El milagro de los milagros por nuestra salvación

La Anunciación – Capilla de la Universidad del Verbo Encarnado, Texas, USA
Introducción
Comencemos nuestra meditación reparadora de los primeros sábados, dedicando la meditación de hoy al primer misterio gozoso del rosario: la anunciación del ángel y la encarnación del Verbo. La segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió nuestra naturaleza humana en el seno purísimo de María. Al tomar nuestra carne mortal, Jesús se entregó por completo a nosotros para nuestra salvación. A través de las manos de María, también estamos llamados a entregarnos por completo a Él.
Composición de lugar
Imaginemos el interior de la humilde casa de Nazaret, donde la Santísima Virgen María se encuentra en profunda oración. De repente, toda la habitación se ilumina y la vemos dialogando con el mensajero de Dios, quien le anuncia la encarnación del Verbo.
Oración preparatoria
Oh, Santísima Virgen de Fátima, ilumina nuestra inteligencia, inflama nuestra voluntad y ordena nuestra sensibilidad para que podamos recoger de la meditación de este santo misterio todos los frutos espirituales que nos ofrece la contemplación de la encarnación y el nacimiento de Jesús. Que por tus manos inmaculadas recibamos también en nuestros corazones los dones divinos que el Padre eterno concede al mundo en cada celebración de la Natividad de su Hijo. Amén.
Evangelio de san Lucas (1, 28-33.38)
El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios.
Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.
I – EL AMOR INFINITO DE DIOS POR LA HUMANIDAD
Dios nos creó para amarlo en esta vida y poseerlo en la bienaventuranza eterna. Sin embargo, fuimos lo suficientemente ingratos como para rebelarnos contra Él. Pecamos y, por lo tanto, fuimos privados de la gracia divina y excluidos del paraíso. Toda la humanidad estaba irremediablemente perdida. Sin embargo, Dios, en su infinita bondad, decretó que enviaría un redentor al mundo para rescatarnos de tan gran ruina.
¿Y quién será este redentor? ¿Un ángel? ¿Un serafín? No. Para demostrar su infinito amor por nosotros, Dios envía a su propio Hijo a la tierra, el Verbo eterno, que se revestirá de nuestra carne pecaminosa, pero sin contraer mancha alguna de pecado. Dios hecho hombre, con su sacrificio redentor, satisfará la justicia divina por nuestros pecados, haciéndonos nuevamente dignos de la gracia de Dios y del paraíso.
1- GRATITUD POR EL DON INFINITO QUE RECIBIMOS DE DIOS
El Hijo de Dios vino del cielo para redimirnos. Consideremos la infinita bondad que el Señor nos manifestó en la encarnación del Verbo, deseando que su Hijo unigénito asumiera nuestra carne y sacrificara su vida por nuestra salvación. Por este don de infinito valor debemos estar eternamente agradecidos a Dios y, por medio de María Santísima, manifestarle siempre esta gratitud con sincero arrepentimiento por nuestros pecados que le han causado tan gran ultraje.
2. LA CONFIANZA QUE NOS DA LA ENCARNACIÓN DEL VERBO
Consideremos también que, al entregarse a nosotros en la Persona del Verbo encarnado, Dios no podría darnos mayores razones para confiar en su misericordia, ni mayor prueba de que deseo nuestro bien. Después de darnos a su Hijo, no se negará a perdonar nuestros pecados si estamos verdaderamente arrepentidos; no dejará de librarnos de las tentaciones si se lo pedimos; no nos faltará su gracia si la buscamos; ni volverá a cerrarnos el paraíso si no nos apartamos de Él por el pecado.
Pidamos a la Santísima Virgen María que mantenga siempre viva en nuestras almas esta confianza en un Dios que quiso hacerse carne y habitar entre nosotros.
II – EN LA PLENITUD DE LOS TIEMPOS, LA SALVACIÓN
Antes de la llegada del Mesías, la humanidad vivía inmersa en una lamentable crisis moral y religiosa. Mientras que el Dios verdadero sólo se conocía en Judea, la idolatría y la adoración de dioses falsos reinaban en el resto del mundo. El pecado y el vicio prevalecían en una tierra esclavizada por el diablo.
