Introducción:
Realicemos nuestra devoción de la Comunión reparadora del Primer Sábado contemplando hoy el 3er Misterio Doloroso: “La Coronación de espinas de Nuestro Señor Jesucristo”. En este inicio del tiempo fuerte de Cuaresma, recordaremos como el Redentor asumió nuestra naturaleza humana y se sometió a los crueles tormentos de la Pasión, a fin de rescatarnos del pecado y abrir para nosotros las puertas del Cielo.
Composición de lugar:
Imaginemos el patio interno del pretorio de Pilatos, donde Jesús fue flagelado por los soldados romanos y después escarnecido con una corona de espinas. Vemos al Redentor con todo el cuerpo herido y ensangrentado, cubierto de un manto rojo, la cabeza cubierta por un enmarañando de espinas que lo atormentaban mucho. En sus santísimas manos tiene una pequeña vara que le fue dada como remedo de cetro para burlarse de su realeza.
Oración preparatoria:
Oh Santísima Virgen de Fátima, Madre de Dolor y Corredentora de nuestra humanidad: alcanzadnos de vuestro adorable Hijo las gracias para realizar bien esta meditación y por ella, unirnos digna y devotamente a los sufrimientos que Nuestro Señor soportó para satisfacer la justicia divina en nuestro nombre y así alcanzarnos la eterna salvación. Así sea.
Evangelio de San Mateo (27, 27-29)
“27 Entonces los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la cohorte: 28 lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura 29 y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!».”
I –Tormentos de la coronación de espinas
Pilato ordenó a sus soldados -a pesar de todas las evidencias de su inocencia- que sin piedad flagelasen al Hijo de Dios. Los verdugos, no satisfechos con la brutal e injusta punición inflingida al Redentor, acrecentaron bárbaros tormentos que hicieron sufrir todavía más a nuestro amabilísimo Señor.
La coronación de espinas
Reunidos en gran número delante de Jesús, Le colocaron en los hombros una capa roja y vieja, que los soldados usaban por encima de las armas, como si fuese un manto real. En sus manos le pusieron una caña, figurando un cetro y en su adorable cabeza de Hijo de Dios le metieron un haz de espinas que la cubría por entero, como parodia de la corona. Y a Jesús, -ya tan atormentado por los golpes de la flagelación- como las espinas costasen entrar en la cabeza, los soldados se las clavaron con toda fuerza, mientras se burlaban y lo escupían.
Las espinas fueron enterradas con tal violencia, que la sangre corría con abundancia por el rostro de Jesús, dejándolo todo ensangrentado.
Reparación por la culpa de Adán
“Maldito el suelo por tu culpa: brotará para ti cardos y espinas”, dijo Dios a Adán, después del pecado de nuestro primer padre (Gén 3, 17-18).
De acuerdo con San Alfonso María de Ligorio la expresión ‘tierra’ significa no solamente la tierra material, sino también la carne humana que, infectada por el pecado de Adán, no genera sino espinas de culpas. Justamente, para remediar esta infección era necesario que Jesucristo ofreciese a Dios en sacrificio este gran tormento de la coronación de espinas, que, aparte de ser extremamente doloroso, fue acompañado de puñetazos, de esputos y de sarcasmos de los soldados, como relata San Mateo y San Juan: “y doblando ante Él la rodilla, se burlaban diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!” y “le daban bofetadas”.
II –Nuestros pecados tejieron la corona de espinas
¿Oh espinas, oh creaturas ingratas, que hacéis? ¿Así atormentáis a vuestro Creador? ¿Porqué increpar las espinas?, pregunta San Alfonso, mientras nos propone una grave reflexión, que debe tocar nuestro corazón y hace reparar el dolor que causamos a Jesús en la Pasión.
Nuestras perversidades tejieron la corona de espinas
¡Oh pensamientos inicuos de los hombres!, exclama San Alfonso. Fuisteis vos que atravesasteis la cabeza de mi Redentor. Si mi Jesús, con nuestro consentimiento perverso nosotros tejimos vuestra corona de espinas. Ahora yo los detesto y los odio mas que la muerte o cualquier otro mal. Y humillado, me vuelvo para esas espinas, consagradas por la sangre del Hijo de Dios, y les digo: traspasad mi alma y hacedle siempre sentir el dolor de haber ofendido a un Cristo tan bueno.
Y Vos, Señor, que tanto padecisteis para desprenderme de las criaturas y de mi mismo, haced que yo pueda decir en verdad que ya no soy más mío mas sólo de Vos y todo vuestro. Oh mi Salvador afligido, oh Rey del mundo, ¿A qué os veo reducido? ¡A representar el papel de rey de teatro y de dolor, a ser el ludibrio de toda Jerusalén!
De la cabeza traspasada, corre la sangre sobre su rostro y su pecho. Oh mi Jesús, yo considero la crueldad de esa gente que no se satisfaz con haberos despellejado de los pies hasta la cabeza, y ahora os atormenta con nuevos ultrajes y desprecios. Admiro, sin embargo, ¡mucho más vuestra mansedumbre y vuestro amor, que todo sufre y acepta con tanta paciencia por nosotros!
