Meditación primer sábado de mes, noviembre de 2021. El anuncio del Reino de Dios

Publicado el 11/05/2021

Iniciamos nuestra devoción del Primer Sábado, atendiendo al pedido que nos hace Nuestra Señora de Fátima para desagraviar su Inmaculado Corazón. Hoy contemplaremos el 3er. Misterio Luminoso: El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión. En el Sermón de la Montaña, Nuestro Señor promete el Cielo a aquellos que practican la virtud y el bien en este mundo. Los santos que ya se encuentran en el Paraíso nos precedieron en nuestra patria definitiva y desde allí interceden en nuestro favor junto al Sagrado Corazón de Jesús y de María Santísima.

Composición de lugar:

Imaginemos a Nuestro Señor en lo alto de una colina, rodeado de una naturaleza viva y fresca. A los pies de la colina se extienden campos reverdecidos, donde nacen lirios y flores silvestres. Más adelante se avista el bello Mar de Galilea. Nuestro Señor habla a una gran multitud que lo escucha con atención y encanto.

Oración preparatoria:

Oh, Madre nuestra, Señora de Fátima, Auxiliadora de los Cristianos y Reina de todos los Santos, volved vuestros ojos de misericordia sobre cada uno de nosotros, y alcanzadnos de vuestro amado Hijo las gracias que necesitamos para llegar a la santidad que Él desea de nosotros. Haced que, meditando este Misterio Luminoso del Rosario, podamos hacer firmes propósitos de corresponder, cada día más, al llamado de santificación que nos es hecho por el Divino Redentor. Así sea.

Evangelio de San Mateo (5, 1 y ss.)

1 Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; 2 y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: 3 «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. 6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. 7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. 8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. 10 Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.”

I – Felicidad insondable de los santos en el Cielo

En la Solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia celebraba la memoria de todos aquellos que ya se encuentran en la bienaventuranza eterna, junto a Dios, a los Ángeles, a Nuestro Señor Jesucristo y a María Santísima. Allí ellos gozan de una felicidad  absoluta, sin ninguna sombra de preocupación ni de tristeza.

Consolación incomparable

San Pedro en la puerta del cielo – Pedro Vall – Iglesia de San Miguel – Cardona – España

Ninguna consolación de esta vida se compara con la alegría que los santos sienten en el Cielo. La idea que tenemos a propósito de la felicidad es tan humana, que juzgamos muchas veces poseerla en grado máximo al obtener algo de deseamos. La mera inteligencia humana no es capaz de comprender la felicidad del Cielo, pues con relación a Dios y a las cosas celestiales somos como hormigas que, andando por la tierra, levantan la cabeza para mirar el vuelo de un águila en el firmamento. O sea, hay un abismo de diferencia entre nuestros sentimientos terrenos y la felicidad del Paraíso.

Entremos con los ojos de nuestra imaginación en el Cielo –nos invita San Alfonso María de Ligorio – y vislumbraremos las delicias que nuestros hermanos santos allí disfrutan, incomparables delante de la mayor felicidad terrena. Alegrémonos con ellos y demos gracias a Dios en su nombre. Sin embargo, pensemos que igual felicidad también nos está reservada cuando, finalmente, termine para nosotros el tiempo de esta vida y todo lo que aquí sufrimos se transforme para nosotros en motivo de júbilo y de gloria en el Cielo.

2- Cuánto mayor fuere nuestro deseo del Cielo, más purificados quedamos

Quien entra en el Cielo, contempla a Dios cara a cara y se vuelve semejante a Él, como afirma San Juan: “Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn, 3, 2).

Pues, cuanto más aumenta en nosotros la esperanza de ese encuentro y de esa visión, y, por lo tanto, cuanto más crecemos en el deseo de entregarnos a Dios y de pertenecerle por entero, más nos purificamos del amor propio y del egoísmo profundamente enraizado en nuestra naturaleza. Nos aproximamos más a la santidad a la cual cada uno de nosotros fue llamado. Nos hacemos más dignos de participar también de la interminable alegría del Cielo.

II – Imitemos a los santos y miremos hacia las cosas eternas

Ascensión de Jesús (detalle) los apóstoles – Barnaba da Modena – Musei Capitolini – Roma – Italia

Esa felicidad inmensa e indescriptible, para la cual todos fuimos creados, solo la alcanzaremos siguiendo los pasos de aquellos que ya la poseen: los santos.

