
El Año Litúrgico, síntesis perfecta de la existencia terrena de Cristo, nos transmite refrigerio, luz y paz a cada paso, haciéndonos partícipes de las más variadas gracias. En las lecturas de los tres últimos domingos de este mes, la Iglesia pone a nuestro alcance dádivas sobrenaturales especiales, y nos propone para nuestra consideración lo grandioso y lo terrible del Juicio Final.
Monseñor João Clá Dias
Evangelio según San Marcos 13, 24-32

Eclipse solar
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: 24 “En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, 25 las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. 26 Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y gloria; 27 enviará a los Ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo. 28 Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; 29 pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que Él está cerca, a la puerta. 30 En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32 En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los Ángeles del Cielo ni el Hijo, sólo el Padre” .
I – Comienzo y fin del Ciclo Litúrgico
Con sabiduría divina y valiéndose de un arte insuperable, a finales de noviembre la Iglesia concluye un Ciclo Litúrgico y empieza otro. La apertura del nuevo año es muy similar al cierre del anterior: el primer domingo de Adviento toma el pasaje del Evangelio de San Lucas a propósito de la segunda venida de Cristo (cf. Lc 21, 25-28.34-36) y el trigésimo tercero del Tiempo Ordinario considera el mismo asunto, según San Marcos.
¿Por qué la Iglesia utiliza un método, a primera vista, repetitivo, si posee un tesoro extraordinariamente amplio y variado? A cualquiera que se le ocurra la pregunta enseguida se dará cuenta de que ésta procede de una impresión superficial y errónea. En realidad, la Encarnación y la Natividad del Salvador adquieren tonalidades más ricas cuando son canalizadas en la perspectiva del regreso de Cristo en el fin del mundo, pues todos esos acontecimientos se refieren a un único Ser y tienen, por tal motivo, profundas analogías entre sí. La Navidad y el Juicio Final constituyen los extremos opuestos de un único e inmenso arco. En el Pesebre encontramos al Niño “que ha de juzgar a vivos y a muertos” (II Tim 4, 1).

Valle de Josafat, Israel
En el valle de Josafat veremos venir al mismo Inocente nacido en la Gruta de Belén “sobres las nubes con gran poder y gloria”. Jesús, al surgir, divide la Historia en dos eras y a su retorno pondrá fin al tiempo y abrirá las puertas de la eternidad. “A Él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su Reino no acabará” (Dan 7, 14); “El Señor reina, vestido de majestad” (Sal 92, 1). Éstos, por cierto, son fragmentos de la primera lectura (Dan 7, 13-14) y del Salmo Responsorial de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, que hará la conexión entre el Tiempo Ordinario y el Adviento.
La realeza de Cristo

Papa Pío XII
Esta conmemoración fue establecida por Pío XI hace menos de un siglo, en 1925. Sin embargo, la consideración de la divina realeza es tan antigua en la piedad de los fieles como la Liturgia misma. Rebosan las referencias a ella desde el Adviento al Tiempo Pascual, pasando por la Navidad, la Epifanía y la Pasión.
La teología es rica en reflexiones sobre ese tema, por sus aspectos tan variados. Por ejemplo, Santo Tomás,1 discurriendo acerca del origen del poder real de Cristo, nos demuestra que Jesús es Rey por derecho de naturaleza, por su dignidad como Cabeza de todos los que están unidos a Él, por la plenitud de la gracia habitual, títulos éstos gratuitos, es decir, independientes de los merecimientos alcanzados por el Hombre Dios.
La Liturgia de este domingo, no obstante, enfocará principalmente los méritos infinitos del Redentor en cuanto fundamento de su realeza sagrada, por derecho de conquista.2
La Antífona de entrada de la Solemnidad de Cristo Rey afirmará: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A Él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos”.3 El Evangelio cantará: “Pilato le dijo: ‘Entonces, ¿Tú eres Rey?’. Jesús le contestó: ‘Tú lo dices: soy Rey’” (Jn 18, 37). Y el Prefacio dará una nota toda especial a dicha realeza: “Sometiendo a su poder la creación entera, entregará a tu majestad infinita un Reino eterno y universal: el Reino de la verdad y la vida, el Reino de la santidad y la gracia, el Reino de la justicia, el amor y la paz”.4
Durante este mes participaremos, por tanto, en tres domingos de gran importancia para nuestra vida espiritual. Antes de que contemplemos el bellísimo panorama que nos aportan, será del todo conveniente que hagamos una incursión por los caminos de la Liturgia para que, de ese modo, nos beneficiemos aún más de las gracias inherentes a ellos.
