Legado de Doña Lucilia

Publicado el 04/22/2025

Sólo un amor filial a Doña Lucilia haría posible que floreciese en torno de ella una algarabía afectuosa de tantos otros hijos. Por el modo tan especial de hablar sobre ella y ponerla en foco, surgió uno de los aspectos más penetrantes y fecundos de la gran acción que Mons. João desenvolvió en el Grupo.

Plinio Corrêa de Oliveira

Mi trato con Doña Lucilia era del modo más cariñoso posible. Creo que nunca se vio a un hijo ser más afectuoso con su madre que lo que fui yo. La trataba de “mi bien” a los torrentes. ¡Pero eso era lo mínimo de todo lo que le decía!   

Doña Lucilia un mes antes de su fallecimiento

Discreción al elogiarla

Varias veces analicé a mi madre implacablemente, porque quería tener la absoluta certeza de que mi apreciación de su persona era real, no me dejé llevar por lo que se podría llamar las respetables flaquezas del amor filial, y, por supuesto, no hacer de ella una imagen mejor de lo que sería la realidad. La examiné inexorablemente, la sometí a una especie de test y puedo decir — con entera precisión y objetividad— que siempre salió victoriosa, con naturalidad, sin percibir ni de lejos que estaba siendo observada o probada.

Todo lo que ella hacía, yo me daba cuenta de que era como debería ser.

No encuentro palabras adecuadas para expresar esto, por causa de la emoción que el hecho me da.

Alguien podría decir: “¿pero por qué usted no nos dijo esto antes?” Por estas y aquellas razones, soy extremadamente discreto al tratar de mi madre. No porque tuviera alguna duda respecto a ella, sino porque a nadie quería dar la impresión que en algo la devoción a ella, fue estimulada y favorecida por el afecto de un hijo que la quería inmensamente.

Frialdad incomprensible de los familiares y amigos

Por otro lado, viéndola tan descuidada por la familia, percibía que el bien que ella me hacía era una acción puramente individual. En el Evangelio de San Juan leemos este pasaje: “Quotquot autem receperunt eum, dedit eis potestatem filios Dei fieri, his qui credunt in nomine ejus” (Jn. 1,11). Nuestro Señor vino entre los que eran de Él —o sea, nació en la familia de David, en la Casa de David, en el pueblo de David como convenía—, pero estos no lo recibieron. Esto se podría decir de Doña Lucilia: ella nació donde le era propio, más los que eran de ella no la acogieron.

En una u otra ocasión, ella conoció miembros del Grupo que también la trataron con total indiferencia. Cierta vez, uno de esos me dijo: “Doña Zili (hermana de Doña Lucilia) me parece mucho más simpática que Doña Lucilia, no hay comparación”. Si no fuera porque está de por medio el interés de la Causa Católica, era mejor abrir las puertas y sacarlo. Esa, la dejé pasar.

Viendo esas actitudes, nunca imaginé que la presencia de ella hiciera algún tipo de bien al Grupo.

Ahora bien, no comprendía el porqué de esa postura ante ella. ¿Habría una persona más apropiada para disipar la frialdad que ella? Todavía viva, varias veces me puse este problema: “Si yo no fuese su hijo sino su sobrino, ¿Cómo sería mi relación con ella?

El Dr. Plinio el 25 de febrero de 1995

Y concluía: “Sería casi el mismo”. Sólo no sería idéntico, por una única razón: yo no tendría las mismas ocasiones de encontrarme y estar junto a ella. Por lo demás, sería lo mismo.

También imaginaba: ¿Y si ella fuera una persona que la conociese en la sociedad, qué actitud tendría yo? Sería la misma. Creo que, en cualquier lugar del mundo que la hubiese conocido, hubiese sido atraído por esa mirada de ella, por su modo de ser y habría hecho una amistad con ella indestructible. También tengo la impresión que yo habría sido muy del agrado de ella.

¿Cómo era posible quedar frío delante de esa bondad? ¿Cuándo ella los saludaba, no sentían su benevolencia? ¡Yo no comprendía!

