Meditación Primer Sábado de Mes. Abril de 2024. La Resurrección de Jesús

Publicado el 04/05/2024

Entre las muchas cosas que Jesucristo hizo y que los Evangelistas pasaron en silencio, debe estar, con certeza, la aparición a María Santísima después de haber resucitado.

Atendiendo el pedido de Nuestra Señora en Fátima, hagamos la devoción del Primer Sábado, meditando hoy el 1° Misterio Glorioso: La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Afirma San Pablo que si el Redentor no hubiese resucitado, nuestra fe sería vana. Pues así, con la victoria de Jesucristo sobre la muerte y el pecado, nos da la garantía sobre todas nuestras creencias cristianas, de una vida y salvación eterna y de nuestra propia resurrección.

Composición de lugar:

Para evitar las distracciones, hagamos el esfuerzo de imaginar una mañana de domingo, resplandeciente, el cielo luminoso, temperatura agradable, una naturaleza fresca y alegre. En este escenario, encontramos un sepulcro abierto en la roca, al cual nos aproximamos con expectante alegría. Dentro, vemos algunos paños cuidadosamente doblados sobre la piedra, en la cual,hasta hace poco, descansaba el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo.

Oración preparatoria:

Oh, Virgen Santísima, que acompañaste a vuestro divino Hijo en los Pasos de la Pasión y después esperasteis, ardiente de fe y confianza, su glorioso resurgimiento de las sombras de la muerte, volved sobre nosotros vuestra mirada de bondad en este momento: alcanzadnos del Sagrado Corazón de Jesús resucitado las mejores y más eficaces gracias para meditar bien este Misterio de la Resurrección, y de él, recoger abundantes frutos de progreso espiritual, de conversión y de santificación. Así sea.

Evangelio de San Juan, 20, 1-9

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.”

I – EL PRINCIPAL HECHO DE LA HISTORIA

La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo es el hecho principal de la historia humana. Sobre este hecho reposa el cristianismo: ¡Él resucitó!, fue el ‘toque de reunión’ de los discípulos, en la mañana de la Pascua. Los once, a quien Jesús apareció después de la Resurrección, lo reconocieron vivo. Y durante cuarenta días, pudieron conversar con Él, tocarlo y comer en su compañía.

1. La felicidad de Cristo resucitado

Según San Alfonso María de Ligorio, el mayor sentimiento que debe ocupar nuestras almas delante del misterio que hoy meditamos es inundarlas de la consoladora esperanza, es la felicidad de Cristo Resucitado.

De hecho, en la dolorosísima Pasión, Jesús sufrió padecimientos inimaginables, consumados en la muerte atroz y vergonzosa en lo alto de la cruz. Sin embargo, al resurgir glorioso de la muerte y salir vivo del sepulcro, Jesús recibe nuevamente, con lucro abundantísimo, todo lo que perdió en la Pasión. El que era pobre, lo vemos ahora riquísimo y señor de toda la tierra. Al que llamaban gusano y oprobio de los hombres, lo vemos coronado de gloria y sentado a la derecha del Padre. El que hasta hace poco era un varón de dolores y sufrimientos, lo vemos dotado de nueva fuerza y de una vida inmortal e impasible. El que había muerto horriblemente, lo vemos resucitado por su propia virtud, con su cuerpo glorioso, dotado de sutileza y agilidad, atravesando las paredes rocosas del sepulcro.

2 – Nos alegramos con el Señor que resucitó

Jesucristo resucitado se vuelve esperanza viva y triunfante de todos los justos que ‘duermen en el Señor’. Detengámonos un instante para tributarle nuestro homenaje. Hagamos un acto de fe ardiente en su Resurrección y acerquémonos para besarle en espíritu sus cinco llagas glorificadas.

Alegrémonos con Él por haber salido victorioso del sepulcro, vencedor de la muerte y del infierno y digamos con todos los santos: “El Cordero que fue inmolado por nosotros, es digno de recibir el poder, la divinidad, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición para siempre”.

II – TAMBIÉN NOSOTROS RESUCITAREMOS

Nos alegramos con Jesús, Nuestro Señor, pero estemos alegres por nosotros mismos, porque su resurrección es la certeza de nuestra resurrección, si como dice San Pablo, primero morimos interiormente al afecto de las cosas terrenas: ““Pues si morimos con él, también viviremos con él” (2 Tim 2,11).

1. La Resurrección de Cristo también es nuestra resurrección

La Resurrección de Cristo nos inunda de esa dulce esperanza: ¡también nosotros resucitaremos! Jesús es la Cabeza del cuerpo místico de la Iglesia, del cual todos los bautizados y en gracia hacen parte. Por lo tanto, pertenecemos a Nuestro Señor Jesucristo. Pues bien, no es posible que la cabeza resucite y el resto del cuerpo permanezca en la muerte.

Es decir, si la Cabeza que es Cristo, resucitó, todo el cuerpo –que somos nosotros– también resucitará. La Resurrección del Redentor es también nuestra resurrección. Es por causa de la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que también nosotros resucitaremos. Por eso, la Liturgia afirma que la muerte y Resurrección de Cristo nos compró la vida: porque Jesús venció la muerte y el pecado, también nosotros los venceremos y resucitaremos gloriosos para la eternidad.

La Pascua, que conmemoramos con alegría, es, pues, la fiesta que prenuncia nuestra propia resurrección.

