Julián Sáenz
¿Cuántas veces no hemos escuchado o dicho nosotros mismos alguna de estas frases?
Por ejemplo:
— !El que me la hace me la paga!
O quizás:
— !El que me busca me encuentra!
O la ya famosísima y consabida frase:
— ¡¿Acaso usted no sabe, quién soy yo?!
Para algunos de nuestros lectores enojarse puede resultar muy sencillo… entretanto, enojarse con peso, cuenta y medida y en el momento oportuno, eso ciertamente no resulta tan sencillo.
Un ejemplo luminoso de dominio de sí y mansedumbre, podemos encontrarlo en la gloriosa Santa Mónica, madre de San Agustín, que no solamente tuvo que sufrir por causa de su hijo, sino que tuvo que sobrellevar también a su esposo Patricio, el cuál era de un temperamento colérico e irascible.
Muchas veces las vecinas de Santa Mónica se reunían para tejer o lavar en el río; en estas ocasiones, casi siempre había alguna de ellas con algún moretón o golpe. Todas intuían cuál era la causa…
Al serle preguntado a Santa Mónica, por qué teniendo ella un marido más iracundo que el de ellas, jamás la veían golpeada o lastimada. Con mucha sencillez y simplicidad, nuestra santa respondió a sus curiosas vecinas:
— Patricio jamás ha levantado la mano contra mí, porque cuándo él llega a casa alterado y con deseos de pelear, yo sé que es el momento de callar, pues uno es esclavo de lo que habla y dueño de lo que calla. Si yo también me dejase llevar por la ira, ciertamente acabaría como ustedes.
Y Santa Mónica consiguió su objetivo… Al final de sus días, el alma de Patricio había sido tocada por la gracia de una genuina conversión, y con lágrimas en sus ojos, imploró a su esposa el perdón, muriendo poco tiempo después, reconciliado con Dios y los hombres.
Aquella conversión que la cólera, la ira y el enojo jamás conseguirían, fue conquistada por la mansedumbre de nuestra santa.
Y en nuestro siglo, dónde muchas veces el pecado es exaltado y la virtud rebajada y pisoteada, inconscientemente crecimos con una visión distorsionada acerca de la práctica de una de las virtudes más indispensables para nuestra vida, y que más embellece y fortalece el alma de quién la practica.
¿Sabe de qué virtud se trata? Nada más y nada menos que de la virtud de la mansedumbre.
¿Cree usted que alguien manso es un ser apocado y sin carácter? ¿Piensa usted que la mansedumbre es debilidad o fortaleza de espíritu?
La mansedumbre, es esa virtud, hija de la templanza que nos permite canalizar nuestras pasiones e impulsos, no para reprimirlos, sino para sacarles provecho, ayudándonos a vencer la indignación y el enojo, sea este con justa razón o no, y a soportar las molestias y contrariedades con serenidad, otorgándonos suavidad en el trato, como vimos en el ejemplo de la vida de Santa Mónica.
El que tenga conciencia clara de que el Dios de la infinita majestad le ha perdonado misericordiosamente diez mil talentos, ¿Cómo osará exigir con altanería y desprecio los cien denarios que acaso pueda deberle un hermano suyo? (cf. Mt. 18, 23-33).
Hemos de perdonar cordialmente las injurias, tratar a todos con exquisita delicadeza, con profunda humildad y mansedumbre, teniéndolos a todos por mejores que nosotros1.
Siempre debemos buscar que nuestras ideas sobre los verdaderos valores de las cosas coincidan totalmente con las enseñanzas de la fe, independientemente de lo que el mundo pueda pensar o sentir.
Y así hemos de estar íntimamente convencidos de que en orden a la vida eterna es mejor la pobreza, la mansedumbre, las lágrimas del arrepentimiento, el hambre y sed de perfección, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz y el padecer persecución (Mt. 5,3-10) que las riquezas, la violencia, las risas, la venganza, los placeres de la carne y el dominio e imperio sobre todo el mundo. 2
Dice Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio: “Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra,(Mt. 5, 5); cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy mando y humilde de corazón” (Mt. 11, 29).
Comúnmente se asocia a la mansedumbre con la timidez, la debilidad y la falta de carácter, sin embargo la mansedumbre no significa debilidad, por más que esté adornada de bondad, paciencia y comprensión.
En cierta ocasión, nuestro fundador Monseñor Juan Clá Días, decía:
No sé que es más difícil ¿ser manso o ser humilde? No hay verdadera humildad sin verdadera mansedumbre.
La mansedumbre sin humildad es igual a un egoísmo habilidoso, porque se vale de la mansedumbre para hacerse adorar. Y tener humildad sin mansedumbre es imposible; es más o menos como querer encontrar una pelota cuadrada.
Es necesario que haya mansedumbre y humildad en nuestras obras, a ejemplo de los Sagrados Corazones de Jesús y María.3
Y, hablando acerca de los efectos maravillosos que la mansedumbre produce en el alma de quien la practica, Monseñor Juan enumeraba los siguientes:
1- Los mansos son aquellos que no murmuran, aquellos que no andan en chismes e intrigas.
2- Son quienes no quedan resentidos y saben tener una palabra que pone fin a una discordia; y no permite que ella se establezca entre amigos.
3- Aquel que es manso esta queriendo constantemente armonizar, queriendo elevar el espíritu de los demás.
4- Los mansos saben perdonar con generosidad las ofensas que reciben, ellos soportan el peso de la vida, constantemente conformados con la voluntad de Dios.
Como vemos, la mansedumbre es la virtud de los fuertes que saben dominarse en aras de un bien mayor e importantísima en el relacionamiento diario con nuestros semejantes y sobre todo, en nuestro relacionamiento con Dios, para saber aceptar sus designios sobre nosotros.
Pidamos a la Santísima Virgen que interceda ante su divino Hijo para que sea infundida en nuestra alma tan necesaria virtud.
Notas
1 Fray Antonio Royo Marín, Teología de la Perfección Cristiana; tomo II, pp. 468-469
2 Fray Antonio Royo Marín, op. cit., p. 439.
3 Caballeros de la Virgen, Novena a los Sagrados Corazones de Jesús y María, p. 10