Hecha para tener millares de hijos

Durante los análisis que hacía de mi madre, la miraba y pensaba: Hay algo de axiológico en la vida de ella que parece no estar bien arreglado. Ella posee una afectividad enorme, fue muy afectuosa como hija y como hermana, afectuosísima como mamá y esposa, como abuela y aún como bisabuela. Ella llevó su afecto hasta donde le fue posible. En todos esos afectos, tengo la impresión que hay una nota dominante, es el hecho sobre todo de ser madre.

Ella posee un amor transbordante, no sólo con sus dos hijos, una nieta y un bisnieto que tuvo, sino también para los hijos que no tuvo. Se diría que está hecha para tener millares de hijos y su corazón palpita de deseos de conocerlos. Sin embargo, esos hijos no vinieron ni podrán venir en ese número tan exorbitante. ¿Entonces, cuál era la intención de la Providencia con eso?

Solamente tuve la respuesta a esa indagación – y qué respuesta magnífica – cuando comencé a ver que en torno de la sepultura del Cementerio de la Consolación, los hijos esperados comenzaban a florecer. La tumba de ella se tornaba un “vivero”. Lo veo adornado de flores con un buen gusto, con arte y sobriedad, que sólo un afecto filial como el de João puede exteriorizar, impulsar, coordinar…

Si no fuese por João, ella habría sido sepultada y su tumba sería tan poco frecuentada como la de sus padres, que está a dos pasos, o como las demás, casi nunca visitadas. Eso se desarrolló así, por la acción de la gracia y de terceros como João.

Una tristeza que apartaba a los otros y atrajo a uno

Tengo la impresión que algunos miembros del Grupo terminaban apartándose de mi madre, en el fondo, por cierta tristeza que ella cargaba consigo.

No es posible entender bien la Iglesia Católica si no nos colocamos delante de la perspectiva, de que lo normal de la vida terrena es ser, ante todo una gran guerra y que para vencerla, es necesaria una inmensa crucifixión interior. Resultado: el estado de espíritu habitual del católico deber ser profundamente serio. Ahora bien, para el católico de este siglo —de un modo especial, para los que tienen nuestra vocación— la dificultad es sufrir el drama de la Iglesia con esa seriedad.

Fue João quien tuvo el mérito de dejarse atraer por esa tristeza de mi madre, encantarse y llenarse de luz.

El Dr. Plinio acompañado del Sr. João Clá, visitando la tumba de Doña Lucilia. Agosto de 1987

En los últimos destellos de la vida, la aurora de una devoción

Mi crisis de diabetes, con las enormes probaciones que me acarreo, fue la oportunidad para que algunos conociesen a mi madre en los últimos destellos de su vida. No la habrían conocido a no ser por eso, pues yo cortaba a muchos el comparecer en mi casa, para evitar comentarios. Yo pensé: “No puedo prohibir a esos jóvenes de venir aquí (a mi casa), de alguna manera les pertenezco y tienen derecho de disponer de mí. Tan enfermo como estoy, no puedo decirles que no vengan. Es un derecho de los hijos frecuentar la casa del padre, cuando éste está enfermo”. Las puertas que estaban cerradas se franquearon exclusivamente en esa ocasión y hubo una aproximación que abrió aún más los ojos de João hacia mi mamá y para este hijo, que ella trajo al mundo.

Tuve la vaga idea de que ella conversaba con todas las personas que me aguardaban en el salón. Aunque ella estaba al final de su vida, en condiciones de poca lucidez, yo sabía que era muy bien tratada y de otro lado, ella podría estar solita en el cuarto, que no haría nada que la desvirtuase. Por lo tanto, dejaba pasar la cosa…

Bien, estaba en cama y oía la algarabía afectuosa que se hacía en torno de ella, no por los más antiguos, sino por parte de la ‘muchachada’ venida del Aureliano.

No sospechaba que el entendimiento entre mi madre y ellos, capitaneados por nuestro João, fuese tan grande y hubiese llegado a ese punto. En efecto, João se dejó tocar mucho por ella y comenzó a hacer un alegre corrillo, creando un cierto ambiente en torno de ella. Mi madre recibía los agrados con evidente complacimiento. Entonces, la veía entrar en mi cuarto con fisionomía animada y contenta y yo pensaba: “Qué curioso, qué alegre que está…” y me preguntaba… “¿Por qué será?” No comprendía que se estaba abriendo un arco por el cual pasaría un caudal enorme de gracias y luchas, que nunca podría imaginar.