2. Las maravillas que nos aguardan

Después de resucitados para la vida eterna, debemos considerar que la contemplación que tendremos de Dios nos llenará de tanta alegría y consuelo que no habrá más posibilidad del menor sufrimiento. Será un gozo espiritual, ya que nuestros ojos carnales no fueron hechos para ver a Dios. Sin embargo, es necesario que el cuerpo acompañe el alma en este estado, dada la entrañada unión existente entre ambos.

Por eso, trasparecerán en el exterior, por un don divino, las maravillas puestas en el interior, como afirma San Pablo: “¡Cuándo aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él!” (Col, 3,4). La resurrección producirá en cada bienaventurado una tan gran transformación que no será posible reconocernos.

Es este el futuro que nos espera, tan superior a cualquier expectativa que ni siquiera somos capaces de imaginar como será, como dice San Pablo: “Sino que, como está escrito: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.” (I Cor 2,9).

3. Desapegarnos de lo que nos desvía del Cielo

Con su Resurrección, el Salvador nos obtuvo una vida nueva, infinitamente más valiosa que la humana: la participación en la propia vida divina. Y este tesoro merece ser tratado con especial cariño, orientando nuestro amor al rumbo correcto, como nos recomienda el Apóstol. Así, una vez muertos para los vicios y resucitados con Cristo, orientemos nuestras preocupaciones para lo que viene de lo alto y no para las cosas concretas que desvían los ojos y el corazón de nuestro destino eterno, tal como los difuntos ya no se ocupan de sus antiguos quehaceres al dejar esta Tierra.

¡Cuánta agitación fruto del egoísmo y de la vanidad! ¡Cuánta ilusión con el mundo, con los elogios, con la repercusión social! ¡Cuánta atención a la salud y al dinero! Cuidados que hasta en lo que tienen de legítimas todas estas cosas, nos arrastran y nos empañan los horizontes, y constituyen una falta contra el Primer Mandamiento –amar a Dios sobre todas las cosas–, tan poco considerado en nuestro examen de conciencia.

III – LA RECOMPENSA DE LA FE INQUEBRANTABLE DE MARÍA

San Alfonso observa con mucha fineza de espíritu, que entre las muchas cosas que Jesucristo hizo y que los Evangelistas pasaron en silencio, debe estar, con certeza, la aparición a María Santísima después de haber resucitado.

1. Porque participara más de la Pasión

Ni siquiera sería necesario mencionar ese hecho, pues es evidente que el Señor, que mandó honrar a los padres, fue el primero en dar ejemplo, honrando a su Madre con su presencia visible.

Por otra parte, era de entera justicia que el divino Redentor glorificado fuera a visitar primero a la Santísima Virgen a fin de hacerla participar de las alegrías de la resurrección. Antes que a nadie y más de que a cualquier otro, pues fue Ella quien indeciblemente participó más de la Pasión del Señor.

2. Recompensa por la fe inquebrantable

Un día y dos noches la divina Madre quedó a merced del dolor por la muerte del Hijo, pero firme e inquebrantable en la fe de la resurrección. Y, según escribe San Alfonso, cuando comenzó a amanecer el tercer día, estando en altísima contemplación, comenzó con ardientes suspiros a suplicar a su Hijo que abreviara su venida. Mientras está absorta en sus intensos deseos se le aparece su divino Hijo con toda su gloria y claridad. ¡Oh, cómo María no debería sentirse satisfecha y contenta con tan bella aparición! ¡Cuán tiernamente no deberían abrazarse Hijo y Madre! ¡Cuán dulces y sublimes no deberían ser los coloquios que intercambiaban!

3. Que ya resucitados, María nos acoja en el Cielo

Acerquémonos en espíritu de Nuestra Señora, que es también nuestra Madre, pidiéndole que nos permita besar las llagas glorificadas de Jesucristo. Recojamos de este misterio que estamos meditando la lección de que Dios recompensa con las alegrías de la resurrección a aquellos que acompañan a Jesús hasta el Calvario, es decir, los que le son fieles en las tribulaciones.

Cada uno puede hacer suyas las palabras de la Bienaventurada Virgen María: “Por mis muchos dolores, tus consolaciones alegran mi alma”. La Santísima Virgen, Reina del Cielo, se alegró con la resurrección de su Hijo, como lo había prometido. Alegraos, Madre Santísima, pero al mismo tiempo rogad por nosotros, para que seamos dignos de un día ir a cantar contigo, resucitados en el reino de la gloria, nuestro eterno aleluya.

Conclusión

Terminemos esta meditación rogando a Nuestra Señora que nos alcance de Cristo Resucitado abundantes gracias. Oh, Virgen Santísima, Vos que tuvisteis la alegría en tu corazón de contemplar la Resurrección de vuestro Divino Hijo, os pedimos nos obtengáis las gracias más preciosas para nunca olvidarnos que es por la Resurrección de Nuestro Señor que nosotros, en el día del Juicio Final, resucitaremos para estar con Vos, ya no más con el alma, sino también con nuestro cuerpo glorioso. Madre Santísima, desde ya, reconocemos que nuestra resurrección está fundada en vuestras oraciones por nosotros.

Es por vuestra intercesión que resucitamos en el día del Juicio al lado de los justos. Os agradecemos, Santísima Virgen, por esas gracias que nos alcanzáis en vista de la resurrección y os pedimos que nos acompañéis paso a paso hasta ese día glorioso. Así sea.

Dios te salve, Reina y Madre…

Referencias bibliográficas

Basado en: Santo Afonso de Ligorio, Meditações para todos os dias do ano, Tomo II, Herder & Cia, Friburgo, Alemanha, 1921.

Monsenhor João Clá Dias, Meditación para el Primer Misterio Glorioso.

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