Plinio Corrêa de Oliveira

Luis XVI – Museo Palacio de Tau, Reims
Pasados dos siglos desde la Revolución Francesa, las figuras de Luis XVI y María Antonieta aparecen rehabilitadas a los ojos de la opinión pública. No obstante, eso no impide que la Revolución continúe su curso, el cual habría sido cortado si el Rey hubiese sabido utilizar los recursos colocados a su disposición.
Luis XVI no comprendió que el revolucionario no se amansa: se doma. Y cuando no se doma, se resuelve el caso de otra manera… Él, por el contrario, esperaba amansar al pueblo con la política descrita anteriormente.
Doscientos años después de la Revolución, aparece la verdad
De ahí resulta una situación con una profunda repercusión sobre el modo por el cual la Revolución es conmemorada en los días de hoy. Doscientos años después, esa política produjo efectos que no dejan de ser muy interesantes desde el punto de vista contrarrevolucionario.
Porque, disponiendo de esa máquina de difundir noticias por todo el país y, por lo tanto, difundir mentiras si ellos quisieran hacerlo, los revolucionarios tenían la posibilidad de convencer momentáneamente a Francia de todo lo que quisiesen.
Y para levantar al pueblo contra el Rey, ellos no solo produjeron un hambre artificial, cortando la circulación de víveres dentro de Francia, causando revueltas; sino que también presentaron a Luis XVI como un tirano sanguinario. María Antonieta, la Reina, fue presentada como una mujer que vivía en un lujo desenfrenado, que era la causa de los grandes gastos de la Corte. Gastos estos que, a su vez, causaban la pobreza de la nación. Por todo eso, era necesario acabar con la influencia del rey tiránico y de la reina disoluta, lujuriosa.
Hicieron del rey y de la reina, entonces, el blanco de una campaña de calumnias casi sin precedentes en la Historia, que, finalmente, los llevó a la guillotina.
Pasaron los años… lo viejo fue quedando antiguo. Los historiadores comenzaron a estudiar los archivos, los documentos, los decretos, las correspondencias del rey y de la reina, y percibieron que todo el cuadro revolucionario era artificial, mentiroso. El rey, otrora tenido como tirano, era en realidad un débil, un hombre sin energía, un pobre hombre. La reina, tenida como una mujer de lujo exorbitante, por el contrario, se hacía censurar por la excesiva simplicidad de las modas que usaba. Tenía la manía de vestirse de pastorcita y andar así vestida por París o Versalles. No era como las señoras del reinado anterior, de Luis XV. María Antonieta representaba una especie de modernidad pastoril y simplona –a propósito, de mucha elegancia–, en una Francia hasta entonces habituada al lujo real.

María Antonieta en traje de campesina – Galería Nacional de Arte de Washington
Por lo tanto, ella también era una pobrecita.
Además, ella era austríaca y hermana del Emperador del Sacro Imperio Romano Alemán, o sea, el jefe de la Casa de Austria. Austria era enemiga tradicional de Francia. Entonces, se decía que la reina trabajaba lo máximo posible para que Austria invadiese a Francia para salvar a la monarquía. Eso significaba hacer entrar al enemigo dentro de casa: la reina era una traidora.
Leyendo la colección de cartas de María Antonieta a su familia, se ve lo contrario. Ella siempre actuó para evitar que su hermano interviniese, porque ella participaba de la idea del marido. Ella imaginaba que, tratando con bondad al pueblo, este acabaría percibiendo la locura de la situación y liquidaría por sí mismo a la Revolución. De manera que todo eso se fue difundiendo poco a poco y el cuadro de la Revolución cambió: ¡el rey y la reina eran unos pobrecitos!
Una misma política causó dos efectos diferentes
Además, el rey era un hombre muy honesto. La reina, a su vez, reunía en sí todas las cualidades capaces de hacer encantadora a una dama.
