
Introducción
Iniciemos nuestra devoción del Primer Sábado de mayo, meditando el tercer Misterio Glorioso: La Venida del Espíritu Santo sobre la Santísima Virgen y los Apóstoles. Antes de partir de este mundo, Nuestro Señor Jesucristo prometió repetidas veces a los discípulos que, al volver para el Cielo, pediría al Padre que les enviase el Consolador, el Espíritu de Verdad, para quedar por siempre con ellos. En esta meditación contemplaremos la realización de esta divina promesa que se extiende a todos los bautizados y confirmados en la Fe Católica.
Composición de lugar:

Pentecostés por Josefa de Ayala c.1660-1670. Museo Nacional de Machado de Castro. Coimbra, Portugal
Imaginemos la sala del Cenáculo, la misma en que fue celebrada la Última Cena. Están reunidos en oración Nuestra Señora, los Apóstoles y algunos discípulos. De repente, se oye un gran ruido parecido al de un fuerte viento y toda la sala se ilumina con diversas llamaradas que reposan sobre la cabeza de cada uno de los presentes. Las fisonomías radiantes de Nuestra Señora y de los otros nos revela que fueron visitados por el Espíritu Santo.
Oración preparatoria:
¡Oh Madre y Reina de Fátima, Esposa fidelísima del Espíritu Santo Meditaremos juntos sobre el Misterio glorioso de la venida de vuestro Divino Esposo en el Cenáculo, donde Vos estabais también, junto con los Apóstoles y discípulos del Señor. Humildes y confiados os suplicamos que, por los frutos de esta meditación, seamos igualmente beneficiados por las gracias y dones que en aquel glorioso momento recibisteis del Paráclito enviado por vuestro adorable Hijo Jesús. Así sea.
Hechos de los Apóstoles (2, 1-4)
“Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de un viento impetuoso, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras l enguas, según el Espíritu les concedía manifestarse.”
I –AMOR A DIOS Y ORACIÓN PERSEVERANTE

Reunidos con Nuestra Señora, los apóstoles reciben el Espíritu Santo. Pentecostés. Museo del Prado. Madrid, España
De acuerdo al Evangelista San Lucas, en el día en que los judíos conmemoraban la fiesta de Pentecostés, los discípulos del Señor estaban reunidos en el Cenáculo, junto con Nuestra Señora. De repente, oyeron un ruido de una gran ventanía y enseguida fueron todos repletos del el Espíritu Santo que bajó sobre ellos.
1- En este misterio se manifiesta el infinito amor de Dios por nosotros
Consideremos aquí el amor que Dios nos manifestó en tan sublime misterio, pues en el Sacramento de la Confirmación nosotros recibimos el mismo Espíritu Santo, el Consolador que María Santísima y los discípulos recibieron en el Cenáculo de modo tan abundante y admirable. El Padre Eterno, no satisfecho de habernos dado a su divino Hijo, quiso darnos además al Espíritu Santo, a fin de que habitase siempre en nuestras almas y en ellas conservase el fuego sagrado de su amor.
El Espíritu Santo bajó al Cenáculo en forma de lenguas de fuego para enseñarnos que, por amor a los hombres, asumió el oficio de dirigir las lenguas de los apóstoles y de sus sucesores en la predicación del Evangelio.
Apareció también en forma de llamas para significar que iluminará los espíritus, purificará los corazones y estimulará la voluntad de todos los fieles, para trabajar en la santificación propia y de los otros. ¡Qué amor tan grande de parte de la Santísima Trinidad!
Pero“amor con amor se paga”. Visto que en este misterio de Pentecostés la Santísima Trinidad se esmeró en hacer patente el amor que Dios nos tiene, justo es que le amemos con todas nuestras fuerzas. Reflexionemos sobre cómo hemos crecido o no en nuestro amor a Dios sobre todas las cosas y roguemos al Espíritu Santo que revigore en nuestros corazones las llamas sagradas de este amor.
