
A pesar de ser muy inteligente y esforzado, Gustavo seguía sacando notas muy bajas. Entonces recibió este consejo inesperado: “Estudia media hora menos…”.
Hna. Daniela Ayau Valladares, EP
La familia de Gustavo era modesta y sencilla, pero muy religiosa. Siendo aún muy pequeño, su abuela, doña Esmeralda, lo llevaba a Misa todas las mañanas. El chiquillo se quedaba encantado con los acordes del órgano, con la luz del Sol que entraba por los vitrales, llenando de color las paredes de la antigua y pequeña iglesia del pueblo y, sobre todo, con la sonora campanilla que se tocaba durante la Consagración. Le impresionaba esa nave repleta de hombres y mujeres que se arrodillaban para adorar a la Sagrada Hostia, mientras su abuela le susurraba llena de fe:
— Mira, Gustavito, ahí está Jesús.

Altar de Nuestra Señora del Carmen
Cuando terminaba la Celebración Eucarística, antes de regresar a casa, la buena señora cogía a su nieto de la mano y se lo llevaba a un altar lateral, donde se encontraba una hermosa imagen de Nuestra Señora del Carmen, para hacerle una visita a María.
Su padre llegaba a casa de noche, cansado del trabajo; sin embargo, nunca dejaba de rezar el Rosario en familia después de la cena. A continuación ponía al pequeño en su regazo y le contaba historias de santos y de la Virgen con el Niño Jesús.
Y su madre cuando le daba el besito de “buenas noches”, siempre le encomendaba al Ángel de la Guarda.
Así iba creciendo Gustavo, lleno de piedad e inocencia. Dada su precocidad, entró en seguida en la catequesis de la parroquia e hizo la Primera Comunión incluso antes de la edad reglamentaria, por una concesión especial del P. Nicolás. El niño había soñado siempre con poder recibir en su pecho a ese Jesús escondido bajo las especies eucarísticas a quien ya adoraba desde el comienzo de su uso de razón.
Como era muy inteligente, Gustavo brillaba en sus estudios; era el primero de la clase; obediente, responsable y aprendía todo con rapidez.
Tan encantados estaban sus profesores, que uno de ellos, el de Ciencias Naturales, se interesó personalmente por el futuro académico del alumno. Cuando el joven tenía ya la edad de cursar la Enseñanza Media, el maestro fue a su humilde hogar y le dijo a su padre:
— Don Norberto, he venido a hablar del porvenir de su hijo.
— Como no, respondió algo intrigado…
El Profesor Raymundo le expuso entonces su plan: le ofrecía la oportunidad de llevar al niño a la capital, en donde viviría con un hermano suyo que tenía un hijo de la misma edad de Gustavo. Podría ir a la Escuela Modelo hasta que llegase el momento de entrar en la universidad para realizar los estudios superiores, que serían financiados con una beca. Y por la predisposición que notaba en el dedicado alumno, seguramente sería un gran médico.
Al mirar a su hijo, Norberto se encontró con dos ojitos brillantes de ilusión ante aquel proyecto de futuro tan prometedor.
— Profesor, si Gustavo quiere yo le autorizo, pero con la condición de que nunca deje de ir a Misa y frecuentar los Sacramentos. Los hombres pueden hacer en sus vidas tantos planes como quieran, pero sin la bendición de Dios no llega nada a buen término.
— No se preocupe don Norberto.
Mi hermano y su esposa son católicos fervorosos. El niño estará en muy buenas manos.
Se pusieron a hacer los preparativos para el viaje y, cuando acabaron las fiestas, Gustavo se fue a la gran ciudad.
El primer año el joven lo hizo muy bien. Cuando regresó a casa, durante las vacaciones, sus padres comprobaron que seguía siendo el mismo: responsable, cortés y muy piadoso. No obstante, a medida que la universidad se acercaba, las materias se iban haciendo cada vez más difíciles.
Era necesario estudiar y estudiar, y comenzó entonces a disminuir el tiempo dedicado a los actos de piedad.
Doña Giovanna, la madre de Eduardo, un compañero suyo, no dejaba nunca de invitarle para ir a Misa, pero siempre respondía que en aquel momento no era posible, pues estaba muy ocupado. Poco a poco Gustavo también fue abandonando las oraciones habituales y terminó por no frecuentar más los Sacramentos.
Ahora bien, a pesar de todo ese esfuerzo, y a unas semanas antes del examen decisivo para entrar en la universidad, sus calificaciones eran aún insuficientes. Corría el riesgo de no ser admitido en la Facultad de Medicina. Muy preocupado, decidió ir a visitar a su familia para distraerse un poco… Se llevó una maleta tan pesada que su padre mal podía cargar con ella: estaba llena de libros.
Después de abrazar a su madre y a su abuela, se disculpó y, alegando que estaba cansado del viaje, pidió permiso para retirarse a su habitación y se fue a estudiar. Al día siguiente, muy temprano, doña Esmeralda llamó a su puerta y le invitó a ir a Misa con ella, como lo hacía cuando era pequeño. Gustavo asintió, aunque de mala gana.

Al ver la luz del Sol que era filtrada por los vitrales, llenando de color todo el ambiente, sintió en su alma una gran nostalgia
Sin embargo, al entrar en aquella antigua y pequeña iglesia y ver la luz del Sol que era filtrada por los vitrales, llenando de color todo el ambiente, sintió en su alma una gran nostalgia. Añoranzas de aquel tiempo en que hacía de su visita a Jesús y a María el momento más importante del día. ¡Ah, cuánto tiempo sin recibir a ese Jesús que tanto le atraía desde su más tierna infancia!
Después que acabó la Misa, el P. Nicolás fue a saludar a doña Esmeralda y le preguntó a Gustavo cómo andaba en sus estudios.
— No muy bien, respondió. Tengo que recuperar unas notas para poder entrar en la universidad.
— Mira, no te preocupes, le replicó el piadoso sacerdote. Estudia media hora menos… y verás cómo lo harás bien.
— ¿Qué?, dijo perplejo.
— Sí, estudia media hora menos y emplea ese tiempo para rezar y pedir a la Santísima Virgen que te ayude…
Las palabras del sacerdote hicieron caer en sí a Gustavo. Constataba así lo inútil que era confiar en las propias fuerzas y se daba cuenta de que no somos nada sin la gracia de Dios, de la que María es la dispensadora.
Inmediatamente le pidió al sacerdote que lo atendiese en confesión e hizo el buen propósito de seguir ese consejo tan saludable. Estudiaría, sí, aunque dedicaría siempre media hora —o incluso más— a la oración.
El resultado no tardó en llegar. Gustavo obtuvo excelentes notas en los exámenes de ingreso en la universidad y, algunos años más tarde, se convirtió en un gran médico que siempre le daba este consejo a sus pacientes:
— No dejen nunca de dedicar media hora a Dios todos los días. No existe mejor manera de conseguir beneficios para el cuerpo y para el alma.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°11, julio de 2011; pp. 46-47