Luz que serena y fortalece

Publicado el 12/20/2020

¿Cómo no quedarse encantado contemplando un magnífico panorama marítimo? ¿O el delinear de un arco iris después de una tempestad? ¿O incluso el simple desabotonar de una flor salpicada de rocío e iluminada por el Sol?

Se podría decir que las criaturas no logran permanecer cerradas en sí mismas, sino que cantan con muda locuacidad la gloria de su Creador, glorificándole con sus excelencias y restituyéndole, de esta manera, el bien que recibieron de Él.

No obstante, así como el divino Artífice concedió a la naturaleza la facultad de revelar de algún modo su suprema belleza, quiso otorgar al ser humano la capacidad de elaborar maravillas aún mayores, partiendo de los seres inanimados.

Piénsese, por ejemplo, en la diferencia entre un diamante en estado bruto y la gema de extraordinaria hermosura obtenida por las hábiles manos del tallista. O en las finas sedas tejidas a partir de prosaicos capullos de oruga.

Los ejemplos podrían multiplicarse. Dado el insaciable deseo de perfección puesto por Dios en el espíritu humano, podríamos componer, recorriendo siglo a siglo, un capítulo de la Historia titulado La búsqueda de lo Bello. Y en él veríamos que cuanto más cerca de Dios
se encuentra una civilización, mejor consigue reflejar en sus obras las sublimidades celestiales. Razón por la cual lo más sobresaliente del patrimonio cultural y artístico que el pasado nos ha legado fue edificado en los períodos de mayor fervor cristiano.

Una pequeña muestra de ello son los vitrales, nacidos en la épca áurea de la Edad Media. Fruto de manos y corazones amantes de Dios, tienen la virtud de transformar la luz material en una fantasía de colores que, con la ayuda de la gracia, nos transporta al mundo sobrenatural. Cuando la luz del Sol los atraviesa, materia y espíritu como que se besan, creando una atmósfera propia a apaciguar el corazón del que se detiene a contemplarlos.

Así, podemos imaginar a un alma particularmente afligida, llena de angustias y asumida por las dificultades de la vida, en el momento que entra en una hermosa catedral y dirige su mirada, de una manera instintiva, hacia el origen de la luminosa policromía que adorna las paredes. Al toparse con la figura dibujada en el vitral, poco a poco va siendo tomada por una consolación que llena su alma de equilibrio y la lleva a recogerse y a rezar.

Representada en el vidrio con espléndidos colores, vemos a María Santísima con su divino Hijo en sus brazos, en un gesto de tierna súplica, como si pareciera pedir clemencia por un pecador.

Dulcificada y serenada por tal luz y fortificada por la oración que imperceptiblemente habría hecho, la persona sale del templo consolada y llena de confianza. Siente como si una voz sobrenatural le hubiera susurrado: “Cuando el calor del Sol y el peso de la vida te parecieran demasiado duros, ven a reposar bajo mi luz tamizada por los colores de la gracia”.

Sin embargo, si esta luz viniera a eclipsarse, como ocurre por la noche con el vitral, no perdamos nunca la confianza. Al amanecer, aquel rayo de luz volverá a relucir aún con
más fulgor.

Tomado de Revista Heraldos del Evangelio nº 106, mayo de 201

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