 23).
El Hijo es la verdad, es decir, el conocimiento perfecto de Dios, como afirma San Pablo: «Reflejo de su gloria, impronta de su ser» (Heb 1, 3); y es la vida, es decir, la fuente de toda gracia y toda gloria distribuida en la tierra y en el Cielo a los hombres, haciéndolos bienaventurados: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 4). Debemos tender a Jesús como nuestra recompensa y nuestro consuelo infinitamente grandes.
La imagen del Dios invisible
«Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto».
En su formulación, este pasaje contiene un atisbo de misterio. Sabemos que ver la esencia de Dios, tal como Él es, constituye el premio que nos está reservado en el Cielo, júbilo y exultación sin límites. Algunos santos, como Santo Tomás de Aquino, creen que es posible participar de una chispa de esta gracia, de forma pasajera, aún en la tierra. Sin embargo, la visión estable y opaca solamente se logrará en la eternidad.
Entonces, ¿a qué alude el divino Maestro cuando afirma que los discípulos, habiéndolo conocido, ya conocieron y vieron al Padre? ¿Podría ser una mención de la visión beatífica? No parece probable. Posiblemente se refiere a ciertos esplendores de la divinidad que, mediante la gracia, los suyos pudieron admirar en distintas ocasiones.
El punto auge de esta teofanía se dio en la Transfiguración, pero sólo tres apóstoles presenciaron tal episodio. Es cierto, por tanto, que en algunos momentos de convivencia con Jesús sus seguidores más cercanos vieron con los ojos del corazón determinados destellos de su naturaleza divina, intensos y evidentes, lo que los llevó a alcanzar el vértice de la virtud de la fe. Debió haberles quedado claro que Él era «imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura» (Col 1, 15), de suerte que todos los Apóstoles, incluidos Felipe y Santiago, pudieran afirmar con San Juan en el prólogo de su Evangelio: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1, 14).
En este sentido, quien veía al Hijo con mirada interior pura era elevado por una acción sobrenatural a las alturas de la Trinidad, y de algún modo, dada la igualdad de las Personas divinas, al conocer al Verbo conocía también al Padre y al Espíritu Santo.
La divina reprensión
Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta».
Felipe, sin embargo, parece que no entendió el significado de las palabras del Maestro, sin duda porque no había fijado en su alma las impresiones sobrenaturales dejadas por las gracias actuales concedidas en convivencia con el Hijo. Esta superficialidad de espíritu, tan propia de los hombres doblegados bajo el peso del pecado original, fue la gran enemiga de la evangelización llevada a cabo por Jesús. Tuvo que enviar al Espíritu Santo para recordarles a sus discípulos lo que habían visto y oído, «desempolvando» de su memoria estos sacrosantos recuerdos y devolviéndoles todo su brillo.
Jesús le replica: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”?».
Nuestro Señor reprende amorosamente al discípulo por la petición inoportuna y poco delicada, la cual parece contradecir la enseñanza que Él acababa de formular. Expresando de manera discreta su disgusto por la infidelidad de los suyos, el divino Maestro los acusa de no haber valorado la convivencia con Él, dejando caer a la vera del camino tantas iluminaciones y comunicaciones divinas.
El hombre que no valora la acción divina en su alma termina pareciéndose a un pájaro sin alas, siempre frustrado por el hecho de no poder emprender el vuelo. Acostumbrémonos, pues, a tratar con veneración, respeto y afecto las mociones de la gracia que el Espíritu Santo nos concede. Necesitamos recordarlas, ser agradecidos por haberlas recibido y, en función de ellas, crecer cada vez más en el amor a Dios.
De lo contrario, en el día de nuestro juicio esas dádivas celestiales pesarán contra nosotros como talentos que no dieron lucro y seremos reprobados por nuestra mala gestión. No hay don más precioso, amigable y espléndido que el de la gracia; hagamos de él nuestro único tesoro.
El misterio de la verdadera unión
«¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras».
Retomando el comentario introductorio, debemos decir que cualquier unión que exista entre los hombres, e incluso entre los ángeles, es sólo una pálida figura, bastante imperfecta, de la verdadera unión entre las Personas de la Trinidad.
Para los discípulos, esto era una novedad. Si el Señor no la hubiera revelado, ningún hombre podría haber alcanzado tan elevada realidad. «El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras», lo que equivaldría a decir: «Él está en mí y yo estoy en Él por completo, de forma ontológica y no figurada ni simbólica».