El ambiente de la Corte estaba tan impregnado de moralidad, al contrario de la Corte de Luis XV –abuelo de Luis XVI– que, por ejemplo, la hermana del Delfín –Madame Clotilde de France2–, la cual se casó con el Duque de Piemonte y Rey de Cerdeña, murió en olor de santidad, con virtudes heroicas reconocidas por la Santa Sede y proclamada venerable.
Luis XVI tuvo otra hermana, Madame Elisabeth4, soltera, que acompañó al rey y a la reina hasta la Torre del Templo donde estuvieron presos, siendo para ellos un apoyo y ayudándolos en la educación de los dos hijos. Ella murió guillotinada por causa de ese acto de dedicación.
Además, había una princesa de un ramo colateral de la familia real, Luisa de Condé5, persona muy piadosa que fundó en París un convento de Benedictinas del Santísimo Sacramento, que debían hacer adoración perpetua

Mme. Elisabeth en el Templo y Mme. Clotilde de France
El convento fue construido sobre las ruinas del Templo donde Luis XVI y María Antonieta estuvieron presos, para reparar los crímenes y pecados que allí se cometieron contra la autoridad real. Ella no fue beatificada, pero es tenida como santa. O sea, una persona de alta virtud.
En fin, todo eso fue saliendo poco a poco del pantanal de las mentiras de la Revolución, impregnando la Historia y, posteriormente, a la opinión pública.
Al cabo de algún tiempo, quedó clarísimo que aquello era una conspiración de la mentira, de la calumnia más atroz, del odio más desbandado al servicio de planes de anarquía social, cuya punta explotó al final de la Revolución Francesa, con la primera revuelta comunista promovida por Babeuf7, un revolucionario republicano que hizo una tentativa de implantar el régimen comunista, tal cual, en Francia.
Hoy vemos que el eje de la Historia cambió y que la excesiva mansedumbre de Luis XVI y de María Antonieta produjo en nuestros días un sentimiento de compasión hacia ellos, haciéndolos populares después de la muerte. En alguna medida, aunque pequeña, realizaron sus esperanzas –con doscientos años de atraso–, de que el pueblo acabase dándoles la razón.
En esa perspectiva, la opinión pública también queda preparada para un análisis más objetivo de las ideas de la Revolución.
Por ejemplo, el hombre que estaba en el pináculo de la popularidad poco antes de la Revolución, era Voltaire; él era, entre los enciclopedistas, el hombre más impío de Francia. Era tan asqueroso que, en un acto de rebeldía, pocos instantes antes de morir –el hecho es horrible, pero es necesario contarlo para comprender bien–, él bebió el contenido de su propio vaso nocturno.
Voltaire está hoy con el crédito muy abajo, mientras Luis XVI y María Antonieta, que otrora estaban en el auge del descrédito, ahora son glorificados, dejando a la Revolución sin coraje de atacarlos de frente.
Vean el vaivén de la Historia: la Revolución se sirvió de la política débil y estulta que los reyes quisieron adoptar, para derrumbarlos y dominar a Francia, grosso modo, durante dos siglos, y así infestar el mundo. Pero, en contrapartida, esa misma política sirvió para, en determinado momento, desmoralizar a la Revolución. Esa es la pluralidad de aspectos que el fenómeno revolucionario tiene.
Alguien preguntará: “Entonces, ¿Luis XVI y María Antonieta fueron astutos al actuar de ese modo?” ¡No! Porque no es muy consolador saber que ellos fueron rehabilitados ante la opinión pública cuando esta continúa avanzando, a pesar de todo, en el camino que la Revolución trazó, o sea, rumbo al Comunismo. Sin embargo, es necesario comprender bien ese aspecto colateral de la actitud de los reyes para que entendamos, en su prolijidad y en su multiplicidad de aspectos, la marcha del fenómeno “Revolución y Contra-Revolución”.

François-Noël Babeuf
¿Qué debería haber hecho Luis XVI?