Arrepentimiento y retribución de amor
Ah mi Jesús, ¿cuántas espinas junté a esa corona con mis malas inclinaciones consentidas? Desearía morir de dolor; ¡perdonadme por los méritos de aquellos dolores que soportasteis justamente para perdonarme! Ah, mi Señor tan destrozado y denigrado, Vos que sobrelleváis tantos dolores y desprecios para moverme a compasión por Vos y que Os ame -al menos por compasión- y no os cause más disgusto.
Basta, mi Jesús, no insistáis en padecer más. Ya estoy persuadido del amor que me tienes y yo os amo con toda mi alma. Veo, sin embargo, que para Vos no es bastante, no estáis saciados de penas, lo que se dará sólo después de veros muerto de dolores en la cruz. ¡Oh bondad, o caridad infinita, infeliz el corazón que no os ama!
III – La garantía de nuestra salvación
Hablar de paciencia y de sufrimiento es tratar de algo que los amantes del mundo no practican y ni siquiera entienden. Sólo las almas que verdaderamente aman a Dios lo comprenden y lo ponen en práctica. San Juan de Cruz decía a Jesucristo: “Señor, yo no os pida nada más que padecer y ser despreciado por Vos”. Así hablan los santos extasiados por Dios y así hablan porque saben muy bien que un alma no puede dar prueba más segura de su amor a Dios que padeciendo voluntariamente para agradarle.
La mayor prueba del amor de Cristo por nosotros
Esta fue la mayor prueba que Jesucristo nos dio del amor que nos tiene. Él, como Dios, nos amó al crearnos, enriqueciéndonos con tantos bienes, llamándonos a gozar de la misma gloria que Él goza. Mas, en ningún otro punto nos mostró mejor cuánto nos ama que haciéndose hombre y abrazando una vida dolorosa y una muerte llena de dolores e ignominias por nuestro amor. Y yo, ¿cómo demuestro mi amor a Jesucristo?
No pensemos que Dios se complace con nuestro sufrimiento. Él no es un señor de índole cruel que se satisface viendo gemir y sufrir a sus criaturas. Por el contrario, es un Dios de bondad infinita, todo inclinado a vernos plenamente contentos y felices, lleno de dulzura, afabilidad y compasión para con aquellos que recurren a Él.
La condición, sin embargo, de nuestro infeliz estado actual de pecadores y la gratitud que debemos al amor de Jesucristo exigen que nosotros, por su amor, renunciemos a los deleites de este mundo y abracemos con ternura la cruz que Él nos destina a llevar, siguiendo sus pasos en esta vida.
Con su cruz, más pesada que la nuestra, Cristo va adelante, para llevarnos a disfrutar, después de nuestra muerte, de una vida feliz que no tendrá fin.
Así, para que no perdamos un día de felicidad eterna, Dios quiere que, por la paciencia, expiemos nuestras culpas y merezcamos la gloria del Cielo a la cual estamos destinados.
Sufrir con paciencia para alcanzar la salvación
Por consiguiente, debemos colocar toda nuestra esperanza en los merecimientos de Jesucristo y esperar de Él todos los auxilios para vivir santamente y salvarnos. No podemos dudar de su deseo de vernos santos: ““Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1Tes 4,3).
Tengamos presente que la Pasión de Cristo fue plenísima cuánto a su valor y suficientísima para salvar a todos los hombres. Sin embargo, para que los merecimientos de la Pasión sean aplicados a nosotros, Santo Tomás dice que, debemos entrar con nuestra parte y sufrir con paciencia las cruces que Dios nos envía para asemejarnos a Jesucristo, nuestra cabeza, según lo que escribe el mismo Apóstol a los Romanos: “Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29).
Así, conscientes que la virtud de nuestras buenas obras, satisfacciones y penitencias nos vienen de la satisfacción de Jesucristo, consultemos nuestro corazón y veamos como estamos aceptando los sufrimientos y penas permitidos en nuestra vida por la Providencia Divina. Y si estamos en consecuencia caminando rumbo a nuestra santificación o apartándonos de ella.
Pidamos a la Santísima Virgen, Madre Dolorosa, que nos ayude a tener clara noción de esta importante postura que Dios desea para cada uno de nosotros.
Conclusión
Concluyamos esta meditación volviéndonos a Nuestra Señora de Fátima, Madre Santísima del Redentor, y pidámosle que presente a su Divino Hijo nuestro firme propósito de enmendarnos de nuestras faltas e infidelidades que, en el decir de San Alfonso, contribuyeron para tejer la cruel corona de espinas que tanto Le hicieron sufrir. Tomad, o Madre de Misericordia, nuestros corazones arrepentidos y ofrecedlos a Jesús, como señal de reparación por los dolores que tanto Le causamos. Presentados por vuestras manos inmaculadas, sabemos que Él no los rechazará y ha de santificarlos plenamente, inundándonos con los infinitos méritos de la Redención.
Dios te salve, Reina y Madre…
Referencias bibliográficas