Los juicios temerarios y sus maleficios

Publicado el 03/31/2024

La Iglesia y la sociedad han padecido mucho más debido a los juicios temerarios favorables que a los desfavorables. La libertad de acción, el amplio prestigio y el dominio sobre el mundo del que goza el mal se deben a la confianza, a veces infantil y ridícula, con la cual los buenos abren sus ambientes a los malos.

Plinio Corrêa de Oliveira

En mi último artículo1 mostré cómo no puede haber confusión más grosera que la de ciertas personas que identifican los conceptos de juicio temerario y sospecha. Evidentemente, una sospecha, por el propio hecho de no ser una certeza, envuelve una fuerte posibilidad de error. No por eso cualquier sospecha fundada en indicios seguros debe ser considerada temeraria. Desde que no haya habido desproporción entre los indicios y la sospecha, ninguna temeridad habrá existido.

Herir gravemente los derechos de terceros.

Formular una sospecha razonable ¿será así un mal? No. Por el contrario, puede implicar en grave violación de los más elementales deberes no formularla. Demostrado esto en mi último artículo, pasaré ahora, dentro del mismo asunto, a otro orden de consideraciones.

Analicemos la palabra “temerario”. ¿Qué significa ella? Imprudente, desconsiderado. Así, cualquier juicio sólo será temerario si es formado desconsideradamente, esto es, sin aquel maduro análisis que debe proceder a todos nuestros juicios.

Sin embargo, de ningún modo se debe de allí inferir que, cuando erramos en nuestro juicio sobre alguien, actuamos siempre temerariamente. El hombre es falible, y las circunstancias muchas veces lo engañan. Por eso, siempre que haya actuado con cautela, la conciencia puede quedar perfectamente tranquila.

Es curioso notar que no todo juicio temerario es necesariamente desfavorable. Si es temerario todo juicio imprudente, es obvio que, cuando las conclusiones de ese juicio fueron favorables, no por esto habrán dejado de ser temerarias.

No es necesario decir que, mientras el juicio temerario desfavorable puede herir gravemente los derechos de la persona por él señalada, un juicio temerario favorable, no hiriendo los derechos de la persona a quien se refiere, puede herir gravemente los derechos de terceros. Y, en este caso, el pecado proveniente será tanto más grave cuanto más respetables sean los derechos así vulnerados, así como cuanto más numerosas sean las personas perjudicadas.

Padres, profesores, asociaciones religiosas

Ejemplifico. Un padre tiene deberes sagrados hacia sus hijos. Si él, sin embargo, llevado por una exagerada complacencia o por un culposo descuido, forma de sus hijos, descuidadamente, un juicio mucho mejor del que merecen, viola gravemente sus deberes, pues se coloca en la imposibilidad de corregir a sus hijos. Este mismo padre, sin embargo, tendría tal vez escrúpulo en formar una sospecha legítima en cuanto a algún empleado, socio, cliente, etc. ¿No hay en esto un evidente desequilibrio?

Otro ejemplo: en general, los profesores conservan sobre sus antiguos alumnos alguna autoridad moral; sin embargo, es tan grande la ceguera de muchos de ellos hacia esos productos de sus esfuerzos educacionales que sólo ven en ellos cualidades y no defectos; y, en último análisis, la influencia moral de los antiguos profesores, en gran número de casos, se vuelve completamente inútil para los alumnos.

Otro ejemplo aún: los presidentes de sectores de Acción Católica o de asociaciones religiosas tienen obligación estricta de discernir, en los asociados, los defectos que los tornen peligrosos a los demás, a fin de que, si fueren inútiles las advertencias amistosas, los elementos nocivos sean eliminados. Conozco, sin embargo, un caso concreto de cierta asociación que, habiendo luchado durante años enteros para expulsar algunos miembros acabó por quedar reducida a una inanición absoluta, por la corrupción de los elementos buenos que había conseguido laboriosamente formar. ¿No hubo, en el juicio temerariamente bueno de las autoridades de esa asociación, una grave falta en el cumplimiento de los encargos?

Todo esto puesto, es cierto que no son sólo los juicios temerarios desfavorables que pueden acarrear pecados.

Sospechas temerariamente indulgentes

Pienso que chocaré a muchos lectores si a esto agrego que mi experiencia me sigue demostrando que la Iglesia y la sociedad han padecido mucho más de los juicios temerariamente favorables que de los desfavorables formados hoy en día. Sin embargo, esta es una importante verdad.

Si el mal goza tantas veces de una inmensa libertad de acción, si él conquista círculos de influencia cada vez mayores, extiende su dominio sobre el mundo de modo cada vez más insolente, mientras la influencia de los elementos buenos se retrae, herida muchas veces de una oprobiosa impotencia, de una infecundidad evidente, ¿a qué se debe esto sino a la confianza, a veces infantil y ridícula con la que los buenos abren sus ambientes a los malos?