Yo no entiendo nada de cirugía, pero voy a imaginar a un cirujano que resuelve operar a un paciente de cáncer –un tumor no aparente, que no está a flor de piel–. Primero, el médico manda a sacar una radiografía, después la analiza y hace su plan de acción: “El cáncer está penetrando en tal lugar; debo cortar aquí, allá y más allá. Pero mi meta es extirpar cualquier célula cancerosa, porque ella va a esparcir la enfermedad a otros lugares del organismo.”
La Revolución, de por sí, es difusiva como el cáncer y, por eso, debe ser extirpada por completo. Luis XVI tenía delante de sí dos alternativas: o considerar las masas que se aproximaban y mandar a descargar la caballería sobre ellas, como hizo el Príncipe de Lambesc8; o, caso eso no fuese posible –como realmente sucedió– debería hacer una lista de los errores de la Revolución y mandar a pedir al Papa Pío VI una condenación; pero pedir de tal forma que el Pontífice no pudiese rechazar.
Yo imagino una carta del Rey al Papa en los siguientes términos: “O Su Santidad condena con radicalidad esos errores, de tal manera que no quede ninguna duda, o yo lo responsabilizaré por la sangre derramada en mi país. Si esos errores no fueren condenados, Francia sufrirá una mortandad para la cual me voy a preparar, aunque prefiriese no verla. Por lo tanto, es necesario que yo sienta todo el peso del clero católico combatiendo a mi lado. ¡Ahí sí, soy fiador de que mi espada garantizará la integridad del altar, de los ministros sagrados, del culto católico entero y asegurará una Francia católica! Si no hubiere eso, yo, solo con mi poder militar, no extirpo esa situación.”
“Este pedido mío precede el uso de las armas, pero, si yo tuviere que hacer uso de ellas, Europa quedará sabiendo que entré en combate porque Su Santidad no quiso ser enérgico, pues yo hice lo posible para no derramar sangre.” Si fuese yo, sin duda alguna escribiría esa carta y obtendría del Papa el lanzamiento de ese documento.
Respuesta ambigua del Papa y réplica del Rey
Pío VI era muy miedoso, casi tan miedoso cuanto Luis XVI. Sucedió, sin embargo, que el monarca intentó tomar una medida de ese género. Mandó una carta en secreto, por medio de un portador, pidiendo al Papa la condenación de los Derechos del Hombre elaborados por la Revolución. ¿Qué hizo Pío VI? Respondió la misiva del Rey y la envió con un mensajero diciendo:
“Recibí su pedido y la condenación está hecha. Ahora bien, ella fue hecha en secreto, en un consistorio del Sacro Colegio de los cardenales. Por lo tanto, el documento que envío a Su Majestad es secreto también. Pero, para tranquilidad de su conciencia, esos errores están condenados.”
Luis XVI debería haber respondido lo siguiente:
“Tengo en mis manos un documento de Su Santidad mostrando que no puedo contar con su apoyo. Sepa que, en el momento oportuno, haré la matanza de esos bandidos para liberar a mi pueblo. En esa fecha, enviaré misivas a todos los reyes de Europa con la copia de su carta secreta que me envió. Su Santidad aún está a tiempo de corregir la situación…”
En esas condiciones, el rey, o podría mandar a aplastar a los revoltosos o –lo que me parece más interesante– apresar a todos los enciclopedistas en la Bastilla, mandar a quemar sus libros en plaza pública a la manera de la Inquisición y exterminar, así, la difusión de las ideas revolucionarias. Porque más vale la pena eliminar a los grandes culpables que a los pequeños.
Además, el monarca podría pagarle a alguien para hacer una suma de las máximas revolucionarias contenidas en la Enciclopedia y publicar, diciendo: “El Papa no quiso condenar esos errores, pero yo los condeno: eso es contra la Doctrina Católica. Voy a hacer mi Enciclopedia, en ella ustedes sabrán la verdad.”