Sr. João Clá en 1967.

Mi madre murió al final de mi crisis de diabetes, en 1968, y esta convivencia quedó cerrada. Sólo después de su fallecimiento percibí, conversando con los más jóvenes, la capacidad de comprensión que tenían de mi madre y hasta donde había llegado la relación con ella: tomaron fotografías, conversaron, preguntaron, etc.

Entonces di gracias a Nuestra Señora, al constatar cómo los últimos días de mamá fueron cercados de cariño y se inició una relación con ella, que continuó después de su muerte, teniendo como uno de los principales propulsores a mi João Clá.

Yo sabía que él era uno de los más entusiasmados. Pero sólo años después vine a saber, per accidens, que él era, el entusiasmado. Fueron imprevistos que celebro con mucha veneración.

Comenzó de esta manera a difundirse en el Grupo, quién era ella y a tenerse una cierta devoción a ella. También percibí, aún años después de su muerte, que algunos al describir la devoción que le tenían, parecía que la hubiesen conocido. Con menos intensidad que João, pero era la misma cosa, el mismo mensaje.

Doña Lucilia un mes antes de su fallecimiento.

La mejor descripción de D. Lucilia

Tengo en mi interior —no reducido a palabras, sino como un recuerdo— una descripción de mi madre, que los cuadros y fotografías naturalmente de algún modo recordaban. Debo decir que no añadían nada, ella iba mucho más allá. Sin embargo, la mejor descripción que ya escuché de mi madre, fue una hecha por mi João, la cual escuché atento, acompañando palabra por palabra. La tónica fue el asunto de las fotografías que él le tomó a ella.

Esto ocurrió en un momento en el que yo no le había pedido a él: “Describa a mamá”, porque eso lo habría puesto en la obligación de montar un cuadro. Él no estaba armando un retrato, pero me contó su encuentro con ella en el comedor, justo antes de fotografiarla, e incorporó a su recuerdo de ese acontecimiento algunas impresiones previas que había tenido sobre ella. Luego describió cómo le pidió a la empleada que la preparase para la fotografía y lo que ella dijo en el momento de la fotografía.

Yo presté atención para asegurarme de que coincidiera exactamente con lo que mis ojos de hijo habían visto. Siempre tendiendo a vigilarme a mí mismo y –¿por qué no decirlo? – a vigilar incluso cuáles podrían ser mis entusiasmos filiales respecto a ella.

Es decir, alguien que no sea un hijo, que no se deja llevar por el movimiento temperamental y hereditario: ¿Cómo la vería? Y me pareció que su descripción estaba muy bien hecha y que se caracterizaba por un punto sin el cual no estaría bien descrita: él intentó reproducir algunas de sus expresiones, casi palabra por palabra.

Yo percibía que en el espíritu de João –y estoy seguro de que él no lo negará– la impresión causada por la presencia de ella era mucho mayor que la de sus palabras. Y, considerando las palabras, marcaba mucho más la expresión, los gestos y el tono de voz que el contenido literal, que se juntaba a eso.

Por ejemplo, él habló mucho de la voz de ella y ambos lamentamos nunca haber grabado nada… Y, consciente o inconscientemente, no lo sé, él intentó, en la medida de lo posible, imitar sus inflexiones de voz.

¿Por qué? Porque su inocencia brillaba, se dejaba ver en aquello que ella decía, en la relación de esto con los contextos de los hechos sobre los cuales ella se pronunciaba. Pero ella tenía, en relación con todo, una actitud que se dejaba ver en la mirada, en la posición de la cabeza sobre su cuello y hombros, en el movimiento general de sus brazos, en el timbre de su voz, en la manera en que ella participaba de los asuntos, en la forma de entrar y salir de ellos; ¡todo tenía una carga de alma mucho mayor y hablaba incomparablemente más que el sentido literal de las palabras!