La Liturgia y el progreso en la vida espiritual

Aspecto de la celebración de la Santa Misa. Iglesia Nuestra Señora de Fátima. Tocancipá, Colombia
“La vida litúrgica —con sus ceremonias, que hablan a los sentidos, con sus ritos impregnados de gravedad y de profunda religión— es la educadora de los pueblos”.5 La Iglesia ha establecido un Ciclo Litúrgico que abarca toda la vida de Cristo y se repite a los largo de los tiempos. Así, la Liturgia acaba siendo una reproducción de la vida mortal de Jesús, la cual constituye, en sus más variados episodios, un verdadero cielo de maravillosos misterios y ejemplos, una prodigiosa fuente de gracia. “El Año Litúrgico, expansión de la vida sobrenatural para el Cuerpo Místico en su conjunto, sustenta, además, la vida espiritual de cada uno de sus miembros”.6
Por consiguiente, es indispensable que cada día y más aún los domingos, concentremos nuestro espíritu en la contemplación de las lecturas y perspectivas que son propuestas por la Liturgia, tal como nos lo enseña el Concilio Vaticano II: “La Santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del Bautismo, el pueblo cristiano, ‘linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido’ (I Pe 2, 9; cf. 2, 4-5)”.7
II – El Juicio Final, último acto de la obra redentora de Cristo
Focalicemos algunos aspectos esenciales y más destacados del vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario, en el que la Iglesia pretende que participemos en los beneficios sobrenaturales que los últimos fieles de la Historia recibirán.
El fin del mundo: ¿júbilo o pavor?
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: 24 “En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, 25 las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán”.

Juicio final. Catedral de Burgos, España
La escena que el Evangelio nos propone es la de la catástrofe escatológica seguida de la venida triunfal del Señor, y podrá ser meditada tanto desde un prisma de júbilo y esperanza como de pavor y horror.
En la Iglesia naciente, muy marcada en su formación por la doctrina de San Pablo, los fieles eran conducidos a extasiarse con los aspectos triunfales de aquellos días venideros, conforme lo podemos comprobar en este fragmento de la Primera Epístola a los Tesalonicenses: “el mismo Señor, a la voz del Arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del Cielo, y los muertos en Cristo resucitarán en primer lugar; después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos llevados con ellos entre nubes al encuentro del Señor, por los aires. Y así estaremos siempre con el Señor” (4, 16-17). Ésta era la divina didáctica del Espíritu Santo, muy adecuada a aquellos tiempos de persecución y martirio, durante los cuales los fieles necesitaban de gloriosas y animadoras esperanzas.
Mucho más tarde, a medida que la Cristiandad veía levantarse las murallas de sus castillos y brillar los vitrales de sus catedrales, el hombre medieval, en función de la contingencia de un equilibrio de virtudes, necesitaba apasionarse por la Cruz y sentir dolor por sus pecados, causantes de los tormentos de la Pasión del Señor. La preciosísima Sangre de Cristo, con fuerza y dinamismo divinos, fructificaba día tras día en nuevas realizaciones y abría el camino a un futuro promisor. De ahí que el Espíritu Santo inspirase a aquella era histórica a estremecerse, a llorar y gemir ante el panorama que San Marcos nos plantea en el Evangelio en cuestión.
Lo cierto es que sea cual sea el sitio —terrible o maravilloso— desde donde nos pongamos a analizar la Liturgia del vigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario, la obra redentora de Nuestro Señor Jesucristo no alcanzará su plenitud mientras no se realice el Juicio Final. Empezó con la Vida, Pasión y Muerte de Cristo, se perpetúa mediante la distribución de las gracias conquistadas a través de los Sacramentos y tendrá su desenlace en la sentencia a favor o contra la humanidad, según la correspondencia a los beneficios recibidos.
He aquí, en breves palabras, el horizonte litúrgico-histórico que nos servirá para acompañar mejor la secuencia de esos tres importantes domingos, empezando por los dos primeros versículos de Marcos.
Cristo, Juez de muertos y de vivos
26 “Entonces verán venir al Hijo del Hombre sobre las nubes con gran poder y gloria;…”
A continuación, Marcos trata de poner énfasis en el “gran poder y gloria” del “Hijo del Hombre” que vendrá “sobre las nubes”. Jesús posee dos naturalezas: la humana y la divina. Por la divina, es Juez desde toda la eternidad. ¿Pero cómo podremos entender el origen de su humano poder de juzgar?