Alguien objetará: “Pero, pobrecito, Luis XVI no tenía talento para hacer eso.” Si no tenía talento, por lo menos podía convocar a gente que lo tuviese; encerrarla en una fortaleza y decir: “Cuando ustedes terminen

Pío VI – Galería Nacional de Irlanda
el trabajo, quedarán en libertad. Yo les daré tanto dinero como pago –un buen dinero–, pero hagan lo que yo quiero que sea hecho, porque de lo contrario ustedes no saldrán de ahí. Voy a mandar a los carceleros que fiscalicen el trabajo para ver si está saliendo como quiero.”
Esos serían algunos recursos. Habría muchos otros…
El papel de la Corte
En la descripción que hice del mundo de los salones omití el papel de la Corte, que quedaba en Versalles y no en París, dos ciudades distintas. Las personas principales de la Corte tenían casas, ora en una ciudad, ora en otra. Y algunas tenían apartamentos concedidos por el Rey en el Castillo de Versalles, pues este era enorme y capaz de acoger a mucha gente.
La Corte constituía, por lo tanto, el salón de los salones y era muy prestigioso pertenecer a ella, ser recibido o recibir visitas de personas de la Corte, obtener distinciones del Rey, de la Reina, etc. El prestigio social se hacía, en gran medida, en virtud de eso.
Y, si el Rey y la Reina tuviesen una idea exacta de cuál era la doctrina de la Revolución y, por consiguiente, también de cuál sería una doctrina contrarrevolucionaria deseable, ellos ya podrían, con habilidad, haber hecho mucho para destrozar la rebelión naciente en París, sin el carácter enérgico y rubicundo de las medidas arriba mencionadas. Bastaba que fuesen, poco a poco, expulsando a los hidalgos revolucionarios e introduciendo a los nobles contrarrevolucionarios en los cargos de la Corte, de modo a hacer de ella un foco permanente de Contra-Revolución, dando prestigio a los buenos.
Los reyes tenían mucha influencia en el nombramiento de obispos y en la promoción del clero; podrían promover, allí adentro, a los más ortodoxos u obtener del Papa el nombramiento de prelados buenos, con pensamientos contrarrevolucionarios, y no verdaderas pústulas como Talleyrand9, Obispo de Autun, hombre prácticamente sin fe y, sobre todo, sin moral. Estimulando la Contra-Revolución ideológica en el país de todos los modos, la Corte podría haber tenido recursos de acción colosales.
Sin embargo, Luis XVI no osó ninguno de esos recursos. Había mil medios de prevención de la Revolución antes de usar la represión. Además, había mil medios de represión. Nada de eso hicieron los reyes. En mi opinión, ellos no tenían una idea nítida y articulada de lo que es la opinión pública. Y por eso quedaron medio hébétés en ese vaivén de las cosas.
El poder oculto que creaba los “Cahiers des Doléances
A mi modo de ver, había un modo facilísimo de desmoralizar la organización de los Estados Generales cuando estos fueron convocados. Para expresarme mejor, voy a hablar en lenguaje moderno. Cada distrito electoral de aquel tiempo escogía a los diputados mediante un sistema de voto indirecto. Ellos nombraban quién elegiría a los diputados.
Ahora bien, desde que hubo Estados Generales –ya en la Edad Media era así–, ese pequeño cuerpo de diputados elaboraba también un documento intitulado Cahier des Doléances11. Por lo tanto, era la lista de cosas que el pueblo deseaba que fuesen modificadas porque los hacía sufrir, y pedían que fuesen tomadas las providencias necesarias.
Existía el Cahier des Doléances de Bretaña, otro de Lorena. El diputado de cada lugar se dirigía a los Estados Generales con la incumbencia de dar a conocer las doléances de su jurisdicción, y presentaba los pedidos. De ahí nacía un debate y se tomaba una decisión.
