¿La vida interior es ociosa?

Publicado el 08/25/2022

El hombre está situado entre las cosas de este mundo y los bienes espirituales, en los cuales se encuentra la felicidad eterna. Cuanto más se apega a los unos, más se aleja de los otros. En la balanza siempre, al subir uno de los platillos baja el otro la misma distancia.

Juan Bautista Chautard, OCSO

Este volumen se dirige exclusivamente a los hombres de obras animados de un deseo ardiente de sacrificarse, que pudieran no tomar las medidas necesarias para que su sacrificio en favor de las almas sea fecundo, sin menoscabo de su vida interior.

Estimular a los pretensos apóstoles que rinden culto al descanso; galvanizar las almas adormiladas en brazos de un egoísmo iluso, fomentador de la inactividad, como medio de crecer en la piedad; sacudir la indiferencia de los indolentes; que pudieran cargar con algunas obras, con miras a ventajas u honores, con tal que no se perturben su quietud ni su ideal de tranquilidad… esta tarea no entra en nuestro propósito, porque exigiría una obra especial.

Dejando a otros el trabajo de hacer comprender a esos apáticos las responsabilidades en que incurren ante Dios con una existencia que Él quiere que sea activa, y el demonio, de acuerdo con la naturaleza caída se empeña en hacer infecunda por falta de actividad y de celo, volvamos a nuestros queridos y venerables compañeros, a quienes estas páginas están reservadas.

No existe comparación que pueda expresar la intensidad infinita de la actividad encerrada en el seno de Dios.

La vida interior del Padre es tal que engendra una persona divina.

De la Vida interior del Padre y del Hijo procede el Espíritu Santo. La Vida interior comunicada a los Apóstoles en el Cenáculo inflamó inmediatamente su celo. Esta Vida interior es un principio de celo para toda persona instruida que no se empeñe en desfigurarla.

Pero aunque la vida de oración no se manifestara en las obras exteriores, es en si misma y en su intimidad una fuente de actividad incomparable. Se equivocan quienes ven en ella una especie de oasis en que refugiarse para llevar una vida plácida.

Con saber que es el camino más directo que conduce al reino de los cielos, le cuadra con toda exactitud el texto que dice el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.”( Mt 11,12)

Tres clases de trabajos

Don Sebastián Wyart, curtido en los trabajos del ascetismo, en las fatigas militares, en el estudio y en los cuidados que lleva consigo el cargo de Superior, solía repetir con frecuencia que hay tres clases de trabajos:

1. El trabajo físico casi en su totalidad, de los que ejercen un oficio manual, como los labradores, los artesanos y los soldados. Este trabajo, decía, es el menos rudo de todos, aunque se crea otra cosa.

2. El trabajo intelectual del sabio, del pensador que se fatiga en la búsqueda tan ardua, a veces, de la verdad; el del escritor o profesor consagrados con intensidad a comunicarla a otras inteligencias; el del diplomático, del hombre de negocios, del ingeniero, etcétera; los esfuerzos mentales del general durante la batalla, para prever, dirigir y decidir. Este segundo trabajo es más penoso que el anterior. Lo indica el adagio que dice: el acero gasta la vaina.

3. El trabajo, en fin, de la vida interior. “De los tres es el más fatigoso cuando se toma en serio”(1). Ahora que también es el que consuela más. Y es también el más importante porque no perfecciona al hombre en una profesión determinada, sino en su propia formación. ¡Cuántos que se glorían de su valer y arrestos en los dos primeros géneros de trabajos, con los que se conquistan la fortuna y el triunfo, claudican como cobardes y perezosos cuando se trata del trabajo de la virtud!

El esfuerzo constante en dominarse a si mismo y a cuanto nos rodea para no obrar en todo sino por la gloria de Dios, es el ideal del hombre que quiere adquirir la vida interior. Para lograrlo pone todo su esfuerzo en estar siempre unido con Jesús, medio el más eficaz de tener la mirada fija en el fin que pretende y pesarlo todo a la luz del Evangelio. Así, repite con San Ignacio: ¿A dónde debo ir y con qué propósito? (2). De esa manera, todas sus potencias, inteligencia, voluntad, memoria, sensibilidad, imaginación y sentidos, conspiran a ese fin.

Pero, ¡qué trabajos los suyos para llegar a ese resultado! Ya se mortifique o se permita algún agrado permitido; ya reflexione o ponga en práctica sus pensamientos; ya trabaje o descanse; ya ame el bien o rechace el mal; ya sienta ansias o temores; ya acepte la alegría o la tristeza; ya esté lleno de esperanza o de miedo; indignado o tranquilo; siempre y en todas las cosas se esfuerza en mantener tercamente, obstinadamente, el timón en la dirección de la voluntad de Dios.

Cuando ora, sobre todo al pie del Tabernáculo, se aísla en absoluto de las cosas visibles, para poder tratar con el Dios invisible, como si lo viera (3). Aun en medio de sus trabajos apostólicos, aspira a realizar el ideal que San Pablo admira en Moisés.

Ni las adversidades de la vida, ni las tempestades levantadas por las pasiones, nada puede desviarle de la línea de conducta que se ha trazado. Por otra parte si flaquea un momento, inmediatamente se repone, y emprende con más brío y decisión la marcha hacia adelante. Admirable resistencia. ¡Ah, cómo se palpa la recompensa que Dios concede aun en este mundo, a quien no desmaya ante el esfuerzo que exige ese trabajo, colmándolo de alegrías especiales!

¡Vengan, vengan los hombres del mundo más metidos en negocios y ocupaciones a ver si su trabajo admite comparación con el nuestro!

¿Quién no lo ha probado? Cuántas veces cargaríamos con largas horas de un trabajo penoso, a cuenta de evitar nos media hora de oración bien hecha, la asistencia devota a la misma, y el rezo del Oficio divino (4).

El P. Faber escribe con amargura que para algunos “los quince minutos de acción de gracias de la Comunión, son los más fastidiosos de todo el día”. Si se trata del breve Retiro de tres días, ¡con qué repugnancia algunos lo reciben!

Prescindir durante tres días de la vida fácil, aunque esté llena de ocupaciones; y vivir de lo sobrenatural, infiltrándolo en todos los detalles de la existencia; forzar el espíritu a que durante ese tiempo lo vea todo a los resplandores únicos de la Fe, y el corazón a que todo lo olvide menos a Jesús y su vida; vivir enfrentado consigo mismo, poniendo al desnudo las propias miserias y las flaquezas del espíritu; purificar el alma en el crisol del propio examen, siendo inexorables en la acusación, todo esto presenta una tal perspectiva que hace retroceder a gran número de personas, que por otra parte estarían dispuestas a toda clase de esfuerzos, cuando se trata de un desgaste de actividad puramente natural.

Y si sólo tres días de esta clase de ocupaciones parecen tan penosos, ¿cómo reaccionará la naturaleza ante la idea de una vida entera sometida al régimen gradual de la vida interior?

No hay duda de que en este trabajo de desprendimiento, la gracia tiene una gran parte y hace el yugo suave y la carga ligera. Pero ¡cómo tiene que trabajar y esforzarse el alma! Siempre le costará enderezarse en el camino recto

Santo Tomás explica esto muy bien cuando dice: “El hombre está situado entre las cosas de este mundo y los bienes espirituales, en los cuales se encuentra la felicidad eterna. Cuanto más se apega a los unos, más se aleja de los otros” (5).

En la balanza siempre, al subir uno de los platillos baja el otro la misma distancia.

Aquella catástrofe primitiva del pecado original al trastornar la economía de todo nuestro ser, hizo que este doble movimiento de atracción y repulsión cueste mucho trabajo. Para restablecer y conservar por medio de la vida interior el orden y el equilibrio en ese “microcosmos” que es el hombre, son necesarios trabajo, fatiga y sacrificio. Se trata de reconstruir un edificio derruido y de preservarlo de un nuevo derrumbamiento.

Desprender constantemente de los pensamientos terrenos, por medio de la vigilancia, la renuncia y la mortificación, este corazón nuestro, agobiado con todo el peso de la, naturaleza corrompida, Gravicorde (Ps IV); reformar el propio carácter especialmente en aquellos puntos en que menos se parece a la fisonomía del alma de Nuestro Señor, o sea, en la disipación, cólera, complacencias internas o externas, manifestaciones de soberbia o de naturalismo, dureza, egoísmo, falta de bondad, etc., resistir al halago del placer actual y sensible con la esperanza de una dicha espiritual, de la cual no se gozará sino al cabo de una larga espera; soltar todas las amarras amor del mundo; hacer del conjunto de las criaturas, deseos, codicias, concupiscencias, bienes exteriores, voluntad y propio juicio, un holocausto sin reservas…, ¡vaya tarea hercúlea!

