El suplicio y la varonilidad de San Artemio sirvieron de estímulo a personas que nunca imaginó que pudieran existir. Probablemente, también los católicos de los últimos tiempos encontrarán consuelo al meditar en nuestras luchas y sufrimientos.
Tenemos una ficha biográfica de San Artemio, mártir, para comentar. Comandante de las fuerzas imperiales, ocupó bajo Constantino Magno puestos de honra en el ejército. Juliano el Apóstata, que había levantado una gran persecución contra los cristianos, lo mandó a degollar. Sobre él dice el P. Rohrbacher1:
Gobernador de Egipto y de Siria
Mientras los dos sacerdotes, Eugenio y Macario, eran llevados al suplicio, un oficial que había permanecido al lado del emperador se levantó y se dirigió a él:
“¿Por qué torturas tan cruelmente a esos santos hombres consagrados a Dios?”. No os olvidéis que también sois hombre, sujeto a las mismas miserias. Si Dios os constituyó emperador, si recibisteis de Dios el imperio, tomad cautela para que satanás, que pidió y obtuvo permiso para tentar a Job, no haya pedido y obtenido permiso para usaros contra nosotros, a fin de pasar por el cedazo el trigo de Cristo y sembrar la cizaña por todas partes. Pero su empresa resultará vana, no tiene el mismo poder antiguo. Desde que Cristo vino y fue erguido en la cruz, cayó el orgullo de los demonios, su poder fue pisoteado. No os engañéis, oh emperador, no persigáis a los cristianos protegidos por Dios, por amor a los demonios. Pues el poder de Cristo es invencible. Vos mismo os asegurasteis de esto.”
Al oír estas palabras, Juliano, fuera de sí exclamó: “¿Quién es el impío que osa usar semejante lenguaje en nuestro tribunal?”
Un alguacil respondió: “Señor, es el Duque de Alejandría de Egipto”.
En efecto, era Artemio Gobernador de Egipto y también de Siria desde hacía largos años, y que acababa de traer para Juliano las tropas de dos provincias a fin de que sirvieran en la guerra contra Persia.
Juliano prosiguió: “¿Cómo? ¿Es Artemio? Ordeno que lo despojen de sus dignidades y de sus ropas, y que sea inmediatamente castigado por las palabras que acaba de pronunciar”.
Después de haber sido desnudado, el mártir fue amarrado de pies y manos con cuerdas por los verdugos. Estos lo extendieron en el suelo y le azotaron el vientre y las espaldas con nervios de buey, durante un espacio de tiempo tan largo, que fueron obligados a alternarse cuatro veces. Sin embargo, Artemio no soltó un único suspiro, ni su rostro se alteró. Se diría que no era él quien sufría, sino otra persona cualquiera.
Todos los asistentes estaban sorprendidos y el propio Juliano no escondía su admiración.
La idolatría sería irremediablemente destruida
Llevados a la prisión, los tres mártires se dirigieron a ella entonando alabanzas a Dios. Artemio se decía a sí mismo: “Ahora los estigmas de Cristo están impresos en tu cuerpo; sólo falta que des tu alma, tu vida y el resto de tu sangre.”
Después de muchas tentativas infructíferas, por medio de torturas y argumentos, para llevar a San Artemio a apostatar, Juliano lo condenó a la decapitación.
Antes de ser ejecutado, el mártir pidió unos momentos para orar. Agradeció a Dios la gracia de sufrir por la gloria de su divino nombre y le suplicó que se compadeciese de su Iglesia, amenazada con terribles calamidades por el apóstata Juliano:
“Vuestros altares serán destruidos, vuestro santuario profanado, la sangre de vuestra alianza menospreciada por causa de nuestros pecados y de las blasfemias que Arrio vomitó contra Vos, Hijo Unigénito, y contra vuestro Espíritu Santo, separándoos de la consubstancialidad del Padre y suponiéndoos extraño a su naturaleza; afirmando que sois criatura, al Autor de toda la creación; subordinándoos al tiempo, a Vos que hicisteis los siglos y, diciendo: ́Era el Hijo que no era ́, llamándoos de hijo de la voluntad”.
Después de doblar tres veces la rodilla vuelto hacia el Oriente, nuevamente el mártir oró, diciendo: Dios de Dios, sólo uno, Rey de Rey, Vos que estáis sentado a la derecha de Dios Padre que os engendró, que vinisteis a la tierra para la salvación de todos nosotros, Vos que sois la corona de los que combaten por la piedad, oíd favorablemente a vuestro humilde e indigno siervo y recibid mi alma en paz.”
Una voz le respondió desde el cielo que su oración sería oída; además le dijo que el emperador apóstata perecería en Persia, que tendría un sucesor cristiano y, que la idolatría sería irremediablemente destruida. Después de oír estas palabras, lleno de alegría, Artemio presentó la cabeza a la espada.
Católico combativo que agrede, toma la iniciativa e interpela
Vamos a recomponer un poco la escena para dar todo el relieve que la narración precisa.
Imaginemos una tribuna imperial alta en un circo romano, con columnas, cubierta con un tejido precioso, y el emperador sentado en una especie de trono, naturalmente con todo su personal de servicio por detrás suyo, flabelos que se agitan, para impedir que las moscas se posen en él, una serie de dignatarios dentro de la tribuna; y, el pueblo llenando todo el resto del teatro o del circo. Probablemente, como eran los espectáculos, es decir, con las tribunas necesarias para los nobles, para los burgueses y la plebe. Creo que ya no existían los lugares para las vestales, pues se habían extinguido.