Ahora bien, los Cahiers des Doléances fueron exhaustivamente estudiados por autores contemporáneos y se verificó que esos

Charles Maurice de Talleyrand-Périgord Museo Carnavalet, París
libros no habían sido hechos por los representantes populares, pues existieron ejemplares de zonas diversas unas de otras, como, por ejemplo, Lyon y Havre, con las mismas quejas, repitiendo palabra por palabra, en páginas enteras. Tal prueba indicaba la existencia de una máquina que hacía las doléances y las enviaba a París, a fin de ejercer cierto efecto sobre el público. Pero todo aquello era falsificado y, por lo tanto, la Asamblea funcionaba al servicio de otro poder. Y de un poder oculto.
Luis XVI podía haber mandado a examinar esas quejas de modo muy amable: “El Rey quiso conocer, él mismo, las doléances de su querido clero, de su querida nobleza y de su querida plebe; mandó a examinarlas y tuvo la sorpresa de encontrar tal cosa así.”
Antes que los Estados siguieran funcionando, el Rey debería haber abierto una investigación nacional para saber cómo había sido elaborado aquello. Él podría llamar a un interrogatorio a los señores que tenían cuadernos iguales: “Señores, preséntense aquí delante de la Inquisición y expliquen cómo, viviendo en zonas tan diferentes una de la otra, ustedes imaginan para sus respectivos pueblos situaciones iguales: no es posible. ¿Cómo recibieron eso? ¿Quién se los dio? ¿Por qué aceptaron traer eso? Quiero saber con exactitud. Si no, van a ser llamados para responder por crimen de estelionato, porque falsificaron las intenciones del pueblo aceptando las intenciones de unos ideólogos revolucionarios, agitadores, inquietos e insaciables.”
Eso bastaba para hacer explotar la Revolución.
Medios de evitar la Revolución
Había, también, mucha confusión en la administración del patrimonio público de Francia; nadie sabía con seguridad cómo estaba. Eso no era tan irregular, porque antiguamente las cuestiones de dinero se trataban con cierta bonhomía y relajamiento, llegando a veces al exceso; el dinero no era un ídolo como lo es en los días de hoy.
Entonces, encargaron a un banquero suizo-francés, Necker12, que estudiase la situación del tesoro de Francia y elaborase un informe. Pero no mandaron a nadie a fiscalizarlo para ver si estaba trabajando correctamente.
Necker presentó un informe muy bien redactado –yo desconfío que fue redactado por algún enciclopedista, pues ellos eran muy buenos literatos–, que fue difundido por toda Francia como el último modelo de la mejor ciencia económica posible.
Sin embargo, estaba lleno de errores. Hoy no se admiten más tales propuestas. ¿Por qué, entonces, no mandaron a examinarlo antes? Porque ese trabajo era la pieza clave para probar que los Estados necesitaban ser reformados. En otras palabras, era el libelo de acusación, en el plano administrativo y económico, contra la monarquía.
Ahora bien, el Rey, contra quien se dirigió tal acusación, ¿no mandó a controlar la situación, teniendo todos los medios a su alcance? ¡Es algo inimaginable! Claro, si un hombre verdaderamente católico estuviese en la dirección
de un país en esas circunstancias, habría usado toda la fuerza necesaria, pero habría hecho todo lo necesario para evitarla. ¡Evidente! Solo un animal sanguinario prefiere usar la fuerza pudiendo evitarla.
En fin, todos esos métodos políticos: mandar a controlar los Cahier des Doléances, el trabajo de Necker, desmontar el prestigio de los salones de París por medio de suspensiones o alejamientos de estos o de aquellos con relación a la Corte, todo eso podría haber evitado la Revolución, si Luis XVI hubiese actuado ya en el comienzo de su reinado. Como católico, el Rey debía preferir eso. Pero él no vio nada, no supo nada, no quiso nada y murió con la cabeza cortada en la guillotina.