El 5 de febrero de 1994, el señor João Clá muestra al Doctor Plinio los cuadros de Doña Lucilia que había mandado a hacer

Innumerables veces yo me sentaba a su lado, acariciaba y jugaba con sus manos y, sintiéndolas, pensaba: “Yo moriré sin haber comprendido que nadie la haya visto como yo, que nadie la haya comentado; por ejemplo, sus manos, su tacto y la piel de sus manos. Porque es necesario haberlas sentido para poder comprenderlas”.

Ahora bien, las descripciones que João me hizo de ella correspondían minuciosa y meticulosamente a la impresión que ella me causaba. Mientras él exponía, quedé sorprendido: “¿Será que existe en el mundo una persona capaz de hacerle tanta justicia?”.

Entrañado amor en el papel de hijo

João tiene una manera muy especial de hablar de ella y ponerla en foco, en que más se diría que él coloca circunstancias en las cuales ella habla de sí, más que él de ella. Se trata de conseguir que su voz se haga sentir, de conseguir que su corazón toque el nuestro.

En esta interpretación inteligente, sutil y profunda de su personalidad y de todo lo que ella representó, veo no sólo su alma grande y espléndida, sino también el enorme cariño que mi querido João Clá tenía por ella.

Hay una paráfrasis de un verso de Dante que dice: “El amor me mueve y me hace hablar”. En este amor profundo, respetuoso y comprensivo, en una sola palabra, en ese amor filial por ella, en el recuerdo profundo de todo cuanto él pudo recoger en la relación con ella –en el breve tiempo en que esto transcurrió–, en todo cuanto él hizo después para acercarle a tantos jóvenes, a los hijos que tuvo cuando ya estaba cerca del umbral de la muerte; en todo esto yo veo claramente el afecto de João Clá, su unión con ella, lo cual bien merece decirse que representó junto a ella un papel de hijo.

¡Cómo me alegro de poder consagrar y decir categórica y firmemente esto! Es uno de los aspectos más penetrantes y más fecundos de la gran acción que él desarrolla en el Grupo. Porque cada uno tiene su misión, su papel. Y el de João es, en gran medida, ése.

Prolongación de la presencia de Doña Lucilia

Voy a hacer una confidencia. Durante mi convalecencia tras el accidente de automóvil, noté ya desde los primeros días cómo las personas que cuidaban de mí me trataban con una dedicación, una bondad y un afecto que me recordaba una frase de D. Chautard: el verdadero abad debe ser tal en relación a los religiosos que enferman, que el enfermo no sienta la falta de su madre.

Mientras permanecía postrado en cama con las secuelas del accidente, varias veces pensé: “La presencia de mi madre es irreemplazable para mí. Nunca la olvidaré, nada podrá ser para mí lo que fue su sonrisa, su gravedad, su respetabilidad, su afecto, ¿por qué no decirlo?, la seguridad que yo tenía simplemente al sentirla cerca de mí. Sin embargo, si bien es cierto que ella, como persona, es insustituible, fue plenamente reemplazada, no por la acción personal, sino por los cuidados, diligencia y cariño de quienes me rodean y velan para tomar las decisiones necesarias para la buena marcha de mi salud”.

Ellos cuidaban de mí, soportaban las mil molestias que toda persona enferma –sobre todo en mi caso, limitado en los movimientos– necesariamente trae para los otros.

Y ella que había partido hacía esta cosa curiosa conmigo: me dejaba en una aparente soledad, pero creaba un tejido de afectos alrededor de ella y de mí, con lo cual yo nunca había contado. Formó a mi alrededor lo que mejor podría constituirse, por así decirlo, como una luz lunar después del espléndido día que había sido su presencia. ¡Una larga, plateada y querida luz de luna, la cual espero que me acompañe hasta los últimos días de mi existencia!

De este modo, el desvelo de ella fue reclutando poco a poco, alrededor de mí, quien habría de traer el olor de su presencia; ¡aquéllos que, así reunidos, constituyen la fragancia del perfume que ella exhalaba cuando estaba aquí en la Tierra, a la cabeza de los cuales brilla mi querido João Clá, motivo de tanta alegría para mí!

