
San Juan Pablo II, en su formidable Catequesis sobre el Credo, nos explica uno a uno estos preciados dones:
Don de sabiduría: Nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.
Don de inteligencia o entendimiento: Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas.
Don de consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. Enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes, o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
Don de fortaleza: Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza que asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, para poder afrontar con coraje y vigor los riesgos, moderando el ímpetu de la audacia o imprudencia.
Don de ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador. Gracias a ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida.
Don de piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre, y lo hace clamar ¡Abbá, Padre! El don de la piedad, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
Don del temor de Dios: Nos infunde un espíritu contrito ante Dios, nos hace conscientes de las culpas y del castigo divino que ellas merecen, pero dentro de la fe en la infinita misericordia divina. Infunde también el temor de ofender a Dios, reconociendo humildemente nuestra debilidad. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos.