La voz de Dios aún se deja oír

Publicado el 09/02/2025

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Jesús cura a los enfermos, de Giusto de Menabuoi – Baptisterio de San Juan Bautista, Padua (Italia)

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

104 En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza, porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios. «En los libros sagrados, el Padre que está en el Cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos».

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Al leer los santos evangelios y maravillarnos con lo que es narrado en ellos acerca del Hombre-Dios, probablemente haya surgido alguna vez en nuestro interior la siguiente exclamación: «¡Qué gracia inmensa recibieron aquellos que convivieron con el Señor! Qué no daríamos por estar con Él, contemplar su mirada, escuchar sus divinas palabras… Si en esa época hubiera existido el magnetófono, con qué santa avidez habríamos grabado sus discursos, para no olvidarlos jamás».  

Pues bien, sabiendo Dios cuán necesario era que toda la humanidad escuchara su voz a lo largo de la historia, «grabó» su palabra en un «dispositivo» que la reproduciría para siempre en el mundo entero: la Sagrada Escritura.

De hecho, cuando abrimos la Biblia y leemos las inspiradas palabras del Espíritu Santo, ocurre algo más que cuando oímos un sonido reproducido en una simple grabadora. No sólo escuchamos lo que Dios dijo en el pasado, sino que su voz resuena en el presente y se actualiza. Es como si Él mismo se comunicara con nosotros estando delante de cada uno. Por eso debemos venerar tanto las Escrituras y leer con verdadero amor las palabras en ellas contenidas. Con el mismo amor que mostraba a los Apóstoles, ¡Jesús nos habla ahora!

Ni de noche ni de día debe apartarse de nuestra boca la Palabra de Dios y, como pondera San Atanasio,1 incluso deberíamos saber de memoria algunos pasajes, como los salmos. San Jerónimo, 2 por su parte, le recomienda a Santa Eustoquia que el sueño la sorprenda con las Escrituras en las manos, y que sobre una página sagrada caiga su cabeza de cansancio.

En efecto, el Señor dijo en el Evangelio: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Y a nosotros también nos repite esta invitación, llamándonos a que descansemos nuestra frente fatigada sobre los libros santos, tal como lo haríamos sobre su sagrado pecho.

Descarguemos en el Salvador nuestras preocupaciones (cf. 1 Pe 5, 7) y escudriñemos con amor la divina Revelación, pues, como señala San Juan Crisóstomo,3 sea cual fuere la desgracia que nos aflija, en la Biblia encontraremos el remedio adecuado, que ahuyenta todo pesar. Entonces, por muy difícil y tenebrosa que sea nuestra situación, podremos afirmar con Santa Teresa del Niño Jesús: «[Cuando cojo la Sagrada Escritura] todo me parece luminoso, una sola palabra descubre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil, veo que basta reconocer su propia nada y abandonarse como un niño en los brazos del Buen Dios».

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1 Cf. SANTO ATANASIO. De virginitate, n.º 12: PG 28, 266.

2 Cf. SAN JERÓNIMO. Epístola XXII, n.º 17.

3 Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Homilías sobre el Génesis. Homilía XXIX, n.º 1.

4 SANTA TERESA DE LISIEUX. Carta 226. Al P. Roulland.

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