Al lado, un oficial revestido con el traje propio de los oficiales romanos, con capacete, coraza y armas, junto al emperador. Ese oficial es un hombre de alta categoría. La ficha habla de Duque… es un anacronismo ya que no existían aún los duques, pero debía ser un jefe de dos importantísimas unidades del imperio romano, que llegaba a Roma trayendo tropas para ser utilizadas en la lucha contra Persia. Él estaba por lo tanto en la tribuna imperial, quizá mucho más como una distinción que propiamente en funciones de guardia del cuerpo del emperador. Era un huésped de honra.
Mientras dos sacerdotes están siendo martirizados y el pueblo mirando aquello con una alegría propia de hienas y de chacales, ese hombre se levanta en cierto momento: es Artemio, quien dirige un apóstrofe magnífico al emperador que, aun siendo un individuo odioso e impulsivo, no profiere una sola palabra y lo deja decir todo lo que quiera.
Las palabras de San Artemio muestran bien el carácter del católico combativo, que no se limita a dejarse matar, sino que agrede, toma la iniciativa e interpela. El resultado es que, en vez de dar razones, el emperador pregunta quién es él, e informado manda torturarlo para ver si apostata. No dando resultado la tortura, ordena matarlo.
La principal fuerza de la herejía y del mal está en el demonio.
El apóstrofe del santo mártir merece ser considerado un poco más detenidamente.
En la primera parte, pregunta al emperador cuál es la razón por la cual él tortura a esos hombres santos. Sabiendo que el
emperador no tiene motivos para torturarlos, San Artemio le advierte que tenga cuidado, pues él, Juliano, está siendo instrumento de satanás para perseguir a la Iglesia Católica. Pondera que no adelanta perseguirla, pues el poder de los demonios fue quebrado después de que Nuestro Señor Jesucristo fue elevado a lo alto, o sea crucificado. El poder de las tinieblas está quebrado y toda la obra que busque contener al cristianismo fracasará, ya que el demonio no tiene más la fuerza antigua.
Veamos la bella concepción presente por detrás de esto: la principal fuerza de la herejía y del mal está en el demonio, cuya fuerza, una vez quebrada, también queda rota la fuerza del mal. Ésta es una concepción muy de nuestro agrado, eminentemente nuestra y muy profunda. Después, continúa afirmando que el emperador está haciendo una obra inútil, además de injusta, porque va a ser derrotado.
Entonces, el emperador interviene y manda prenderlo.
Se podría decir que otra escena se abre en ése o en otro circo romano: San Artemio está siendo martirizado y hace una oración. Una voz del cielo le dice algo. Podemos imaginar el silencio en las graderías y en la arena; aquel hombre vigoroso, varonil, de alma inquebrantable, pide licencia para hacer una oración y la recita en voz alta.
El esquema de la oración de San Artemio es el siguiente: declara que la persecución sufrida por la Iglesia es un castigo a causa de la herejía de Arrio. Pronuncia un durísimo acto de increpación contra la herejía arriana. ¿Cuál es el fundamento de esa concepción de él? ¿Cómo se puede comprender que la Iglesia esté sufriendo el castigo por una herejía condenada por ella?
La respuesta es muy simple: la Iglesia la condenó a duras penas; la masa casi completa de los católicos se volvió arriana. Fue San Jerónimo, si no me engaño, quien dijo: el mundo, de repente, despertó y percibió que se había vuelto arriano. Para que el arrianismo fuera derrotado fue necesaria una lucha tremenda, durante la cual los santos fueron perseguidos, se vertió mucha sangre y el mundo no se convirtió enteramente de esa herejía. Después apareció el semi arrianismo, que era una tentativa de restaurar la herejía de Arrio.
Auxilio para los católicos de los últimos tiempos
Finalmente, la voz venida del cielo le asegura la muerte de Juliano, que sería sucedido por un emperador cristiano y la idolatría sería irremediablemente destruida. O sea, el castigo purificador venía a pesar de todo. Es posible que hubiese otras crisis todavía, pero la idolatría no renacería más.
Habiendo oído esto, San Artemio hizo más o menos como Simeón, quien dijo: “Ahora, Señor, podéis llevar a vuestro siervo en paz, porque mis ojos han visto al Salvador del mundo” (cfr. Luc. 2, 29-30). El mártir pensó seguramente: “Señor, ahora podéis mandar en paz a vuestro siervo, porque estos oídos oyeron el anuncio de la derrota de aquel que es la causa de todos los flagelos y la afirmación de esa victoria.” Inclinó la cabeza y fue decapitado. Murió en paz.
Lo que San Artemio no vio ni supo es que tantos siglos después, su suplicio y su varonilidad servirían de estímulo a personas y naciones, las cuales nunca imaginó que pudiesen llegar a existir.
Así son las cosas en la Santa Iglesia: nosotros sufrimos y luchamos hoy, pero no sabemos de qué auxilio esos sufrimientos serán para los católicos de los últimos tiempos, cuya aflicción será suprema, cuando al fin de cuentas estén esperando que llegue la hora de Nuestro Señor. Tal vez ellos meditarán en nuestras luchas, en nuestros sufrimientos, en nuestra espera por la realización de las promesas de Fátima y, encontrarán en lo que hacemos, un consuelo que nosotros mismos no sentimos, pero que sus almas recibirán por nuestra acción.
(Extraído de la conferencia del Sr. Dr. Plinio 19/10/1966)
1) Cfr. ROHRBACHER, René François, Vida dos Santos. São Paulo; Editora das Américas, 1959. v. XVIII, p. 355-362.