Cumpliendo con la devoción de la Comunión reparadora del Primer Sábado pedida por Nuestra Señora en Fátima, meditaremos el 4º Misterio Glorioso: “La Asunción de Nuestra Señora en cuerpo y alma a los Cielos”, que la Iglesia celebra el 15 de agosto. Es la solemnidad de la plenitud de Nuestra Señora, de su llegada a la gloria eterna, con todo el esplendor que le es debido. María, la Mujer vestida de sol, que es Cristo, con la luna a sus pies y con la corona de doce estrellas.
Composición de lugar:
Imaginemos a la Santísima Virgen elevándose triunfalmente al Cielo en
cuerpo y alma, rodeada de ángeles, envuelta en una luminosidad divina, ante los ojos admirados de los Apóstoles. Al frente de Ella vemos a su adorable Hijo Jesús, que la acompaña para introducirla en la gloria eterna.
Oración preparatoria:
Oh, Santísima Virgen de Fátima, en este piadoso ejercicio en que desagraviamos vuestro Sapiencial e Inmaculado Corazón, alcanzadnos de vuestro Divino Hijo las gracias necesarias para meditar sobre el misterio de vuestra Asunción al Cielo. Que podamos recoger todos los frutos para nuestra alma con la contemplación de vuestra entrada triunfante en el Cielo, en cuerpo y alma, rodeada de la gloria y del esplendor que merecéis como Madre de Dios, Reina y Abogada nuestra. Colocadnos, Señora, bajo vuestra protección, para que también podamos un día estar en cuerpo y alma junto a Ti, amándoos y glorificándoos por toda la eternidad. Amén.
Apocalipsis (12,1)
“1 Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza;”
I- EXALTADA EN LO ALTO DE LOS CIELOS
Dios elevó a la Inmaculada Virgen María a la gloria del Cielo. Ella, una simple criatura, la humilde sierva del Señor, fue exaltada por encima de todos los ángeles y santos en la eternidad.
1- La Madre siempre unida a su Hijo
María, la Divina Madre, nunca se apartó de su Hijo, ni en la larga espera del parto, ni en la pobreza de Belén, ni cuando huyeron para vivir exiliados en Egipto, ni en la angustia al buscarlo en el Templo, ni en los años ocultos en Nazaret, ni en los tiempos dolorosos de la predicación del Reino, ni en el sacrificio de la Cruz, ni en la soledad del sepulcro del Sábado Santo.
Durante los primeros días de la Iglesia, Ella también estuvo unida a Jesús,
cuando rezaba con los Apóstoles y los aconsejaba en la dirección del pueblo de Dios. María siempre estuvo unida perfectamente a su Hijo, incluso después de su preciosa muerte, y por eso fue elevada a la gloria del Cielo en cuerpo y alma, es decir, a la gloria de su Hijo, que resucitó y es el preludio de la resurrección de todas las criaturas humanas.
2- La Madre de Dios murió de amor
Preguntan tantos santos y doctores: ¿Por qué habría de morir Aquella que era Inmaculada y sin mancha y, por lo tanto, exenta de pagar el tributo del pecado, que es la muerte? Y ellos responden: “La Virgen María, habiendo participado de todos los dolores de la Pasión de Jesús, no quiso dejar de pasar por la muerte, para en todo imitar a su Dios y Señor”. ¿De que murió entonces, la Madre de Dios? El fin de la existencia terrena de María – afirman los mismos doctores de la Iglesia – se debió a la fuerza del amor divino y al vehemente deseo de la contemplación de las cosas celestiales, que consumían su corazón. La Santísima Virgen murió de amor. “Oh, ¡Amor de Pasión!” exclama San Francisco de Sales. “Si su Hijo estaba en el Cielo, su corazón ya no estaba en Ella. Estaba en aquel cuerpo que amaba tanto, hueso de sus huesos y carne de su carne, y al Cielo volaba aquella águila santa. Su corazón, su alma, su vida, todo estaba en el Cielo. ¿Por qué deberían quedarse en la tierra?”.
3 – Resurgida en gloria y esplendor
La muerte de María, suave y bendita como un lindo atardecer, es llamada
por la Iglesia con el sugestivo nombre de “dormición”, para significar que su cuerpo inmaculado y libre de cualquier pecado no sufrió las injurias del sepulcro.
Según la tradición, confirmada por el Papa Pío XII al proclamar el dogma de la Asunción de María, la Santísima Virgen, por un privilegio enteramente singular, venció el pecado con su Concepción Inmaculada; y por este motivo no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención del cuerpo hasta el fin de los tiempos.
Así, resplandeciente de gloria, el alma santísima de Nuestra Señora
reasumió su cuerpo virginal, volviéndolo completamente espiritualizado,
luminoso, sutil, ágil e impasible. Y María – que quiere decir “Señora de Luz” – se elevó en cuerpo y alma al Cielo, mientras las incontables legiones de milicias angélicas exclamaban maravilladas al contemplar a su Soberana cruzando los umbrales eternos: “¿Quién es esta que va subiendo cual aurora naciente, bella como la luna, brillante como el sol, terrible como un ejército formado en batalla?” (Cant 6, 8).