Consideremos inicialmente que Jesús, por su Pasión y Muerte, se convirtió en nuestro Salvador. Nos enseña Santo Tomás que su poder de Juez universal se deriva de esa liberación nuestra de la muerte y del pecado, obrada por Él a través de su humanidad: “Es necesario decir que, con respecto a su naturaleza humana, Cristo nos ha librado de los males, tanto espirituales como corporales, y nos ha obtenido los bienes espirituales eternos. Cuando se adquieren bienes para otros, es consiguiente que haga a éstos dispensadores de aquellos. Así que la dispensación de bienes entre muchos exige juicio, para que cada uno reciba según lo que merece; luego era conveniente que Cristo fuera establecido por Dios Juez sobre los hombres a quienes salvó, según la misma naturaleza humana. […] quiso humillarse hasta sufrir un juicio injusto ante un juez humano. […] Debido era también a Cristo, como premio de exaltación, ser establecido por Dios, según la naturaleza humana, Juez de todos los hombres, muertos y vivos”.8
El mismo Jesús fue quien nos dijo: “El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt 23, 12).
El glorioso Juez: gozo para los buenos, tristeza para los malos
Cabe preguntarse si no sería mejor, para castigo de los malos, que el Redentor apareciera el día del Juicio sin exteriorizar todo su “gran poder y gloria”. Santo Tomás de Aquino, con su insuperable claridad, discurre sobre el asunto, y comienza probando la necesidad de que el Juez Eterno sea anunciado por acontecimientos grandiosos: “Cristo al venir a juzgar a los hombres aparecerá en forma gloriosa, a causa de la autoridad que se debe al juez. Ahora bien, a la dignidad de la potestad judiciaria le pertenece tener algunos indicios que induzcan a la reverencia y sujeción. Y por tanto, a la venida de Cristo al Juicio precederán muchas señales, que conduzcan los corazones de los hombres a la sujeción del Juez que ha de venir, y los preparen para el Juicio”.9
Ante esta perspectiva, surge un interrogante: si es así, ¿tendrán los malos, al menos durante el Juicio, la posibilidad de ver a Dios cara a cara? Nos responde Santo Tomás: “En efecto: es conveniente que los que han de ser juzgados vean a su juez. La recompensa que se recibe por el Juicio es ver en su naturaleza a Dios […]; luego necesario es que Dios sea visto en su cualidad de Juez por los hombres que han de ser juzgados, tanto buenos como malos, no en su naturaleza propia, sino en la naturaleza asumida. Pues si los malos vieran a Dios en su naturaleza divina, alcanzarían por lo mismo una recompensa de la que se hicieron indignos.
“Como el poder judicial pertenece a la exaltación de Cristo, del mismo modo que la gloria de la Resurrección, Cristo aparecerá en su judicatura, no con la humildad que pertenecía al mérito, sino con la forma gloriosa conveniente a la remuneración. Por esto se lee en el Evangelio que verán al Hijo del Hombre venir en nubes, con gran poder y majestad”.10
No nos olvidemos de que este glorioso Juez es aquel mismo Niño presentado por María al anciano Simeón, quien profetizó: “Éste ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción” (Lc 2, 34). Es decir, será el propio Jesús, en su gloria, motivo de júbilo para los buenos y de tristeza y pavor para los malos.
La resurrección de los cuerpos
27 “…enviará a los Ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo”.
Por otra parte, San Marcos narra esa afirmación del Maestro como una clara referencia a la resurrección de los cuerpos. Otro hecho grandioso. En aquel día, cada uno regresará a su propio cuerpo en su integridad, como nos lo enseña Santo Tomás en la Suma Teológica: “Según la relación que tiene con el alma racional, es menester también que el cuerpo resucite perfecto, como restablecido que es para conseguir la última perfección. Luego es preciso que todos los miembros que ahora están en el cuerpo del hombre, sean reparados en la resurrección”.11
Además, en otra de sus obras Santo Tomás afirma: “Si en la otra vida los hombres reciben castigo o recompensa por las acciones que ejercieron en la presente, conveniente es que tengan los mismos miembros de que se han valido para el pecado o para la justicia, a fin de que sean castigados o recompensados en los órganos por cuyo medio pecaron o merecieron”.12
III – Aún es tiempo de arrepentimiento y conversión
28 “Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; 29 pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que Él está cerca, a la puerta. 30 En verdad os digo que no pasará esta generación sin que todo suceda. 31 El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. 32 En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los Ángeles del Cielo ni el Hijo, sólo el Padre”.

