Las mártires del altar

Publicado el 10/19/2021

Donde tal vez falten hijos de corazón ardiente para adorar al Dios Redentor, allí están esas mártires para ofrecerle su corta vida en oblación. La presencia de las flores da testimonio de la grandeza del sacrificio que se renueva en el altar.

La palabra latina altare significa plataforma elevada.

Con ella se designa la base, generalmente de piedra, sobre la cual, desde el principio de la humanidad, se ofrecen sacrificios al Creador.  En los primeros capítulos del Génesis vemos como Caín y Abel ya le presentaban a Dios el fruto de sus trabajos, aunque con espíritu y resultados muy distintos.

El Antiguo Testamento relata también los holocaustos ofrecidos al Señor por patriarcas y profetas como Noé, Abrahán, Isaac, Jacob, Moisés o Josué.

Sin embargo, las oblaciones de la Antigua Ley son meras prefiguras del Sacrificio perfecto, en el cual el Sacerdote eterno inmola a la Víctima inmaculada. Por esa razón, Cristo “es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna” (Heb 9, 15).

Ahora bien, en los altares del Nuevo Testamento, bañados por la preciosísima sangre del Redentor, solemos encontrar a unas silenciosas mártires que ofrecen lo mejor de su existenciapara glorificar a Jesús Sacramentado: las flores que los adornan.

Mientras están poblando campos y jardines, atraen con su delicadeza y colorido a la gente que las contempla o las coge para regalarlas.

Sólo una rosa, sobre todo si es entregada con amor filial, logra encantar a una madre. Un ramo de flores engalana con elegancia el centro de la mesa de un comedor. Ciertos arreglos de lirios, tulipanes o begonias, eximiamente cuidados, nos permiten sentirnos muy cerca del Paraíso.

Todavía más simbólico, no obstante, es el hecho de que las flores
adornen los altares del mundo entero. Como seres vivos que son, en el mismo instante en que se las separa de la planta su belleza empieza a desvanecerse. El esplendor de los pétalos relucientes revierte en pardas marcas de sufrimiento. Sus vidas son sacrificadas en un acto de alabanza al Dios que vivifica todas las cosas.

Y cuando el santo sacrificio de la Misa es celebrado sobre ese altar, las flores que lo adornan “asisten” a la Pasión incruenta de Cristo que derrama nuevamente su preciosísima sangre en nuestro beneficio.

Ojalá todos los católicos se dispusieran a glorificar con sus vidas la Redención traída por Jesús como lo hacen esos mudos testigos. Ojalá acompañaran siempre a Jesús en espíritu junto al altar, en lugar de, como tantas veces ocurre, se ausentan de la Celebración Eucarística so pretexto de estar muy ocupados.

Donde tal vez falten hijos de corazón ardiente para adorar al Creador, allí están aquellas mártires para ofrecerle su corta vida en oblación. La presencia de esas criaturas, de naturaleza tan inferior a la nuestra, da testimonio de la grandeza del sacrificio que se celebra. Descansan la vista del sacerdote, embellecen el presbiterio ante los fieles y, lo que es más importante, glorifican con su silencioso holocausto al Dios Redentor.

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