2- Con María, perseverancia en la oración
En este Misterio de Pentecostés, vemos cómo los Apóstoles conocían el valor de la oración. Por medio de ella, se preparaban para recibir al Espíritu Santo. Y “perseveraban unánimes, o sea, estaban de acuerdo y, aparte de esto, estaban juntos, porque la oración de varios unidos por el amor a Jesucristo y en función de Él tiene esta promesa: ‘Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’” (Mt 18,20).
Estaban recogidos, modo excelente de preparación para los grandes acontecimientos, a ejemplo del propio Jesús que pasara cuarenta días en el desierto, antes de iniciar su vida pública. Aparte de esto, un punto fundamental: oraban con María. He ahí la condición indispensable para recibir las gracias del Espíritu Santo. Como su Esposa, Nuestra Señora debe haber pedido que bajase sobre los Apóstoles. Reuniéndose con la Santísima Virgen, ellos obtuvieron gracias que liberaron sus almas de los últimos obstáculos para beneficiarse con Pentecostés.
II –MISIÓN EVANGELIZADORA
En este misterio también vemos a los Apóstoles, de acuerdo con sus respectivas misiones, siendo inundados de los dones más especiales. Recuerdan, entonces, con amor y comprensión, todo lo que el Maestro les había enseñado, quedando prontos para recorrer el mundo, predicando la Buena Nueva.
1- Inicio de la misión universal de la Iglesia
Hasta aquel día bendito en el Cenáculo, la Iglesia todavía se encontraba en estado embrionario, reunida en torno de Nuestra Señora. La figura de María se destaca en ese escenario, pues, así como había sido elegida para el insuperable don de la maternidad divina, le cabía ahora volverse Madre del Cuerpo Místico de Cristo y, tal como se dio en la Encarnación del Verbo, bajó sobre Ella el Espíritu Santo por medio de una nueva y riquísima efusión de gracias, a fin de adornarla con virtudes y dones propios y proclamarla “Madre de la Iglesia”.
Bajo el manto de la Santísima Virgen y bajo la dirección de Pedro, los Apóstoles se volvieron la primera escuela de heraldos del Evangelio, proclamando las enseñanzas de Cristo para el mundo entero. Solamente en aquel día, pocas horas después de la venida del Espíritu Santo, fueron bautizadas tres mil personas.
Era el inicio del apostolado que se multiplicaría cuando los Apóstoles comenzaran a hacer milagros. En breve iban a extender la evangelización por todo el mundo antiguo y llegaría un momento en que el Imperio Romano entero sería cristianizado.
2- El llamado de la evangelización también es dirigido a nosotros
Así como recibimos el mismo Espíritu Santo en nuestra Confirmación en la Fe, a ejemplo de los Apóstoles en el Cenáculo, también es dirigido a nosotros el llamado a la evangelización del prójimo. San Juan Pablo II así lo afirma: “es preciso reencender en nosotros el celo de los orígenes, dejándonos invadir por el ardor de la predicación apostólica que vino después de Pentecostés.
Debemos revivir en nosotros el sentimiento ardiente de Pablo que lo llevaba a exclamar: “Ay de mí sino anuncio el Evangelio” (1 Co 9,16).
O sea, si somos hijos auténticos de la Iglesia, debemos aceptar el mensaje que el misterio de Pentecostés nos trae y tener por él un amor sin límites, que se traduce en interés vivo por todo lo que dice a su respecto, en oración, en obras de apostolado. Si nosotros, católicos, somos así, todos los males que afligen el mundo de hoy serán vencidos.
Como los Apóstoles, perseveremos con María Santísima en oración, pidiendo que el Espíritu de Caridad nos infunda aquel amor que los abrasó.
III – EL ESPÍRITU SANTO EN NUESTRAS VIDAS
Es un punto fundamental en nuestra meditación considerar la importancia del Espíritu Santo en nuestra vida cotidiana.
1- Sin el Espíritu Santo, la Iglesia Católica se desvanecería
Para comprender esta importancia, pensemos en lo que habría pasado con la Iglesia si no hubiese venido el Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Estos, durante la Pasión, habían abandonado al Maestro, desaparecieron, huyeron (cf. Mt 26, 56; Mc 14, 50). Después de la Muerte y Resurrección de Jesús, se volvieron a reunir, deseosos de ver la implantación del reino de Israel sobre todos los pueblos (cf. Hch 1,6), ¡y no el Reino de los Cielos que el Señor había predicado! Esta es la naturaleza humana, incapaz por sí misma de actos sobrenaturales.