II – MARÍA NOS PRECEDE EN LA GLORIA ETERNA
La Resurrección y la Asunción de Nuestra Señora nos permite conocer lo
que nos sucederá, y confirma nuestra creencia de que un día también
resucitaremos en nuestra carne y estaremos en el Cielo en cuerpo y alma.
1- El destino de todos nosotros
En efecto, Nuestro Señor Jesucristo, que venció la muerte y resucitó, concedió plenamente su misma victoria a su Madre, que estuvo siempre unida a Él.
Y el mismo premio nos concederá a nosotros, también llamados a estar siempre unidos a Él. Nuestro destino final es la vida eterna en el Cielo, es la gloria junto al Corazón de Jesús: gloria en el cuerpo, gloria en el alma, gloria en todo lo que somos.
Sin la resurrección de Cristo, afirma San Pablo, nuestra fe sería vana. Ahora bien, Cristo resucitó, está vivo y es el principio de la glorificación de todos los que mueren unidos a Él, como sucedió con María, la bienaventurada por excelencia.
Inmediatamente después de la muerte, nuestra alma será glorificada y estaremos para siempre con el Señor. En cuanto a nuestro cuerpo, se destruirá, y al final de los tiempos también resucitará en gloria y unido a nuestra alma. Así se dará con todos nosotros.
2- Fiesta de nuestra propia glorificación en el Cielo
De este modo, el Misterio de la Asunción de Nuestra Señora constituye, en primer lugar, la exaltación de la gloria de Cristo: en Él se encuentra la Vida y la Resurrección; la esperanza de nuestra liberación definitiva de la muerte y del pecado. En segundo lugar, la celebración de la llegada de María al esplendor del Cielo es también la celebración de nuestro propio destino final, como todos nosotros deseamos, en conformidad con lo que proclamamos en la recitación del Credo: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
III – NUESTRA REINA Y ABOGADA EN EL CIELO
Después de su entrada triunfal en la eternidad, Nuestra Señora fue recibida por la Santísima Trinidad, que la cumuló de gloria y de bendiciones, la exaltó por encima de todos los ángeles y santos, y la coronó como Soberana de todo el universo.
1 – Nuestra Reina y Abogada
San Alfonso María de Ligorio nos recomienda alegrarnos con María por la
gloria a la que Dios la sublimó. Mas, alegrémonos también por nuestra causa, pues al mismo tiempo que María fue elevada a la dignidad de Reina del mundo, fue igualmente hecha abogada. Abogada tan piadosa, que se encarga de la defensa de todos los pecadores que a Ella se encomiendan, y tan poderosa ante nuestro Juez, que gana todas las causas en nuestro favor.
Por eso debemos suplicar junto con San Alfonso: “¡Oh, grande, excelsa y
gloriosísima Señora!, postrados a los pies de vuestro trono, os veneramos y nos alegramos por la inmensa gloria con que os enriqueció el Señor. Ahora que ya reináis como Reina del cielo y de la tierra, no os olvidéis de vuestros pobres siervos. Cuanto más cerca estáis de la fuente de las gracias, tanto más nos las podéis comunicar. En el Cielo descubrís mejor nuestras miserias, por lo tanto, es necesario que tengáis más compasión de nosotros y más nos socorráis”.
2 – Desapego de las cosas terrenas
Continúa San Alfonso observando que los altares dedicados a Nuestra
Señora están cercados de mucha gente que a Ella pide la cura de alguna
enfermedad, el socorro en una necesidad material, ayuda en sus negocios, el suceso en una empresa y otros bienes temporales.
Ahora bien, aunque estos pedidos sean justos, antes debemos rogar las
gracias que más agradan a su corazón de Madre, es decir: que nos alcance la humildad, el desapego de las cosas terrenas y la resignación con la voluntad divina.
Que nos conceda una vida de virtud, una buena muerte y el Cielo.
En una palabra, que Ella nos cambie de pecadores a santos y haga con que, después de haber sido sus fieles siervos en la tierra, podamos un día ir a gozar de su presencia en la gloria eterna.
CONCLUSIÓN
Al terminar esta meditación, volvamos nuestros corazones hacia Nuestra
Señora de Fátima, hacia nuestra Reina asunta al Cielo, y reafirmemos nuestro deseo de estar unidos a Ella y a su Divino Hijo, durante nuestros días terrenos y por siempre en la felicidad celestial.
Para esto, que la Virgen nos haga crecer en el amor a Dios y en la devoción a Ella, para que sigamos fielmente sus pasos de discípula perfecta de Cristo, y así hacernos merecedores, después de nuestra muerte, de la resurrección de nuestra alma y de nuestro cuerpo.
Que María interceda siempre por nosotros y nos proteja a lo largo de nuestra peregrinación por este mundo, desviándonos del error y del pecado, hasta llegar a la gloria celestial.
Así sea.
Dios te salve, Reina y Madre…
Referencias bibliográficas
Basado en:
San Alfonso María de Ligorio, Meditações para todos os dias e festas do ano, Friburgo, Herder & Cia., 1921.
Revista Arautos do Evangelho, nº 32, agosto de 2004.