1- Por la gracia de Dios, podemos y debemos hacernos iguales a los santos

La Iglesia, deseando que los homenajes prestados a los santos sean provechosos, quiere que ellos sirvan para elevar nuestro espíritu al Cielo y para incentivarnos en la práctica de la virtud, por la contemplación de los bienes eternos que allá arriba nos esperan si hasta allá llegamos. Pensemos además que, conforme San Alfonso, entre la multitud de santos hay muchos de nuestra misma edad y condición, y no pocos que fueron grandes pecadores y se convirtieron. De modo que la Iglesia parece aprovechar esta solemnidad para decirnos a cada uno de nosotros: ¿Tú, no podrás hacer lo mismo que ellos pudieron hacer?

2- Miremos siempre hacia las cosas eternas

A su vez, el texto del Evangelio que leímos arriba, nos hace recordar un aspecto esencial de nuestra identidad cristiana y de lo que constituye la santidad. Todos los santos siempre fueron, aunque en medidas diferentes, pobres de espíritu, mansos, afligidos, con hambre y sed de justicia, misericordiosos, puros de corazón, artífices de paz y perseguidos por causa del Evangelio. Y así también debemos ser nosotros.

Además, como afirma San Juan Pablo II, la bienaventuranza cristiana, como sinónimo de santidad, no está separada de una parcela de sufrimiento o por lo menos de dificultad: no es fácil ser o querer ser pobre de espíritu, manso, puro; no se desea ser perseguido, ni siquiera por causa de la justicia. Sin embargo, todos los santos, por amor a Dios padecen de buena voluntad los dolores transitorios de este mundo, y por eso llegan al Cielo.

Para ellos, como para nosotros, sirven las palabras de San Pablo: “Pues la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria, ya que no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; en efecto, lo que se ve es transitorio; lo que no se ve es eterno.” (2 Cor 4, 17-18).

III – Nuestra santificación es “voluntad de Dios”

Feliz aquel que se salva y, dejando este lugar de destierro, entra en la Jerusalén celestial para gozar el día que será siempre radiante, viéndose libre de las angustias y del recelo de no llegar a la felicidad eterna.

1- Confiar en Aquel que nos amó primero

También nosotros debemos cantar al Señor un himno de gratitud y de adoración, como hizo María con su Magnificat, para reconocer y proclamar alegremente la grandeza y la bondad del Padre, que nos hace dignos de participar de la suerte de los santos en el Cielo, y nos promete el Reino de su Hijo muy amado. 

2- Permaneciendo firmes en la fe alcanzaremos el Cielo

Por lo tanto, permaneciendo firmes en la fe ganaremos la verdadera vida. Solo en la perspectiva de la gloria eterna tendremos fuerzas para perseverar en la hora de las pruebas. Y esto depende no solo de nuestro esfuerzo, sino sobre todo de la asistencia de la gracia divina. Pidamos, entonces, que la bienaventuranza eterna sea también para nosotros un privilegio, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, por los ruegos y protección de Nuestra Señora y por la intercesión de todos los santos que hoy recordamos, a fin de que un día nos encontremos en su compañía en el Cielo.

Conclusión

Jesucristo – Luis Borrassá – Museo Nacional de Arte de Cataluña – Barcelona, España

Con el vivo deseo de alcanzar la bienaventuranza eterna, siguiendo el ejemplo de los santos que allá se encuentran, roguemos a Nuestro Señor, por las manos de la Virgen de Fátima, que nos socorra con sus gracias mientras peregrinamos en este mundo rumbo al Cielo.

Digamos con San Alfonso María de Ligorio:

Mi adorable Redentor, viéndome desterrado en este valle de lágrimas, quisiera al menos pensar siempre en Vos y en vuestra infinita gloria. Quedaos bien cerca de mí y socorredme a todo momento, a fin de que pueda salir victorioso en las tentaciones y en los asaltos del mal. María, Augusta Reina del Paraíso, continuad siendo mi Abogada: por la sangre de Jesucristo y por vuestra intercesión, tengo la firme confianza de salvarme y de llegar un día a la felicidad sin fin en el Cielo. Así sea”.

Dios te salve, Reina y Madre…

Basado en:

SAN ALFONSO DE LIGORIO, Meditações, volumen III, Editora Herder e Cia. Friburgo, Alemania, 1922.

SAN JUAN PABLO II, Homilía en la Solemnidad de Todos os Santos, noviembre de 1980.

MONSEÑOR JOÃO CLÁ DIAS, Comentário ao Evangelho do 33º Domingo do Tempo Comum e da Solenidade de Todos os Santos, in Revista Arautos do Evangelho, Nº 143.

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