Muchas veces juzgamos que los Santos eran personas de voluntad extraordinaria, gracias a la cual vencieron los obstáculos hasta conquistar la corona de la justicia.
Ahora bien, ningún hombre, por más hábil que sea, alcanza la perfección por su esfuerzo personal; sólo practicará las virtudes de forma estable si es asistido por el Espíritu Santo. Es Él quien santifica la Iglesia entera, como se dio en aquella mañana, cuando el viento invadió toda la casa donde estaban y las lenguas de fuego posaron sobre la cabeza de los Doce y de sus compañeros: de miedosos que eran, se transformaron en héroes.
2. Implorar el socorro del Espíritu Santo en todos los momentos
Nosotros, católicos, tenemos el don incomparable de pertenecer al Cuerpo Místico de Cristo y de recibir también el Espíritu Santo por los sacramentos del Bautismo y, sobre todo, de la Confirmación. En su oración oficial, la Iglesia implora que ‘ahora’ sean derramadas copiosamente en los corazones de los fieles, por toda la Tierra, las gracias concedidas en aquella ocasión a Nuestra Señora, a los Apóstoles y a los discípulos.
La Humanidad tiene una necesidad vital de esa efusión del Divino Espíritu
Santo. Y esta es la razón de reunirnos ardorosamente alrededor del altar para pedir a María que, como Madre de la Iglesia, obtenga de su Divino Esposo gracias de mayor fervor, de mayor consuelo, de mayor piedad, de mayor fuerza para enfrentar todos los males.
Desde el despertar debemos pedir su intervención, en todas nuestras actividades del día. ¡Nada puede desanimar a quien está lleno del Espíritu Santo!
Aunque estemos sometidos a las pruebas de la vida diaria, con sus decepciones, desilusiones y traumas de relacionamiento —a veces dentro de la misma familia—, debemos tener la certeza que la solución para todas las angustias y perturbaciones está en la luz del Espíritu Santo. Si viviésemos en este mundo no por la carne sino por el Espíritu, nos daríamos cuenta de la insignificancia de todos los tormentos que nos asaltan ante la esperanza maravillosa de la resurrección, cuando recuperaremos nuestra propia carne, finalmente gloriosa y transformada.
Conclusión
Al finalizar esta meditación, renovemos nuestra consagración al Divino Espíritu Santo, suplicándole que cuide de nosotros. Con fervor, deseemos participar de la misma alegría sentida por los Apóstoles en el momento de Pentecostés en el Cenáculo. Por los ruegos de María Santísima, Reina gloriosa de Fátima, pidamos que aquella disposición de llevar el Reino de Nuestro Señor Jesucristo hasta los confines del universo se verifique también en nuestros días, y que el fuego sagrado del Espíritu Divino se esparza por todo el mundo, infundiendo nueva vida a la Santa Iglesia y renovando la faz de la Tierra.
Pidamos la intercesión de María y con fervor recemos:
¡Venid, oh Espíritu Santo! Llenad los corazones de vuestros fieles y encended en ellos el fuego de vuestro amor. Enviad vuestro Espíritu y todo será creado, y renovaréis la faz de la Tierra. Dios, que instruisteis los corazones de vuestros fieles con la luz del Espíritu Santo, haced que apreciemos rectamente todas las cosas según el mismo Espíritu y gocemos siempre de su consolación. Por Cristo Nuestro Señor. Así sea.
Dios te salve, Reina y Madre…
Basado en:
San Alfonso María de Ligorio, Meditações, volume II, Editora Herder e Cia., Friburgo, Alemanha, 1922.
Monseñor João S. Clá Dias, Lo inédito sobre los Evangelios, Libreria Editrice Vaticana/Heraldos del Evangelio, Città del Vaticano/Lima, 2014, vol. I e III.