Plinio Corrêa de Oliveira
En el uso común de la palabra, es libre quien hace lo que quiere. Por ejemplo, cuando alguien recibe una visita y dice: “Esté a gusto y disponga de lo que quiera con toda libertad”, eso indica que el visitante puede satisfacer todos sus deseos. Por tanto, si quiere coger un objeto para examinarlo, sentarse en un cuarto o en otro lugar para descansar, puede hacerlo sin restricciones. En este sentido, la libertad es la facultad de satisfacer sus deseos. Según esa acepción, deberíamos concluir que los Mandamientos de la Ley de Dios limitan nuestra libertad, porque todo hombre, por ser concebido con pecado original, tiene muchas tendencias malas y, si hay Mandamientos que prohíben atender esas inclinaciones, limitan la libertad del hombre.
Ahora bien, la Iglesia afirma precisamente lo contrario: los Mandamientos divinos garantizan, aseguran la libertad del hombre. Entonces, ¿para ella la libertad no tiene el sentido atribuido por el lenguaje común? ¿Qué es, pues, la libertad según la Iglesia? En una persona que conozca los Diez Mandamientos y, por lo tanto, sepa que debe proceder de un modo determinado, pero tiene una inclinación a hacer algo opuesto a los Mandamientos, su voluntad vacila: ora quiere cumplir su deber, ora desea satisfacer su mala tendencia. En ese tropiezo, al tener la facultad de dirigir su voluntad adonde quiera, ella es libre. Esta es una primera noción de libertad. No es, por lo tanto, como un animal que solo sigue sus instintos. Eso ni siquiera merece el título de libertad. En la libertad del hombre intervienen dos factores que el animal no posee: la inteligencia y la voluntad. Por la inteligencia, el ser humano comprende que debe hacer una cosa y la voluntad lo lleva a querer eso. Sin embargo, puede vacilar, acabando por fijar su acto de voluntad ora en una cosa, ora en otra, o en algo que él sigue la vida entera, poco importa. En ese caso fue libre, pues, ante una alternativa, escogió lo que quiso.
Entonces, la libertad es la facultad que el hombre tiene de, entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, poder libremente optar por la verdad y por el bien. Se trata de un don muy alto de Dios, porque es rechazando el error y el mal que el hombre practica, hace efectivo su acto de amor y de fidelidad al Creador, y de esta forma merece el Cielo. De manera que, siempre que tenemos la oportunidad de ejercer ese acto, debemos agradecer a Dios esa facultad y debemos ejercerla de acuerdo a la Ley Divina.