La mejor herencia dejada en legado por Doña Lucilia

En el teatro griego antiguo existía la expresión: “Bastón de mi vejez”. Mi João es un bastón querido… digo mal, el querido bastón de mi vejez, la mejor herencia que me dejó mi madre. Es un legado que guardo con cariño, destinado por ella en los últimos días de su vida y conquistado para esta epopeya que es la consolidación de un círculo de almas que la recuerdan, le rezan y a quienes ella protege.

Una y otra vez he considerado interiormente que la recompensa de mi madre por mi dedicación fue esa obra y este bastón. Incluso la intención clara y destacada de João, de reparar lo que yo sufro, me recuerda enteramente mis relaciones con mamá, de todo cuanto yo hacía para construir a su alrededor, en la medida de lo posible, un palacio de delicias. A menudo he pensado: “¡Aquí está la recompensa!” Claramente ordenado por ella, admirable y de lo cual sólo puedo esperar lo mejor.

Entonces, fue a través del contacto del “bastón de mi vejez” conmigo, a raíz del desastre, que algo de los vínculos entre el “bastón” y yo se consolidaron. Hubo en él un florecimiento interior: como la vara de San José, el “bastón” dio flores. No era un bastón seco como aquella vara, sino que daba flores, y de ahí surgió toda una reconquista.

Nunca he hablado tan seriamente del tema como lo hago ahora y tengo enorme alegría de poder decirlo. Alegría y múltiples acciones de gracias y de afecto hacia el “bastón” y sus frutos. Naturalmente el “bastón” es la causa, al menos inmediata, de los frutos.

En esas condiciones, una que otra preocupación repercute como un peso pequeñísimo a ser cargado, comparada con la inmensidad literal de alegría. Por primera vez me veo cara a cara con esta forma de dificultad: acostumbrado a ser tratado con frialdad, me encuentro ante la agradable y deliciosa necesidad de regular un poquito… Ordina, questo amore!. Es una contingencia deliciosa. No estoy, desde 1968, acostumbrado a ser bien tratado, ¡excepto en la forma de proceder de João Clá!

El Dr. Plinio con el Sr. João Clá, durante una ceremonia en 1980

Glorificación de doña Lucilia

Hoy, los hijos llenan nuestro auditorio, no sólo con su presencia física personal, sino también lo llenan de cariño y respeto; es un auditorio en el que veo claramente que incluso los reverendos sacerdotes que nos honran con su presencia, al referirse a ella, a veces tienen una actitud, un movimiento de alma que es el de los hijos. ¡Cómo le hubiera gustado a ella tener hijos sacerdotes! ¡Cuánto le hubiera gustado presenciar la Consagración de hijos sacerdotes! ¡Cuánto le hubiera gustado recibir de sus manos la Sagrada Comunión y ver que después otros, y otros, y otros hijos se reunirían a su alrededor para recibir los Sacramentos y continuar la vida de la Iglesia!

Todo esto que ella no podía prever, ni siquiera imaginar, desde el Cielo ella lo está viendo. Y estoy seguro de que es una glorificación en relación a la cual los Ángeles cantan en el Cielo: “¡Amén, amén, amén!”.

Si, a través de la enorme e incalculable distancia que separa el Cielo de la Tierra, es posible dirigirnos el uno al otro con un diminutivo, yo, en este momento, no pudiendo arrodillarme, digo, sin embargo, con el alma arrodillada y con todo el corazón: “Mãezinha, ¡muchas gracias! Amén, amén, amén.”

Agradezcamos el hecho de que la Providencia nos haya dado a mi madre y a mí a João Clá.

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1) Brasilina (Zili) Barbosa Ferraz, hermana de doña Lucilia.

2) Del italiano: birichino, niño travieso. Nombre que se daba en la región de Turín a los muchachos de familias modestas con los que San Juan Bosco hacía su apostolado.

3) Del latín: accidentalmente, por casualidad.

4) ALIGHIERI, Dante. La Divina Comedia. Infierno, Canto II, 72. 5) CHAUTARD, Jean Baptiste, O.C.R. A Alma de todo Apostolado. São Paulo FTD, 1962, pág. 21 6) SAN FRANCISCO DE ASÍS. Cántico XIX.  

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