Juicio Final. Basílica-Santuario del Sagrado Corazón de Jesús – Gijón – España
Este mundo, manchado por los pecados de la humanidad, tendrá que ser purificado por el fuego antes del Juicio Final. ¡Qué magnífico espectáculo nos ofrece la Liturgia de estos tres domingos consecutivos! Excelente ocasión para meditar en nuestros Novísimos, conforme nos lo aconseja el Eclesiástico: “Memorare novissima tua et in æternum non peccabis —Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás” (7, 40). Óptima oportunidad para analizar nuestro comportamiento frente a las gracias recibidas, desde nuestro Bautismo hasta ahora. ¿Hemos sido fieles a todas las invitaciones que el Espíritu Santo nos ha hecho en el interior de nuestras almas? Si, ahora, tuviéramos que presentarnos ante el Juicio de Dios, ciertamente estremeceríamos por los muchos caprichos y desórdenes que entorpecen nuestro progreso en la vida espiritual. Afortunadamente todavía hay oportunidad para los buenos propósitos y el cambio de vida.
Ése es uno de los objetivos de la Liturgia de hoy. No sabemos cuál será el día de nuestro juicio particular, ni el del Juicio Final. La muerte se avecina hacia nosotros a cada segundo, el pecado gana terreno en nuestros hábitos, nuestro corazón se va endureciendo paso a paso y el libro diario de nuestra vida lo va escribiendo Dios sin que el mínimo acto, pensamiento o deseo sea omitido por Él.
Dicho diario, minucioso e implacable, será objeto de la sentencia de cada hombre en el momento de su muerte y proclamado para conocimiento de toda la humanidad y de los Ángeles en el día del Juicio Final. Aún nos queda tiempo para la misericordia y el perdón; sepamos humillarnos y suplicar especiales gracias de conversión, para que así borremos, mediante el arrepentimiento, los horrores que nos llenarán de vergüenza en aquel día de ira, calamidad y miseria.
“Nadie aventaja al que teme al Señor” (Eclo 25, 15), dice el Eclesiástico; y más adelante añade: “Quien no se aferra enseguida al temor del Señor pronto verá su casa arruinada” (27, 4). El Año Litúrgico está colmado de la suavidad, dulzura y mansedumbre de Cristo, pero no debemos menospreciar el temor, sobre todo en estos domingos en que son puestos en relieve los fenómenos escatológicos.
Como nos enseña el Cardenal John Henry Newman, “temor y amor deben ir juntos; temed siempre, amad siempre, hasta el día de vuestra muerte. […] debéis saber qué es sembrar con lágrimas aquí, si queréis cosechar con alegría en el más allá”.13
Y San Agustín comenta: “Si hemos sentido temor, o terror, si se estremecieron nuestras vísceras, cambiémonos mientras es tiempo. Éste es el más fructuoso temor. Nadie puede, hermanos, cambiar sin el temor, sin la tribulación, sin temblor. Golpeamos el pecho cuando nos punza la conciencia de nuestros pecados”.14 ²
1) Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q.59, a.2; a.3.
2) Cf. Idem, q.49, a.6; q.59, a.3.
3) SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO. Antífona de entrada. In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 2001, p.403.
4) RITO DE LA MISA. Oración Eucarística: Prefacio de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. In: MISAL ROMANO, op. cit., p.404.
5) MURA, Ernest. Il Corpo Mistico di Cristo. Alba: Paoline, 1949, p.327.
6) Idem, p.343.
7) CONCILIO VATICANO II. Sacrossanctum Concilium, n.14.
8) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Compendium Theologiæ. L.I, c.241.
9) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q.73, a.1.
10) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Compendium Theologiæ. L.I, c.241.
11) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. Suppl., q.80, a.1.
12) SANTO TOMÁS DE AQUINO. Compendium Theologiæ. L.I, c.157.
13) NEWMAN, John Henry. Sermon 24. The religion of the day. In: Parochial and plain sermons. San Francisco: Ignatius, 1997, p.206.
14) SAN AGUSTÍN. Sermo CXIII/B, n.3. In: Obras. Madrid: BAC, 1983, v.X, p.851.