
Con la experiencia que San Francisco de Asís tenía de la vida espiritual, no podía menos que ser un excelente director de sus discípulos. Les enseñaba, sobre todo, a no temer las tentaciones. «Te digo en verdad -explicó a un hermano tentado- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo.
Johannes Jørgensen
Con la experiencia que […] tenía Francisco de la vida espiritual, no podía menos que ser un excelente director de sus discípulos.
Les enseñaba, sobre todo, a no temer las tentaciones. «Te digo en verdad –explicó a un hermano tentado- que nadie ha de creerse servidor de Dios hasta haber pasado por tentaciones y tribulaciones. La tentación vencida -añadió aún- es, en cierto modo, el anillo con que el Señor desposa consigo el alma de su siervo». Otras veces tornaba a su imagen favorita del papel de guastaldi o gendarmes de Dios que desempeñan los demonios.
Refiriéndose a Fray Bernardo de Quintaval, habló así: «Os digo que para probar al hermano Bernardo han sido asignados demonios muy astutos y los más malos entre los malos; pero, por más que se empeñen incansables en hacer caer del cielo la estrella, el resultado, sin embargo, será muy otro. Cierto que será atribulado, aguijoneado, congojado, pero al fin triunfará de todo. Al acercársele la muerte, calmada toda tempestad, ya vencida toda tentación, disfrutará de admirable serenidad y paz, y al término de la carrera de la vida volará felizmente a Cristo». Y, en efecto, así sucedió. En los últimos años de su vida se halló el alma de Bernardo completamente libre de lo terreno y, según la expresión de Fray Gil, «se alimentaba volando, como hacen las golondrinas».
A veces se iba a los montes y durante veinte días y hasta un mes, según cuentan las Florecillas, andaba errando por las más altas cimas, absorto en le contemplación de las cosas del cielo. Al momento de morir dijo a los hermanos que le rodeaban: «Ni por mil mundos como éste que dejo consentiría yo en servir a otro amo que a mi Señor Jesucristo», y radiante de sobrehumana alegría voló a la patria de los santos.
Otro de los discípulos de San Francisco que era también muy molestado de graves tentaciones fue Fray Rufino, a quien, como a su maestro, andaba siempre soplando al oído el enemigo antiguo que perdía su tiempo y sus penitencias, porque no era del número de los predestinados. Un día se imaginó ver al mismo Jesucristo en persona que le decía: «¡Oh hermano Rufino! ¿A qué viene macerarse con penitencias y rezos, si tú no estás predestinado a ir a la vida eterna? Créeme, yo sé muy bien a quiénes he elegido y predestinado, y no creas a ese hijo de Pedro Bernardone si te dice lo contrario. Y no le preguntes sobre esto, porque ni él ni ningún otro lo sabe, sino yo, que soy el Hijo de Dios. Créeme, pues, si te digo que tú eres del número de los condenados; y el hijo de Pedro Bernardone, tu padre, como también su padre, están condenados, y todos los que le siguen están engañados».
Desde aquel mismo instante, densas tinieblas envolvieron el alma del mísero Rufino, y perdió toda la confianza y cariño que tenía por su maestro, y permanecía encerrado en su celda, sentado, cariacontecido, sin querer orar ni acudir a los oficios con los demás frailes. ¿A qué venía ya todo eso, si su destino era el fuego eterno en compañía del demonio y demás ángeles malos, y era el mismo Jesucristo quien se lo había asegurado?
En vano Francisco mandaba al hermano Maseo a buscarlo. Desazonado y furioso, respondía Rufino con brusquedad: «¿Qué tengo que ver yo con el hermano Francisco?» Por fin, fue éste en persona a sacar de las tinieblas a su pobre Rufino. Desde lejos ya empezó a gritarle: «¡Rufino, tontuelo!, ¿a quién has dado crédito?» Y acercándosele comenzó a demostrarle cómo era el diablo y no Cristo quien le había dicho que estaba condenado. Y le añadió Francisco: «Si vuelve otra vez el demonio a decirte: “Estás condenado”, no tienes más que decirle: “¡Abre la boca, y te la llenaré de estiércol!”, y verás cómo huye en cuanto tú le digas esto; señal de que es el diablo. Y debías haber conocido que era del demonio al ver cómo endurecía tu corazón para todo bien; éste, en efecto, es su oficio.
En cambio, Cristo bendito jamás endurece el corazón del hombre fiel, antes, al contrario, lo ablanda, como dice por la boca del profeta: Yo os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne».
Con esto comprendió Rufino el engaño, le saltó el corazón dentro del pecho y, llorando amargamente, se arrojó a los pies de Francisco, entregándose de nuevo a su dirección. En seguida se levantó lloroso, pero feliz, esforzado y consolado. No tardó el demonio en aparecérsele otra vez en forma de Cristo; pero Rufino lo recibió intrépidamente y le dijo lo que Francisco le había enseñado.
El demonio, enfurecido, se fue inmediatamente, causando tal tempestad y cataclismo de piedras que caían del monte Subasio a una y otra parte, que por largo espacio de tiempo siguieron cayendo piedras hasta abajo; y era tan grande el ruido de las piedras chocando las unas con las otras al rodar, que se llenaba el valle del resplandor de las chispas. Al ruido tan espantoso que producían, salieron del eremitorio de las Cárceles, alarmados, San Francisco y sus compañeros para ver lo que ocurría, y pudieron ver aquel torbellino de piedras. Entonces, el hermano Rufino se convenció claramente de que había sido el demonio quien le había engañado.
Volvió a San Francisco y se postró otra vez en tierra, reconociendo su pecado. San Francisco le animó con dulces palabras y lo mandó totalmente consolado a su celda. Estando en ella devotamente en oración, se le apareció Cristo bendito, le enardeció el alma en el amor divino y (…) lo dejó lleno de tal alegría y dulzura de espíritu y elevación del alma, que día y noche estaba absorto y arrobado en Dios.
Desde entonces fue de tal manera confirmado en gracia y en la seguridad de su salvación, que se halló cambiado en otro hombre, y hubiera estado día y noche en oración contemplando las cosas divinas si los demás le hubieran dejado. Por eso decía de él San Francisco que el hermano Rufino había sido ya canonizado en vida por Jesucristo y que él no dudaría, excepto delante de él, en llamarlo “San Rufino” aun estando vivo en la tierra.