Apertura de los Estados Generales el 5 de mayo de 1789. En destaque, Jacques Necker – Biblioteca Nacional de Francia
Aspectos luminosos y deplorables que se mezclaron
Los acontecimientos de la Revolución Francesa tienen tal prolijidad, complejidad de aspectos, que es necesario considerar también otro punto.

Muerte de Pío VI – Biblioteca Nacional de Portugal
En medio de todas las culpas que caben al Rey y a la Reina, es necesario decir que Pío VI, con ocasión de las exequias de María Antonieta, celebró una Misa en la Basílica de San Pedro, en la cual declaró, como opinión personal, o sea, sin hacer uso de la infalibilidad papal, que los monarcas muertos eran mártires. Porque si ellos hubiesen concordado con la separación entre la Iglesia y el Estado, simplemente por eso, no los habrían matado. Y ellos sabían eso. Hay, por lo tanto, aspectos luminosos y deplorables que se mezclan.
El propio Pío VI tuvo una muerte dignísim
a. Sin embargo, Ludwig von Pastor13 –tenido por muchos como el mejor historiador del Papado–, cuenta que Pío VI era un hombre muy vanidoso, pues pasaba cierto número de horas por día con las manos metidas en un recipiente con leche de almendras, porque se creía en aquel tiempo que eso hacía más blanca la piel. Y como él tenía las manos muy bonitas, quería que estas apareciesen muy albas al entrar en la Basílica de San Pedro siendo cargado en la silla gestatoria dando bendiciones.
Para un hombre cualquiera es algo inconcebible pensar si las manos son bonitas o feas. ¡Y para un Papa eso es inadmisible! Él hizo eso. Y tuvo debilidades ante la Revolución, innegables.
Sin embargo, a partir de cierto momento comenzó a resistir, razón por la cual fue llevado preso hasta Francia por la Revolución. Al llegar allá, estaba tan enfermo, que paró, porque no aguantaba más viajar tantas horas en carruaje desde Roma. Y el “pueblo” –de hecho, era un bando de canallas acumulado por la policía– se agrupó frente a la casa donde el Pontífice residía y le pidió aparecer. Él salió de la cama, se vistió con la indumentaria propia de un Papa, llegó al balcón del cuarto y el “pueblo”, abucheando, dijo: “Ecce homo”14. Poco después murió. Eso demuestra una gran dignidad.
Esos personajes son muy complejos. Cuando se quiere hacer un juicio personal, es más complejo juzgarlo de lo que parece a primera vista. v
(Extraído de conferencia del 19/7/1989)
1) Cf. Revista Dr. Plinio, No. 86, pp. 16-21.
2) Marie-Adélaïde Clotilde Xavière (*1759 – †1802).
3) Carlos Emanuele IV (*1751 – †1819).
4) Élisabeth Philippe Marie Hélène de France (*1764 – †1794).
5) Louise Adélaïde de Bourbón-Condé (*1757 – †1824).
6) Louise Condé fundó la Abadía de Saint-Louis du Temple, haciendo parte de la Orden de los Benedictinos de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento, congregación fundada por Mechtild del Santísimo Sacramento.
7) François Noël Babeuf (*1760 – †1797), periodista que participó de la Revolución Francesa, conocido por el nombre de Gracchus Babeuf.
8) Charles- Eugène de Lorraine (*1751 – †1825).
9) Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord (*1754 – †1838).
10) Del francés: aturdido.
11) Cahiers des Doléances son registros en los cuales la asamblea de cada región de Francia anotaba las peticiones y las quejas de la población.
12) Jacques Necker (*1732 – †1804). Encargado en tres ocasiones por el Rey Luis XVI de la economía de la monarquía francesa.
13) Ludwig von Pastor (*1854 – †1928). Historiador alemán y diplomático para Austria.
14) Del latín: he aquí el hombre.