Ahora bien, los pecados contra los intereses de la Iglesia son, por su naturaleza, mayores y más graves que los cometidos contra intereses humanos. Por otro lado, los pecados contra la sociedad son mayores, por su naturaleza, que los practicados contra los individuos. Todo esto dado, quien por juicio temerariamente bueno perjudica a la Iglesia y la sociedad peca más gravemente de que quien por juicio temerariamente malo perjudica a un individuo.

Todo cuanto dijimos sobre los juicios temerarios se aplica, punto por punto, a las sospechas temerarias. También hay sospechas temerariamente buenas. Cuando concebimos    una infundada y temeraria esperanza de que alguien es bueno, cuando suponemos temerariamente que podemos dar a estas o a aquellas personas las mayores pruebas de confianza, con el fin de conmoverlas y así arrastrarlas a la Iglesia; cuando dejamos de exigir de este o de aquel individuo las garantías necesarias en materia de intereses espirituales o temporales, por juzgar muy auspiciosa su fisonomía franca y leal; en todos estos casos cometemos sospechas temerariamente buenas, porque nos habremos dejado seducir por esperanzas infundadas, apariencias engañosas, por ilusiones contra las cuales un hombre serio debe estar prevenido internamente. Y así, perjudicamos seriamente nuestros intereses, los de nuestras familias, de nuestra Patria y, lo que es peor que todo, los de la Santa Iglesia. Líbrenos Dios, pues, de las sospechas temerariamente severas. Pero líbrenos también de las sospechas temerariamente indulgentes.

Caridad neurasténica, iracunda misericordia

Cristo discute con los fariseos y en varias ocasiones los llama raza de víboras

A este respecto, no juzgamos deber desenmascarar el error infantil de los que suponen que todo juicio severo, por el propio hecho de ser severo, es temerario. Considerar que un asesino es un asesino, un adultero es un adúltero o un ladrón es un ladrón constituye para mucha gente juicio temerario. ¿Podrá haber opinión más ridícula?

Así, cuando Nuestro Señor llamaba a los fariseos raza de víboras y sepulcros blanqueados, ¿cometía juicio temerario? Cuando los Apóstoles, los Papas, los Padres y Doctores de la Iglesia estigmatizaban con palabras candentes los errores de los potentados de su tiempo ¿cometían juicio temerario? Y la caridad, según esa extraña moral, consistiría en considerar pertinazmente, y contra toda evidencia de los hechos, que un asesino es un cordero, un adúltero un lirio, y un ladrón una paloma. Esto no es virtud, sino imbecilidad. Se dice de Santa Teresa que ella afirmó que la humildad consistía en la verdad. Es también cierto que la caridad no consiste ni en el error ni en la mentira.

Todo esto es verdad, dirá mucha gente. Pero dejemos a los que detentan autoridad, sea en la familia, en la sociedad, en el Estado o en la Iglesia, el encargo de formar esas dolorosas certezas y esas tristes sospechas. Conformémonos con nuestra condición de súbditos y aprovechemos en ella al menos la satisfacción de vivir sin preocupaciones.

Todo el mundo reconoce que para las altas funciones –y cuántas funciones hay que, siendo humildes, son altísimas– es necesaria una preparación remota. Si todos aquellos que ejercen en el movimiento católico, en la sociedad o en la familia, funciones que los obligan absolutamente a sospechar del prójimo –dentro de la medida de lo justo y de lo razonable, lo repetimos–, se prepararan para esto sólo después de haber recibido sobre los hombros el peso de la autoridad, ¿qué especie de jefes tendremos? ¿No habría una analogía entre ellos y un general que sólo comenzase a aprender estrategia después de promovido a esa alta dignidad?

Tengo la certeza de que la lectura de estas reflexiones habrá causado a muchos lectores, que sufren de una caridad neurasténica y de una violenta e iracunda misericordia, una irritación sin nombre. Estas líneas les habrán causado, en el fondo de la conciencia, extraños y agudos remordimientos. Estaban en paz, y de repente el escenario muda delante de sus ojos. ¿Cuál es el periodista impertinente que así perturba su sosiego?

Los apóstoles duermen durante la agonía de Jesucristo en el Huerto de los Olivos

El mundo está atravesando una tremenda hora de crisis. La “caridad” con que mucha gente, cerrando los ojos al peligro, duerme el sueño de la paz, mucho más se parece al sopor de los Apóstoles en el Huerto de los Olivos que a una verdadera virtud sobrenatural. Si esos miembros somnolientos de la Iglesia militante no quieren oír nuestra voz, mediten al menos en las palabras de Nuestro Señor: “Una hora non potuistis vigilare mecum?” 2

Notas

1Cf. Revista Dr. Plinio n. 187, p. 8-12, versión brasileña

2 Del latín: ¿No pudiste vigilar una hora conmigo? (Mt. 26, 40).

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