
Compartimos con ustedes estos comentarios de Monseñor João Clá Dias acerca de la oración “Ven, Espíritu Santo”, para crecer más en la fe y la devoción a esta divina persona de la Santísima Trinidad.
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el Cielo. Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido;…
La luz que desciende de lo alto es una figura de los dones del Espíritu Santo, los cuales se mencionarán en los versos de la Secuencia. La riqueza de un tema tan olvidado como éste permitiría llenar páginas y páginas, con gran provecho para todos los fieles. De hecho, habiendo oído hablar de ellos, incluso quizá muchas veces, ¿sabemos qué son? Son hábitos infusos, que actúan sobre las virtudes, fortaleciéndolas, haciéndolas más robustas y conduciéndolas a su pleno desarrollo.
…luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Así pues, habitando dentro de nosotros, el Espíritu divino templa nuestra alma. De Él provienen todos nuestros buenos movimientos. Pero de tal forma Él es la Humildad en esencia que no deja que su acción aparezca y entrega con liberalidad los tesoros de su infinita riqueza, como alguien que posee ingentes cantidades de dinero y le abre una cuenta bancaria a otro, depositándole con prodigalidad una enorme suma.
También es el dulce refrigerio, pues es la única fuente capaz de transmitirnos verdadera paz y consolación interior. En efecto, en las dificultades que enfrentamos en el día a día, el bienestar sólo se encuentra en Aquel que cambia las lágrimas por auténtica alegría.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
Determinadas acciones del Espíritu divino dispensan la necesidad de petición, por ejemplo, cuando la gracia obra por sí misma al ser bautizado un niño, porque éste no ha solicitado nada. Sin embargo, Él está como a la espera de una súplica. Los mismos Apóstoles permanecieron reunidos en oración durante nueve días (cf. Hch 1, 14; 2, 1) esperando su venida, como el Señor se lo había ordenado (cf. Hch 1, 4).
Si en el Cenáculo no hubiera estado María para interceder por ellos, implorando la venida del Espíritu Santo, ¿cuánto tiempo más habría sido necesario rezar? Siguiendo el ejemplo de la Santísima Virgen, antes de iniciar cualquier actividad, roguemos con insistencia al Paráclito para que tome completa posesión y control de todo lo que podamos hacer.
Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Lo que ocurrió con los Apóstoles el día de Pentecostés fue una superabundante infusión de los dones del Espíritu Santo, al punto de salir anunciando el Evangelio en su propia lengua y los demás oírlos en sus respectivas lenguas (cf. Hch 2, 7-8), pues era el mismo Espíritu el que hablaba en los Doce y el que oía en las almas del pueblo.
Si no fuera por su maravillosa actuación, la convivencia de la humanidad se volvería insoportable. Es Él quien produce el entendimiento mutuo, la comprensión perfecta de un lenguaje único y común, el del amor entre los hijos de Dios, en un intercambio benéfico entre unos y otros.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas,…
Aun aquellos que anduvieron toda su vida por los sinuosos caminos de la impureza y del error son pasibles de purificación por la gracia del Espíritu divino, pudiendo llegar incluso a ser más diáfanos, más trasparentes y más brillantes que un serafín. Si esta afirmación parece demasiado osada, detengámonos en la consideración de Santa María Magdalena. Hundida en el pecado, tras una primera conversión mal correspondida —según cuenta la tradición—, a la que se sucedieron caídas peores que las anteriores, fue de tal modo justificada que hoy su nombre se encuentra incluido con precedencia sobre los de las vírgenes invocadas en la Letanía de los Santos. ¿Acaso el Espíritu Santo no es capaz de hacer lo que quiera? Cuando nosotros también experimentemos la necesidad de reparar debidamente alguna falta, no dudemos en pedirle que venga, nos transforme y nos limpie. Sólo Él podrá enseñar el camino de la salvación al que se ha extraviado por la senda del pecado.
…infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Semejante fenómeno ocurre cuando se fecundan las mayores esterilidades en el campo del apostolado o se alcanza la victoria definitiva sobre los defectos morales más difíciles de extirpar… ¡Cuántos casos conocemos de personas cuya obstinación en el error parecía inflexible! Una acción del Espíritu Santo, no obstante, fue capaz de doblegar a quien no quería cambiar sus propios criterios. También las almas dominadas por el terrible vicio de la indiferencia o de la acidia, habiendo perdido el gusto por las cosas del espíritu y volviéndose frías con relación a Dios, sólo serán calentadas como conviene por el Espíritu Santo.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos; por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.
¡Cómo necesitamos implorar los siete dones sagrados! Si deseamos cumplir la misión específica determinada para cada uno de nosotros, ellos nos son esenciales, pues con su asistencia, paso a paso, las virtudes adquirirán un carácter de perfección que, debido a nuestra insuficiencia, jamás alcanzarían. Por el contrario, si los dones no actuasen, todo saldría con la marca de nuestra propia pequeñez…
Si no estamos en gracia, los actos que practicamos, por mucho que tengan apariencia de heroicos, estarán desprovistos de cualquier mérito sobrenatural, quedando limitados al mero valor de nuestra deficiente naturaleza humana. Mientras no pongamos resistencia al Espíritu Consolador, Él nos dará, al término de nuestra peregrinación terrena, la salvación eterna.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº 118, mayo de 2013; pp.13-17