Más que analizar estos o aquellos documentos que son “luces de la Civilización Cristiana”, el Dr. Plinio nos revela un panorama grandioso de la creación del mundo visible e invisible, penetrando inclusive en lo sobrenatural, haciendo sapienciales comentarios respecto de la admiración.

Plinio Corrêa de Oliveira
Cuando estudiamos la Historia de la Edad Media, consideramos con mucha frecuencia los grandes personajes que nos parece que son los más característicos de aquella época histórica, y tenemos toda la razón en eso.
Se estudia a Carlomagno, a San Luis IX, rey de Francia, a San Fernando, rey de Castilla, a Santo Tomás de Aquino, a San Gregorio VII, de modo eminente. Pero, de hecho, esos grandes personajes no representan toda la Edad Media.
Tendencia continua para lo más perfecto, más santo, más elevado
Había en aquella época un espíritu de Fe en toda la masa de la población, que hacía que cualquier persona, un hombre de la calle, tuviese una mentalidad construida fundamentalmente de modo distinto del hombre contemporáneo, y que se reflejaba en todo el tenor de vida, en el modo de pensar y de vivir del medioevo.
¿En qué estaba esa diferencia de mentalidad? El hombre medieval a pesar de inculto, muchas veces analfabeto, tenía el espíritu formado de tal manera que, a propósito de cualquier cosa que encontrase delante de sí, buscaba lo más elevado.
Imaginemos un hombre modesto, un copista, un calígrafo, que tenía sobre la mesa pergamino, material en general para su arte, navajas afiladas para cortar el pergamino, y una campanilla para llamar al empleado, a la mujer, a sus hijos. La norma de su alma debía hacerse de tal manera que quisiera que todos estos objetos lo llevaran a consideraciones de carácter superior.
Y entonces, si mirando espontáneamente la campanilla se daba cuenta que era fea, su espíritu tenía una forma de elevación tal que esculpía el mango de madera de la campanilla para que quedara bonita. Si tenía una navaja para cortar el pergamino, normalmente se complacería en hacer que estuviese afilada de tal manera que la belleza del metal apareciese enteramente y que el mango de la navaja no fuese apenas práctico, sino bonito, en el cual estuviese esculpida la figura de un santo. Y en lo alto de la campanilla pondría una cruz.
Cuando escribiese una cosa caligrafiada, no se limitaría a hacer letras para que eso fuese leído, sino que pensaría en diseñar una miniatura: la letra inicial mayúscula bonita, con un pájaro volando, o un Santo dentro con aureola de santidad, rezando, o con el Rosario entrelazado en las letras “O” o “A”.
Es decir, inclusive los más humildes hombres del pueblo en todo manifestaban una tendencia a lo más perfecto, más santo, más bello, continuamente. Una especie de insaciabilidad no intemperante, más una presión saludable y continua del alma para lo mejor, lo más perfecto, bajo todos los puntos de vista. Eso indicaba un movimiento de alma de no contentarse nunca con lo que tiene, pero siempre a propósito de lo que ve, procurar algo más elevado.
La base de todas las virtudes es el espíritu admirativo
Estas consideraciones nos ayudan a hacer una crítica exacta del mundo que nos rodea. O el círculo social al cual pertenecemos está orientado hacia lo admirable, tiene el espíritu admirativo, le gusta comentar y considerar siempre lo más alto, lo más perfecto, y por ahí tiende para Dios, o es un espíritu ateo, porque hace abstracción del Creador completamente, y de las cosas intermediarias que nos conducen a Él.
San Juan tiene aquella frase famosa: “Quién no ama al prójimo a quién ve, no podrá amar a Dios a quién no ve” (cfr. 1 Jn 4, 20). Entonces también es verdad que esa posición de admiración por las cosas terrenales rectas es una condición para que admiremos a Dios, porque el mismo principio se puede aplicar: “Si vosotros no admiráis las cosas que veis, ¿cómo podréis admirar a Dios que no veis?” Por lo tanto, esa tendencia para la admiración, esa prontitud de espíritu para respetar, alegrarse con lo que es elevado, superior, noble, debe ser de todas las clases sociales, desde la más modesta hasta la más alta. Según esa tendencia debemos juzgar el valor religioso de un ambiente que frecuentamos.
Una civilización que perdió la belleza y la admiración se vuelve atea
Si analizamos las construcciones del mundo contemporáneo, no encontramos el menor interés de hacer algo elevado. No es por falta de dinero, sino por un estado de espíritu. Porque en la Edad Media hasta las habitaciones más pobres se adornaban.
Pero es tal ese estado de espíritu que, si vamos subiendo en la escala social, veremos que la mentalidad es la misma.
Si es verdad que hay cada vez más bienestar, sin embargo, existe cada vez menos belleza. El pulchrum va desertando del interior de los hogares ricos. Y esa fuga de lo bello y de lo elevado se va generalizando cada vez más, sobre todo en las camadas superiores de la sociedad, a punto de que estamos en una inversión: las formas de ser de la clase más baja son imitados por las más altas. Castigo de quién perdió el espíritu de admiración, no comprendió que debe respetarse, admirarse y hacerse admirar, para el bien de los otros, pero que procura apenas el gozo de la vida.
Tenemos una civilización sin admiración, sin belleza que, porque perdió la belleza y la admiración, es una civilización atea. Eso debe ser tomado muy en serio, pues para que seamos auténticos contrarrevolucionarios, o hacemos la crítica de las almas y de los ambientes con admiración, o la Revolución nos devora. Es necesario, por lo tanto, un verdadero examen de conciencia continuo para que podamos mantener en nosotros ese espíritu de admiración.
Alguien podría objetar:
– ¿Dr. Plinio, no es una cosa inventada por usted?
– En ningún manual católico dice eso.
– Todos lo dicen, desde que sean bien leídos y entendidos.
Cuando la Sagrada Escritura afirma que los cielos y la tierra narran la gloria de Dios (Cfr. Sl 18), ¿qué quiere decir eso? La gloria es un objeto de admiración. Por lo tanto, los cielos y la Tierra narran lo que en Dios hay de admirable, de glorioso. ¿El cielo y la Tierra no fueron hechos para que conozcamos a Dios? Si narran su gloria, entonces debemos tener un espíritu ávido de admirar la gloria en todo. ¡Claro, evidente!
Consideremos las catedrales hechas por la Iglesia, todas ellas admirables. ¿Por qué? Porque la Iglesia quier modelar por la admiración a sus hijos. Entonces, los vitrales, los órganos, la Liturgia, la música sagrada, todo tiende para la admiración. El alma verdaderamente católica debe procurar lo admirable en todo, aunque sea una persona de una cultura y de una inteligencia muy común, su alma debe volverse para eso.
Extraído de conferencia de 8/2/1979