
Confío absolutamente en ti, y con tal que tenga la dicha de morir ante tu imagen, encomendándome a tu misericordia, tengo la plena seguridad de no condenarme y de llegar a alabarte y bendecirte en el cielo en compañía de tantos siervos tuyos que al morir, y llamándote en su ayuda, se han salvado todos por tu poderosa intercesión.
San Alfonso María de Ligorio
¡Ojalá que todos los pecadores recurrieran a esta dulce madre! ¡Todos se verían perdonados por Dios! “¡Oh María –exclama lleno de admiración San Buenaventura–, al pecador despreciado por todo el mundo, tú lo abrazas con
maternal afecto y no lo abandonas, sino que consigues reconciliarlo con el Juez!”
Quiere decir el santo con esto que el pecador, mientras permanece en su pecado, es despreciado y aborrecido de todos; hasta las criaturas inanimadas; el aire, el fuego y la tierra parecen que quisieran castigarlo y vengarse de él para reparar el honor de su Dios despreciado. Pero si este infeliz acude a María, ¿María lo rechazará? No; que si viene con intención de obtener ayuda para enmendarse, ella lo abraza con amor de madre y no descansa hasta que con su poderosa intercesión lo reconcilia con Dios y lo pone en su gracia.
Se lee en el segundo libro de los Reyes (14, 2) que la sagaz mujer de Tecua se presentó a David y le habló de esta manera: “Señor, yo tenía dos hijos y, para mi desgracia, uno mató al otro. Ya he perdido un hijo, y ahora la justicia quiere quitarme el único que me ha quedado. Ten piedad de esta pobre madre y haz que no me vea privada de los dos hijos”. David, compadecido de esta madre, perdonó al delincuente. Esto mismo parece decir María cuando ve a Dios indignado contra un pecador que a ella se encomienda: “Dios mío –le dice–, yo tenía dos hijos, Jesús y el hombre. El hombre ha matado a mi Jesús en la cruz. Ahora tu justicia quiere condenar al hombre. Señor, mi Jesús ya ha muerto; ten compasión de mí, y si he perdido uno, no consientas que pierda ahora el otro”.
Seguro que Dios no condena a los pecadores que recurren a María y por los que ella ruega, siendo así que el mismo Dios los ha confiado como hijos a María. El devoto Laspergio hace hablar así al Señor: “Encomendé los pecadores como hijos a María. Por eso se muestra tan solícita en cumplir su oficio que no consiente se condene ninguno de los que le han sido confiados, sobre todo si la invocan; y hace todo lo que está en su mano para atraerlos a todos a mí”.
María merece toda nuestra confianza
¿Quién podrá explicar, dice Blosio, la bondad, la misericordia, la fidelidad y la caridad con que esta nuestra madre nos protegerá cuando pedimos su ayuda?
Postrémonos, pues, dice San Bernardo, ante esta buena madre, abracémonos a sus sagrados pies para que nos bendiga y nos acepte por hijos. ¿Quién puede desconfiar de la bondad de esta Madre? Decía san Buenaventura: “Aunque tuviera que morir, en ella esperaré; y puesta en ella toda mi confianza, junto a su imagen deseo morir y me salvaré”. Así debe decir todo pecador que recurre a esta madre tan piadosa: Señora mía, yo, con toda razón, merezco que me deseches de tu presencia y me castigues según mis culpas; pero aun cuando parezca que me abandonas y me dejas morir, no perderé la confianza en que tú me has de salvar.
Confío absolutamente en ti, y con tal que tenga la dicha de morir ante tu imagen, encomendándome a tu misericordia, tengo la plena seguridad de no condenarme y de llegar a alabarte y bendecirte en el cielo en compañía de tantos siervos tuyos que al morir, y llamándote en su ayuda, se han salvado todos por tu poderosa intercesión.
EJEMPLO
Ernesto, librado de la muerte por María
Refiere el Belovacense que en Inglaterra, en el año de 1430, vivía un joven noble llamado Ernesto, quien habiendo distribuido sus bienes entre los pobres entró en un monasterio, donde llevaba una vida tan edificante que los superiores lo apreciaban sobremanera, especialmente por su devoción a la Santísima Virgen. En la población se declaró la peste, y la gente acudió al monasterio pidiendo oraciones. El abad mandó a Ernesto que fuera a rogar a la Virgen ante su altar y no se levantase de allí hasta que hubiera obtenido una respuesta de la Señora. Allí estuvo el joven tres días hasta que obtuvo la respuesta de María que mandaba hicieran rogativas, celebradas las cuales cesó la peste.
Pero más tarde este joven se enfrió en la devoción a María. El demonio lo atacó con muchas tentaciones impuras y para que se fugara del monasterio.
Por no haberse encomendado a María, decidió fugarse saltando los muros del monasterio.
Cuando iba a realizar su intento, al pasar junto a una imagen de María que estaba en el claustro, la Madre de Dios le habló, diciéndole: “Hijo mío, ¿por qué me dejas?”
Ernesto, confuso y compungido, cayó en tierra y respondió: “Señora, pero no ves que no puedo resistir más? ¿Por qué no me ayudas?”. La Virgen le respondió: ¿Y tú por qué no me has invocado? Si te hubieras encomendado a mí, no te verías en este estado. De hoy en adelante encomiéndate a mí y no dudes”.
Ernesto volvió a su celda. Pero insistiendo las tentaciones y descuidando el acudir a María, al fin se fugó del monasterio, entregándose a una vida pésima. De pecado en pecado se convirtió en asesino. Tomó en arriendo una posada donde, por la noche, mataba a los pobres viandantes y los despojaba. Una noche mató a un primo del gobernador, el cual, sospechando del ventero, lo procesó y lo condenó a morir en la horca.
Antes de que fuera detenido llegó a la hostería un joven caballero. El malvado ventero, según su costumbre, entró a media noche en su habitación para asesinarlo; pero he aquí que en la cama no vio al caballero, sino un crucificado lleno de llagas que, mirándolo piadosamente, le dijo:
“¿No te basta, ingrato, con que yo haya muerto una vez por ti? ¿Quieres volver a matarme? ¡Puedes hacerlo!” El infeliz Ernesto se postró llorando y dijo: “Señor, aquí me tienes; ya que has tenido conmigo tan gran misericordia, quiero convertirme”. En el mismo instante abandonó la posada y emprendió el camino del claustro para hacer penitencia. Pero por el camino lo prendió la justicia; lo llevaron ante el juez, donde confesó todos sus crímenes.
Inmediatamente fue condenado a la horca, sin darle tiempo ni a confesarse.
Él se encomendó a María, y la Virgen hizo que cuando lo colgaron no muriese. Ella misma lo bajó de la horca y le dijo: “Torna al monasterio, haz penitencia; y cuando veas en mi mano un documento de perdón de tus pecados, prepárate a la muerte”. Ernesto volvió al convento y, habiendo contado todo al abad, hizo penitencia. Pasados los años, vio en manos de María la cédula del perdón. Se preparó a la muerte y santamente entregó su alma.
Tomado del libro Las Glorias de María, Cap. I; pp. 23-25