Y, sin embargo, todo esto no es sino la parte negativa de la vida interior. Después de esta lucha cuerpo a cuerpo que hacia gemir a San Pablo (6), y que el P. Ravignan expresaba con esta frase: “¿Vosotros me preguntáis qué he hecho en el noviciado? Yo os lo diré. Éramos dos. He arrojado al otro por la ventana y me he quedado solo”; después de ese combate sin descanso contra un enemigo siempre dispuesto a renacer, es preciso proteger contra las menores asechanzas del espíritu natural a un corazón que, purificado por la penitencia, se encuentra actualmente, consumido del deseo de reparar los ultrajes inferidos a Dios, de desplegar todas las energías en tenerlo únicamente pegado a la belleza invisible de las virtudes que desea: adquirir para imitar las de Jesucristo y de esforzarse en conservar hasta en los menores detalles de la existencia una: confianza absoluta en la Providencia.

Esta es la parte positiva de la vida interior. ¿Quién no imagina el campo ilimitado que ofrece para trabajar?

Trabajo íntimo, asiduo y constante, con el cual precisamente el alma adquiere una facilidad maravillosa y una sorprendente rapidez en la ejecución de las tareas apostólicas. Unicamente la vida interior posee este secreto.

San Bernardo de Claraval

Las obras inmensas llevadas a cabo, a pesar de su precaria salud, por un Agustín, un Juan Crisóstomo, un Bernardo, un Tomás de Aquino, un Vicente de Paúl, etc., nos llenan de asombro. Pero más nos maravilla el ver que todos esos hombres, a pesar de sus incesantes trabajos, se mantenían en la más constante unión con Dios.

Poniendo mediante la contemplación los labios de su espíritu en la fuente de la Vida, estos Santos recibían de ella una capacidad de, resistencia en los trabajos, mayor que la del resto de los mortales.

Esto mismo venía a decir un gran obispo cargado de negocios a un hombre de Estado ocupadísimo también, al preguntarle éste cuál era el secreto de la serenidad que reinaba en su espíritu y de los admirables resultados de sus obras.

—“A todas vuestras ocupaciones, mi querido amigo, —le dijo el obispo—, añade todas las mañanas media hora de meditación. Despacharéis más fácilmente vuestros asuntos y aún podréis tomar otros más”.

San Luis IX de Francia

En fin, ¿no sabemos que San Luis, Rey de Francia, en las ocho o nueve horas diarias que consagraba a los ejercicios de la vida interior, encontraba el secreto y la fuerza necesaria para atender a los asuntos del Estado y al bien de sus súbditos con tal solicitud que, según confesión de un orador socialista, jamás ni en nuestra época se ha hecho en favor de los obreros lo que hizo aquel santo Rey?

Tomado del Alma de todo apostolado, Capítulo V; pp. 35-39

Notas

1) Motu Propio de Pío X, del 22 de noviembre de 1903.

2) Unirse a la oración de otro puede conducir a un estado avanzado de oración. Testigo, aquel aldeano que se ofreció a llevar los equipajes de San Ignacio y sus compañeros. Cuando los Padres llegaban a un mesón y se recogían en una habitación apartada para orar, él se ponía de rodillas como ellos. Un día le preguntaron qué hacía cuando se arrodillaba con ellos. “No hago otra cosa, les respondió, que decir: “Señor, estos hombres son unos santos y yo soy una bestia de carga; yo quiero hacer lo que ellos. Esto es lo que le ofrezco al Señor”. (Cf. RODRÍGUEZ, ALONSO, Teología de la perfección y virtudes cristianas 1ª. Parte, tratado 5.°, capítulo XIX).

3) Pío X, op. Cit.

4) El sacerdote y el mismo pontífice, cuando sin ejercer función alguna asisten a una ceremonia para su provecho espiritual, lo hacen como el simple fiel, en virtud de su carácter de cristianos.

5) Rom. 12, 4, 5.

6) 1 Cor. 12, 12.



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