Los frutos del Espíritu Santo

Publicado el 05/18/2021

Al principio nos cuesta mucho ejercer las virtudes. Pero si perseveramos dóciles al Espíritu Santo, su acción en nosotros hará cada vez más fácil ejercitarlas, hasta que se llegan a ejercer con gusto. Las virtudes serán entonces inspiradas por el Espíritu Santo y se llaman frutos del Espíritu Santo.

Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo. La tradición de la Iglesia enumera doce:

Amor: Es el primero de los frutos del Espíritu Santo, fundamento y raíz de todos los demás. Donde falta este amor no puede encontrarse ninguna acción sobrenatural, ningún mérito para la vida eterna, ninguna verdadera y completa felicidad. Cuando el alma está llena de la savia divina del Espíritu de la caridad, el amor la arrebata y transforma por completo. Así ocurrió con Santa María Magdalena, la pecadora pública perdonada y restaurada al punto de encabezar la lista de las vírgenes invocadas en la Letanía de los Santos.

Alegría: Es el fruto que emana espontáneamente de la caridad, como el perfume de la flor, la luz del sol, el calor del fuego; da al alma un gozo profundo, producto de la satisfacción que se tiene de la victoria lograda sobre sí mismo, y del haber hecho el bien. Esta alegría no se apaga en las tribulaciones sino que crece por medio de ellas. Una alegría por sentir al Espíritu Santo actuando dentro de nosotros.

Paz: La verdadera alegría lleva en sí la paz que es su perfección, porque supone y garantiza el tranquilo goce del objeto amado. El objeto amado, por excelencia, no puede ser otro sino Dios, y de ahí, la paz es la tranquila seguridad de poseerlo y estar en su gracia. Esta paz es una alegría que supera todo goce fundado en la carne o en las cosas materiales, y para obtenerla debemos inmolar todo a Dios. Las cosas de la tierra debemos amarlas sólo por amor a Dios y usarlas recta y virtuosamente, no haciendo de ellas el fin de nuestras vidas. Nuestro fin es sólo Dios.

Paciencia: La paciencia nos inclina a soportar sin tristeza de espíritu ni abatimiento de corazón los padecimientos físicos y morales. Siendo la vida una permanente lucha contra enemigos, visibles e invisibles y contra las fuerzas del mundo (es decir nuestras pasiones y ocasiones de pecado) y del infierno, es necesaria mucha paciencia para superar las turbaciones que estas luchas producen en nosotros.

Longanimidad: Por la longanimidad, el Espíritu Santo nos lleva a aguardar con serenidad, sin quejas ni amargura, los bienes que esperamos de Dios, del prójimo y de nosotros mismos y que demoran en sernos concedidos. No se trata de una espera pasiva y perezosa, sino de una manifestación de ánimo que se extiende en el tiempo, de una dilatada esperanza que nos hace fuertes de alma en las demoras espirituales.

Benignidad: Es la disposición constante a la indulgencia y a la afabilidad en el hablar, en el responder y en el actuar. Se puede ser bueno sin ser benigno teniendo un trato rudo y áspero con los demás; la benignidad nos hace sociables y dulces en las palabras y en el trato, a pesar de la rudeza y aspereza de los demás. Es una gran señal de la santidad de un alma y de la acción en ella del Espíritu Santo.

Bondad: Es el agrado que se tiene en beneficiar al prójimo. Es como el fruto de la benignidad para quien sufre y necesita ayuda. La bondad, efecto de la unión del alma con Dios, bondad infinita, infunde el espíritu cristiano sobre el prójimo, haciendo el bien y sanando a imitación de Jesucristo.

Mansedumbre: La mansedumbre se opone a la ira que quiere imponerse a los demás, y se opone al rencor que quiere vengarse por las ofensas recibidas. La mansedumbre hace al cristiano paloma sin hiel, cordero sin ira, dulzura en las palabras y en el trato frente a la prepotencia de los demás. Hace con que nuestra firmeza o incluso nuestras represiones cuando se hacen necesarias, vayan acompañadas de esta virtud y libres de ira.

Fidelidad: Como último fruto de nuestras buenas relaciones con el prójimo, tenemos la fidelidad, que nos hace “cumplir la palabra dada, las obligaciones asumidas, los contratos estipulados”. La fidelidad completa a la mansedumbre, en el sentido de que la primera nos lleva a no perjudicar al prójimo con la ira y la segunda a no defraudarlo ni engañarlo.

Modestia: Como lo dice su nombre, regula la manera apropiada y conveniente en el vestir, en el hablar, en el caminar, en el reír, en el jugar. Como reflejo de la calma interior, mantiene nuestros ojos para que no se fijen en cosas vulgares e indecorosas, reflejando en ellos la pureza del alma, armoniza nuestros labios uniendo a la sonrisa la simplicidad y la caridad, excluyendo de todo ello lo áspero y mal educado. La mujer bella alegra a su marido, la recatada o con modestia, duplica su encanto, nos dice la Escritura, (cfr. Eclo 26, 13;15)

Continencia: Mantiene el orden en el interior del hombre, y como indica su nombre, contiene en los justos límites la concupiscencia, (es decir nuestras malas pasiones) no sólo en lo que atañe a los placeres sensuales, sino también en lo que concierne al comer, al beber, al dormir, al divertirse y en los otros placeres de la vida material. La satisfacción de todos estos instintos que asemejan al hombre a los animales, es ordenada por la continencia.

Castidad: Es la victoria conseguida sobre la carne y que hace del cristiano templo vivo del Espíritu Santo. El alma casta, ya sea virgen o casada (porque también existe la castidad conyugal, en el perfecto orden y empleo del matrimonio) reina y manda sobre su cuerpo en gran paz y siente en ella la inefable alegría de la íntima amistad de Dios, habiendo dicho Jesús: Felices los limpios de corazón, porque verán a Dios (Mt 5,8).

Tomado del Libro, El Espíritu Santo, tesoro de bondad y amor; pp. 14-18

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