Meditación Primer Sábado de agosto 2021. La Transfiguración

Publicado el 08/06/2023

Introducción:

Vamos a hacer la devoción reparadora del Primer Sábado, de acuerdo con el pedido de Nuestra Señora en Fátima, meditando el 4º Misterio Luminoso: “La Transfiguración de Jesús en el Tabor”. En este Misterio, Jesús deja trasparecer el esplendor de su divinidad, que habitualmente estaba escondida bajo su naturaleza humana. Con esta luminosa manifestación, el Divino Maestro nos reveló el glorioso destino que está reservado para cada uno de nosotros, con nuestra propia transfiguración en la vida eterna.

Composición de lugar:

Imaginemos un elevado y bello monte en Tierra Santa, cubierto de espesa vegetación. En lo alto de esa montaña vemos a los tres Apóstoles –Pedro, Juan y Santiago– en actitud de gran admiración, mirando una luz resplandeciente que brilla por encima de sus cabezas. En el medio de esta luz vislumbramos la figura divina del Redentor, ladeado por dos personajes bíblicos: Moisés y Elías.

Oración preparatoria:

Oh, Santísima Virgen de Fátima, Madre nuestra, Vos que acompañasteis a vuestro Divino Hijo en los dolorosos misterios de la Pasión y que con Él compartisteis la gloria de la Transfiguración eterna, alcanzadnos las gracias necesarias para meditar bien este 4º Misterio Luminoso, recogiendo de él todos los frutos de santificación que nos ofrece. Abrid, oh Madre, de modo especial nuestros corazones, a fin de que aceptemos esta lección: para seguir a Jesús en el Tabor de la Transfiguración, debemos seguirlo también en el Calvario de la Cruz. Así sea.

San Mateo (17, 1-5)

1 Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. 2 Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 4 Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 5 Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».”

I – En el Tabor resplandecieron la Vida y la Luz del mundo

Jesús tomó a tres de sus discípulos y se retiró con ellos a un lugar apartado y tranquilo, un monte cerca del cielo. Allí, lejos de las

cosas del mundo, se transfiguró a los ojos de los apóstoles, envuelto en una luz más reluciente que el propio sol.

1- La gloria divina se manifiesta

Como otrora el Dios de Israel, que sobre el Monte Sinaí reveló su gloria a Moisés y después a Elías, así también en el Monte Tabor, Jesús revela su gloria de Hijo de Dios, la gloria divina que es suya, pero escondía en su pobre condición humana de Siervo, que asumió para salvarnos. De este modo se realiza lo que San Juan diría de Jesús, testigo ocular de la Transfiguración: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria, gloria que Él tiene junto al Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

2- Resplandecieron nuestra Luz y nuestra Vida

Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!”, exclamó San Pedro en lo alto del Tabor. En efecto, nos comenta San Juan Damasceno, ¿a quién le parecería bueno permanecer en las tinieblas en lugar de la luz? Veamos nuestro sol: ¡cómo es lindo, cómo agrada a los ojos, cómo es bueno! ¡Cómo deseamos contemplarlo, cómo brilla, cómo son centellantes sus rayos! Y la vida: ¡consideremos cómo la vida es dulce y cuánto la amamos!

Pero esta Luz de Nuestro Señor transfigurado, de donde procede toda luz, ¡cómo es más deseable y más dulce al corazón! Y la Vida en sí, de donde viene toda la vida, “pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28), ¡cómo es más digna de nuestro amor y de nuestra sed! No hay deseo, por más ardiente que sea, ni pensamiento, por más profundo que sea, que puedan dar la medida de la grandeza suprema de esta Luz. Ella escapa a toda medida, excede a todas las criaturas de la naturaleza, ella es la Vida que venció el mundo. ¿Cómo, entonces, no sería infinitamente agradable permanecer junto a ella?

Por esto la exclamación de San Pedro tiene todo lugar: “Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí, junto a Vos, resplandeciente de la Luz de la Vida!”

3- La gloria de Cristo es nuestra herencia

Miremos a Jesús: Él es divino, Él es el Hijo amado, igual al Padre en gloria. ¡Él es nuestro Dios Salvador! Si en el Monte Sinaí, Moisés y Elías no pudieron ver el rostro de Dios, ¡en el Tabor les fue dado contemplar sin velos la gloria fulgurante de Dios, que se manifestó en el rostro de Cristo!

Sí, Dios se reveló a nosotros en la Persona de Jesús. En Cristo, Dios vino a nuestro encuentro. Se hizo uno con nosotros, asumió nuestra pobreza humana para enriquecernos con la gloria de su divinidad. Y esa gloria, Jesús la muestra sobre el Tabor, en la Transfiguración. ¡Esa gloria es nuestro destino, es nuestra herencia! En la Última Cena, Nuestro Señor Jesucristo, pensando en el Espíritu Santo que derramaría sobre sus discípulos de todos los tiempos a través de los sacramentos de la Iglesia, dirigiéndose al Padre, dijo: “Yo les he dado la gloria que tú me diste” (Jn 17, 22). O sea, como Jesús, también nosotros seremos transfigurados.

Subamos al Tabor, desapegados del mundo

Pero, si deseamos nuestra propia transfiguración, debemos comenzar por transfigurar nuestro corazón a semejanza del corazón de Dios. Es necesario que tengamos un corazón superior a todas las cosas sensibles, un corazón más grande y más alto que el mundo, así como el Monte Tabor se elevaba por encima de las planicies de la Tierra Santa. Cumple que, a lo largo de nuestra existencia terrena, trabajemos en nuestra santificación, desapegándonos de nosotros mismos, de nuestros defectos y malas inclinaciones, de todo aquello que nos aparta de Dios.