En su infinita sabiduría, Dios esperó cuatro mil años, desde la caída de nuestros primeros padres, para enviar la salvación al mundo. Un tiempo que Dios determinó, para que, según san Alfonso María de Ligorio, la malicia del pecado, la necesidad del remedio y la gracia del Salvador se comprendieran mejor. Si Jesús hubiera venido inmediatamente después del pecado de Adán, no se habría podido apreciar la grandeza del beneficio que nos trajo.
1. La plenitud de los tiempos
Por lo tanto, el Verbo se hizo carne cuando llegó el tiempo feliz, llamado por san Pablo la «plenitud de los tiempos» (Gál 4, 4). Esta expresión significa la plenitud de la gracia que el Hijo de Dios vino a comunicar a la humanidad mediante la redención. En aquel bendito momento, el ángel se apareció a María, diciéndole que había hallado gracia ante Dios, es decir, la gracia de la que resultaría la paz entre Dios y la humanidad y la reparación de la ruina causada por el pecado. María dijo «sí» a la invitación divina y, en aquel mismo instante, por obra del Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne en su seno materno.
2. Gratitud a Dios, al Hijo y a la Madre
Demos gracias a este Hijo y a esta Madre que, con su «sí», se convirtió en la Madre de nuestra salvación y asociada a la redención de la humanidad. ¡Y qué agradecidos debemos estar a Dios por habernos hecho nacer después de realizada la redención! «¡Ay de nosotros —exclama san Alfonso María de Ligorio— si, agobiados por tantos pecados, estuviéramos en la tierra antes de la venida de Jesucristo!».
Qué gracia tan grande nos ha concedido Dios al permitirnos nacer en un mundo ya regenerado por el sacrificio de su Hijo y ser bautizados en la Santa Iglesia católica, donde reina la verdadera fe. Pidámosle, por intercesión de María, que nos haga siempre dignos de esta inmensa misericordia.
III – ENTREGARSE A CRISTO COMO CRISTO SE ENTREGÓ A NOSOTROS
No le bastó al amor divino, dice san Agustín, haber creado al hombre a su imagen cuando creó a Adán; también quiso hacerse a nuestra imagen para redimirnos del pecado. Se hizo nuestro hermano, se vistió de nuestra misma carne y se hizo mortal como nosotros. Y cuanto más se humilló por nuestra salvación, más demostró la inmensidad de su bondad.
1. Dios sólo desea nuestro amor a cambio de su amor por nosotros
Con razón, santo Tomás de Aquino llama a la encarnación del Verbo el «milagro de los milagros». Un milagro incomprensible en el que Dios muestra el poder de su amor por nosotros. De Dios, este amor lo hace hombre; de Creador, lo hace criatura nacida de otra criatura; de Señor soberano del universo, lo hace siervo, sujeto al sufrimiento y a la muerte. Este Dios que tanto nos amó, dice san Bernardo, sólo desea a cambio que lo amemos. Al ver que un Dios se vistió voluntariamente de nuestra miserable carne y sufrió todo lo que sufrió para redimirnos, toda persona debería arder de amor por este Dios amoroso.
2. Seamos enteramente de Jesús como Jesús lo es de nosotros
Por intercesión de María, digamos a nuestro Divino Redentor: Señor Jesús, te doy gracias por haberte humillado rebajándote a la condición humana para redimirme del pecado. Te doy gracias por haberte entregado por completo a mí, con tu sangre, tus méritos, tu gracia, tu paraíso. Y ya que te has entregado por completo a mí, yo, miserable pecador, por las manos de María, me entrego por completo a Ti. Dispón de mí y de todo lo que me pertenece como quieras.
Oh María, mi Santísima Madre, tú que nos diste a tu adorable Hijo, úneme tan estrechamente a Él que pueda yo decir con el Apóstol: «¿Quién podrá apartarme de mi Jesús?».
Dios te salve, Reina y Madre de misericordia…







