
Existe un esforzado duelo personal entre Jesucristo y satanás, cuyos orígenes explican el estado de lucha perpetua e incompatibilidad irreductible entre buenos y malos, en todos los periodos de la Historia.
Plinio Corrêa de Oliveira
Los historiadores nos dan un cuadro del lamentable estado del mundo pagano, por ocasión del adviento del Verbo Encarnado. En resumen, había en el mundo romano una clase de reyezuelos totalitarios que hacían trabajar a un pueblo de esclavos, y una plebe de mendigos que no podría trabajar, dada la concurrencia de la misma mano de obra esclava.
Tal estado de cosas conducía naturalmente al socialismo, y fue en el más craso socialismo de género demagógico en el que terminó el cesarismo pagano del Imperio Romano.
Dos naturalezas distintas se unen para formar una única Persona
Contra esa esclavitud del pecado clamaba la conciencia de los hombres que no se dejaban esclavizar por el padre de la mentira. En su largo cautiverio, los justos suspiraban por el día de la Redención. Y se elevaban a los Cielos sus voces, así como la de los profetas, suplicando el anunciado advenimiento del Esperado de las naciones, el Salvador que nos nacería de una Virgen, Aquella que debería aplastar la cabeza de la serpiente infernal.
La presencia de Nuestro Señor Jesucristo llena toda la Historia de la humanidad por las promesas, por la unión del pueblo fiel con su Creador, de la misma forma como domina el mundo después de su venida, a través de la Iglesia, su Cuerpo Místico. En Él, la religión es una a través de todas las edades: “Jesucristo ayer, y el mismo hoy, y también por los siglos” (Hb 13, 8).
En esta unión sustancial e indisoluble de las naturalezas divinas y humanas en unidad de Persona Divina vemos el cumplimiento de la promesa de la Redención. He aquí la distinción bien marcada entre lo finito y lo infinito. En Jesucristo hay dos naturalezas distintas: la divina y la humana. Como Hijo de Dios, es consustancial a Dios y es Dios verdadero. Como Hijo de la Santísima Virgen, es verdadero Hombre. Pero esas dos naturalezas distintas se unen, sin confundirse, para formar una única Persona, El Verbo Encarnado, Nuestro Señor Jesucristo. Este es el misterio de la Encarnación, según el cual, como naturaleza, Jesucristo es Dios y Hombre, y como Persona es entera e inseparablemente Hijo de Dios, entera e inseparablemente Hijo del hombre.
Dice San Agustín que el hombre estaba doblemente muerto con el pecado de Adán, por la muerte del cuerpo, cuando el alma lo desampara, y por la muerte del alma cuando Dios la desampara. Esta es la segunda muerte referida por San Juan en el Apocalipsis, que cabrá “a los cobardes, e infieles y execrables, y homicidas, y fornicadores, y hechiceros, e idólatras y para todos los embusteros” (Ap 21, 8).
Y es de esta muerte de la que nos vino a salvar el “Primogénito de entre los muertos” (Col 1, 18), al decir de San Pablo, es “libertar a todos aquellos que con el miedo de la muerte estaban durante toda su vida sujetos a la esclavitud”, “Por donde debió ser en todo asemejado a sus hermanos, para ser compasivo y fiel pontífice en las cosas que miran a Dios, a fin de expiar los pecados del pueblo. Pues por cuanto Él mismo fue probado con lo que padeció, puede socorrer a los que son probados” (Hb 2, 15. 17-18).
Incompatibilidad irreductible entre buenos y malos
Se diría, por tanto, que, con la venida del Mesías y Redentor del mundo, una nueva era de paz y concordia estaría reservada para la humanidad. ¿Y quién puede negar que, en la vigencia del Nuevo Testamento, en la Ley de la gracia, haya habido una efusión mucho mayor de la Misericordia Divina, sobre todo por la acción de los Sacramentos de la Nueva Ley, en uno de los cuales el Salvador del mundo se ofrece personalmente por la santificación de las almas?
Pero no por eso dejó de existir la lucha entre las dos ciudades. Dice Santo Tomás, que, así como Jesucristo es el superior y cabeza de los buenos, satanás es el caudillo de los ángeles rebeldes. Luego, añade el Doctor Angélico, es cierto que, como consecuencia de esta oposición, existe un esforzado duelo personal entre Jesucristo, jefe de los buenos, y satanás, caudillo de los malos, cuyos orígenes explican el estado de lucha perpetua e incompatibilidad irreductible entre buenos y malos, en todos los periodos de la Historia.
Por eso, afirma San Juan, que el Verbo eterno “Vino a los que eran suyos, y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11).
Es por eso que los sectarios, representantes el padre de la mentira, lo persiguieron, prendieron, azotaron, coronaron de espinas, y lo crucificaron. Y es por eso, por lo que la multitud de Jerusalén —esa misma en medio de la cual había un gran número de beneficiados y testigos de sus milagros—, instigados por los fariseos, herodianos y saduceos, prefieren a Barrabás que a Jesucristo; al revolucionario, sedicioso, conspirador y asesino que al Justo. He aquí por qué, desde sus primeros días de vida, la Iglesia se enfrenta con las herejías y cismas. Y ya San Pedro, en su segunda epístola, se refiere a la abominación y dureza de corazón de aquellos “que mejor les fuera no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás de la ley santa a ellos enseñada” (2 P 2, 21).
Dios utiliza el mal para realizar sus designios
Sin embargo, lejos de angustiarnos esta lucha, ella debe servir de estímulo a nuestro celo. Ya decía San Pablo a los corintios que es incluso necesario que haya herejías, para que los que son de una virtud probada se manifiesten (1Co 11, 19).
“Porque es fuerza que haya aún bandos entre vosotros, para que también se ponga de manifiesto entre vosotros los que son de temple acrisolado” (1Co 11, 19).
Además, al mostrar cómo Dios utiliza el propio mal para realizar sus designios, dice el autor de la Ciudad de Dios que muchas cosas que pertenecen a la Fe Católica, cuando los herejes, con su cautelosa y astuta inquietud, las perturban y desasosiegan, entonces para poder defenderlas delante de esos enemigos, los hijos de Dios las consideran con más atención, percibiéndolas con más claridad, predicándolas con mayor vigor y constancia, y la duda o controversia que excitan los que son contrarios sirve de ocasión propicia para aprender.
Ahí está la razón por la cual debemos enfrentar esos errores y evitar que se propaguen a costa de nuestra pasividad. Ahí está el por qué sus fomentadores detestan los debates a la luz del día, prefiriendo arrastrarse en las sombras. Ahí está por qué no nos estremecemos con la exuberante colección de apodos con los que somos agredidos. Acusados de comunistas cuando está en prestigio el fascismo, acusados de fascistas cuando el comunismo es el modelo del día. Sean nuestro consuelo las exhortaciones del Apóstol de los gentiles a los corintios y mostrémonos “con palabra de verdad, con fuerza de Dios; manejando las armas de la justicia, las de diestra y las de siniestra; por gloria y por afrenta, por crédito y por descrédito; como seductores, aunque veraces; como desconocidos aunque bien conocidos; como quienes se están muriendo y ya veis que vivimos; como contristados, aunque siempre regocijados; como pobres, pero que a muchos enriquecen; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseen” (2Co 6, 7-10).