¿Cómo estamos con respecto a este desapego necesario? Pensemos en esto seriamente y procuremos obtenerlo, implorando siempre el auxilio materno de María Santísima en nuestra búsqueda de la virtud y del bien.

III – La luz de la gloria pasa por el misterio de la cruz

La narración evangélica sitúa el episodio de la Transfiguración –la manifestación gloriosa de Cristo– poco después del primer anuncio de su Pasión. Y deja claro también que Jesús no atendió el deseo de San Pedro, que quería permanecer en el Tabor.

1- La Luz de Cristo tenía que llegar a todos los hombres

Como afirma San Juan Damasceno, era necesario que el Bien supremo no estuviese reservado apenas para los que se encontraban en el Tabor. Era necesario alcanzar a todos los fieles, encontrar el camino de sus corazones, para que un número mayor pudiese participar de la gran gracia de la Transfiguración. Era necesario que se consumasen la Cruz, la Pasión y la Muerte de Cristo. No era bueno que permaneciese en el Tabor, Aquel que debía rescatar el mundo con su propia sangre, siendo este el objetivo de la Encarnación. Si Jesús y los tres apóstoles se hubiesen quedado en el Tabor, el Paraíso no hubiera sido abierto al ladrón arrepentido; la arrogante tiranía de la muerte no hubiera sido abolida; el infierno no hubiera sido destrozado; los patriarcas, los profetas y los justos no hubieran sido liberados de la mansión de los muertos y el alma humana no hubiera sido premiada con la gloria incorruptible del Cielo. La Luz de Cristo tenía que llegar a todos os hombres, mas pasando por la Cruz del Calvario.

2- La Pasión es el camino para la Gloria

No se puede entrar en la Gloria de Cristo sin pasar por la Cruz del Señor, como decía San Juan de la Cruz: “¡Quién no ama la Cruz de Cristo, no verá la Gloria de Cristo!” Gloria de Cristo sin cruz, sin conversión, sin combate a los defectos y sin renuncia al pecado, no es posible. Cristo, como aparece en el Tabor, ya nos muestra la gloria que lo transfiguraría para siempre. Cristo, envolviendo a

Moisés y Elías con su gloria, revela que es en Él, Jesús, que la Ley –Moisés– y los profetas –Elías– encuentran la luz y llegan a la plenitud. Cristo, inundando de luz a sus discípulos, los envuelve en su gloria, revelando así nuestro destino: ¡Participar de la luz de su Gloria por toda la eternidad! ¡Mas, todo esto, pasando por el misterio de la cruz!

3- Seamos amigos del Tabor y del Calvario

Este es el misterio que debemos vivir en nuestra vida: traer continuamente en nosotros la participación en la Pasión y Muerte del Señor, para que su gloria y su Vida nos inunden, transfiguren nuestra existencia, hasta el día en que subiremos al Tabor eterno de la gloria sin fin. Este es el único camino de Cristo, que debemos seguir. Por eso mismo, el Padre nos advierte: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo.” – Lo que Él dice con la palabra, con gestos, con la vida, con su Muerte y Resurrección –.

Entonces, escuchar a Jesús es predisponerse a participar de su camino, de su destino de cruz y de gloria, de muerte y resurrección. No seamos amigos del Tabor y enemigos del Calvario. Si actuamos así, no seremos verdaderos discípulos de Nuestro Señor. Sustentemos los combates de la vida con los ojos fijos en Cristo y, en las oscuridades de esta nuestra humana peregrinación, tengamos delante de nosotros la esperanza de la gloria de Cristo que nos está reservada. Y para eso, confiemos plenamente en la protección y en el amparo de la Estrella de la Mañana, María Santísima, Madre de Jesús y nuestra.

Conclusión

Dirijamos nuestra mirada una vez más a la Virgen de Fátima, cuyo Inmaculado Corazón tanto deseamos reparar con nuestros buenos propósitos, al término de esta meditación. Pidamos a Ella, nuestra Madre y omnipotente intercesora ante su Divino Hijo, que nos alcance las gracias para que, de hecho, sigamos los caminos de la virtud y de la santificación, hasta alcanzar nuestra propia transfiguración en el Cielo. Que la figura de Cristo transfigurado en el Tabor nos aliente y nos dé fuerzas siempre renovadas para seguirlo, no solo en la montaña de la luz y de la gloria, sino también y especialmente en el Calvario, en el monte de los dolores y de la cruz.

Protegednos, oh Madre, y hacednos sentir vuestro amparo maternal del modo más íntimo y solícito en los momentos en que el coraje nos parezca faltar a lo largo de este camino, que nos llevará a nuestro propio Tabor celestial.

Así sea.

Dios te salve, Reina y Madre…

Referencias bibliográficas
Basado en:
San Alfonso de Ligorio, Meditações para todos os dias e festas do ano, Friburgo, Herder & Cia, 1921.
Fray Pedro Sinzig, Breves Meditações para todos os Dias do Ano, Editora Vozes, 1944.
Mons. André Hamon, Meditações para todos os dias do ano, Livraria Chardron, Porto, 1904.
Mons. João Clá Dias, Comentário ao Evangelho do 22º Domingo do Tempo Comum, Revista Arautos do Evangelho, nº 116, agosto de 2011.

 

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