Ésta es la verdadera unión, de la cual participaremos de algún modo cuando estemos en el Cielo y Dios sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).
La evidencia de los milagros
«Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras».
El divino Maestro hace un llamamiento a la evidencia de las obras. Si los resplandores divinos no habían sido cuidadosamente conservados por los Apóstoles, dejándolos ciegos ante el fulgor de la divinidad, al menos los signos grandiosos que habían presenciado con frecuencia inusitada deberían haberles dado la certeza de la permanencia del Padre en el Hijo.
En efecto, ningún profeta en la tradición multisecular de Israel había realizado las hazañas de Nuestro Señor, ya sea en número o en calidad. Las cataratas más caudalosas dan una pálida idea de los prodigios inéditos que salieron de sus manos dadivosas. Ninguna enfermedad, ni siquiera la muerte, resistía a la fuerza de su benevolencia invencible. «Si [sus obras] se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir» (Jn 21, 25), bien lo sintetizó el Discípulo Amado.
Obras aún mayores
«En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre».
Este versículo encierra una promesa admirable: los que tengan fe obtendrán la gracia de hacer obras aún mayores que las del Señor mismo. ¿Significa esto que el Maestro será superado? No. Sus discípulos realizarán obras más grandes porque Él va al Padre, es decir, porque, victorioso y sentado a la diestra de la Majestad divina en el Cielo, Jesús demostrará por las manos de los suyos un poder aún superior.
Y bien se puede suponer que Él manifestará una fuerza siempre creciente a medida que la consumación de los tiempos se acerque.
El arma de la oración
«Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré».
Para que esta potencia divina se manifieste cada vez más, mediante la realización de nuevas maravillas y prodigios, es necesario usar el arma de la oración. La fe, aumentada por la certeza de la Resurrección de Cristo y de su glorificación, debe transformarse en santa audacia, que lleve a los discípulos a pedir con osadía y plena confianza gracias difíciles e incluso imposibles, que glorifiquen de manera extraordinaria a nuestro Buen Dios. Así, el Padre será glorificado en el Hijo que, usando a sus fieles como instrumentos, hará portentos cada vez mayores.
Aplicando esta enseñanza a nuestro tiempo, hemos de compenetrarnos del deber de implorar con tenacidad y constancia el triunfo del Inmaculado Corazón de María sobre las fuerzas de las tinieblas, que amenazan con arruinar completamente a la Iglesia y al mundo. Con nuestras oraciones le daremos al divino Vencedor la oportunidad de atender a la petición formulada en el padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino; hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo».
Ésta será la más éclatante, imponente y rutilante réplica de la Santísima Trinidad contra sus enemigos, en la conturbada y gloriosa historia de los hombres.
III – Estamos llamados a participar en esa unión
En este tiempo pascual exultamos por habernos sido revelado el secreto del gran Rey, es decir, la vida íntima de la Santísima Trinidad. El hecho de que las Personas divinas —espirituales, diáfanas y santas— permanezcan unas en otras, compartiendo en plenitud el mismo ser de Dios, nos habla de la unión perfecta, insuperable y gloriosa con la que sueña nuestro corazón, incluso sin tenerlo explícito.
Sí, porque el hombre está llamado a esa unión y creado para participar en ella. ¿Por ventura las ilusiones románticas no son una forma espuria de dar rienda suelta a ese sentimiento superior, que lo impulsa a buscar a alguien con quien unirse por completo? Y si las idealizaciones pueriles y superficiales del sentimentalismo no constituyen más que un craso error, ¿estaría en el alma humana por mera casualidad el anhelo interior de unión absoluta con quien sería capaz de hacerlo feliz? No. Así como existe un deseo natural de Dios, del que se han ocupado ilustres teólogos, también se encuentra en el corazón del hombre una inclinación fortísima y dominante a la completa unión con la Santísima Trinidad, unión que constituye la felicidad sin mancha que tanto anhela.
Esta unión fue alcanzada de manera eximia e insuperable por María Santísima, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Paráclito. Elevemos a Ella nuestra mirada confiada y pidamos, por intercesión de los santos Felipe y Santiago, la gracia de rezar, trabajar y luchar en esta vida con el alma llena de fe, a fin de alcanzar en el Cielo la más perfecta unión posible con aquel que nos creó para sí y quiere ser uno con nosotros, superando nuestras mejores expectativas.