Exactamente como ocurrió hace milenios, las densas brumas del otoño acostumbran a cubrir el mar y la tierra en las frías costas del norte de Francia. En el lejano siglo IX, sin embargo, no era raro que esas brumas fueran vistas como mal presagio por los habitantes de la región. Por una razón muy comprensible.
Repetidas veces sucedió que, cuando ellos tranquilamente se preparaban para el invierno venidero, percibían de repente afiladas manchas negras delineándose en el mar, en medio de la niebla; enseguida veían horrendas figuras de fantásticos dragones con las bocas abiertas avanzando velozmente rumbo a la playa: eran los terribles navíos vikingos, llenos de guerreros sanguinarios
La infeliz aldea no conseguía resistir la horda de bárbaros piratas. En poco tiempo, las casas e iglesias eran saqueadas e incendiadas y la mayor parte de la población, masacrada o llevada como esclava. Los pocos que conseguían escapar esparcían por Europa pavorosos relatos sobre las incursiones de esos temidos “hombres del norte”.
Los vikingos hicieron sentir el peso de sus armas hasta en lugares muy distantes, como Kiev, en Ucrania, Constantinopla, en la actual Turquía, París y Marsella en la actual Francia. Durante siglos esa amenaza blandió como una pesada espada sobre el Viejo Mundo. Sin embargo, en cierto momento comenzó a disiparse, para alivio general.
Muchas son las hipótesis levantadas para explicar el cese de sus feroces ataques, pero los historiadores serios reconocen como uno de los factores de mayor relevancia la cristianización de los pueblos nórdicos.
La conversión de las altivas tribus escandinavas fue una verdadera saga, de la cual participaron hombres de gran estatura espiritual, como el misionero franco Ansgar, el germano Siegfried y los británicos David y Eskyll, los dos últimos martirizados en su esfuerzo evangelizador.
Lamentablemente, hay pocos relatos escritos sobre esas proezas apostólicas; la mayor parte de ellas, sólo Dios y los hombres que las presenciaron sabrían contarlas. Mientras, algunos bellos e inequívocos testimonios arquitectónicos fueron preservados por el tiempo, y todavía hoy podemos admirarlos en ciertas partes de Noruega: son las iglesias edificadas enteramente de madera por los vikingos cristianizados, conocidas por “Stoavkyrker” (iglesias de vigas).
Una vez convertidos, los hasta entonces feroces hombres del norte se mostraron capaces de levantar en honra al Dios verdadero templos en los cuales la robustez característica de su cultura se alía con artísticos y complejas tallas en madera.
Después de la llegada del Evangelio a aquellas tierras, se calcula que en ellas fueron construidas más de mil iglesias, entre los siglos XII y XIV. Infelizmente, menos de treinta llegaron hasta nuestros días, todas localizadas en Noruega. Varias están registradas por la UNESCO como patrimonio de la humanidad.
La tradicional técnica de construcción consistía en talar grandes troncos y ajustarlos en la horizontal, formando paredes voluminosas que se apoyaban en un esqueleto de postes verticales. El edificio era entonces finalizado con planchas de madera altas, erguidas en vertical. Algunas no pasaban de simples estructuras, casi cúbicas. Otras, sin embargo, más elaboradas, poseían varios conjuntos de tejados superpuestos, terminados en puntas ricamente talladas, cuyo estilo recuerda las proas de los antiguos navíos vikingos.
Así el pueblo que fuera otrora el terror de Europa levantó esos sólidos templos de madera. Las mismas manos que antes con ferocidad habían empuñado armas de muerte y destrucción se juntaron después ante el altar del Cordero de Dios.
No habrá sido en vano la sangre derramada por los misioneros de la antigua Escandinavia. Las sólidas y genuinas iglesias de madera que quedan en Noruega son un testimonio perenne de ese poder suave, tan característico del cristianismo, de ablandar los corazones irascibles y violentos, abriéndoles así, las puertas de la eternidad: “Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra” (Mt 5, 5)