En la aurora de su vida pública, Jesús proclamó: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15). He aquí el anuncio de una nueva era de Redención, seguida de una efectiva conversión o metanoia, según los textos primitivos.
En realidad, este vocablo griego evocaba, en sus orígenes, a un cambio de mentalidad. Está claro que el Señor no demandaba una especie de «conversión filosófica», sino más bien una total transformación del ser y un desapego de este mundo (cf. Rom 12, 2), para que así cada cual se volviera una «criatura nueva» (2 Cor 5, 17).
Ya en la profecía de Ezequiel encontramos una de las metáforas más excelsas para expresar tal transfiguración: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (36, 26). Ahora bien, el vaticinio avanza in crescendo, como diciendo: «Más que renovar tu corazón, yo, el Señor, penetraré hasta tus entrañas para infundir mi espíritu en ti; finalmente, pondré mi Corazón en el lugar del tuyo». Se trata, por tanto, de un auténtico «trasplante» de corazones, que podríamos denominar «metacordia».
Cabe señalar que el Señor no promete sustituir nuestro corazón de carne por otro «espiritual», sino que asegura que nuestro corazón de piedra se «encarnará», es decir, se hará «flexible» a la voluntad divina. En el pensamiento de San Agustín, esto significa dejar que el amor de Cristo sea más íntimo que lo que hay de más íntimo en nosotros mismos —interior intimo meo.
El divino Maestro ha invitado repetidamente a ese intercambio de corazones. No obstante, las respuestas fueron contrastantes, como se verifica en la Última Cena. Por una parte, Juan se inclina amorosamente sobre el pecho de Jesús; por otra, el traidor vende su propio corazón a Satanás: «El diablo había suscitado en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la intención de entregarlo» (Jn 13, 2).
Muchos santos siguieron la referida vía joánica. Baste mencionar a la cisterciense Santa Lutgarda, a quien Dios en una aparición le preguntó: «Entonces, ¿qué quieres?». Ella le dijo: «Lo que yo quiero es tu Corazón». Y el Señor le respondió: «Yo soy quien quiere aún más tu corazón».
También la benedictina Santa Gertrudis fue agraciada con el don de la «metacordia», de modo que pudiera proclamar: «Tú me lo diste [el Corazón de Jesús] gratuitamente o lo cambiaste por el mío, como prueba aún más evidente de tu tierna intimidad». Tal era la «fusión» de corazones entre ambos que la iconografía registró las palabras de Cristo: In corde Gertrudis, invenietis me —En el corazón de Gertrudis, me encontraréis.
En contrapartida, los precitos, hijos de Judas, han intentado por todos los medios obliterar esta «metacordia» introduciendo falsos modelos de corazón —como los de los revolucionarios Marat y Lenin—, o realizando «microcirugías» para inocular el sentimentalismo analgésico o formas anestesiadas de piedad en la grey del Señor.
Ante esta «sangría» del fervor en ciertos sectores del catolicismo, los hijos de las tinieblas se regocijan por una supuesta victoria. Sin embargo, no cuentan con la más poderosa de todas las armas: la santa misa. En la renovación de la postrera convivencia ocurre la más sublime «metacordia», cuando el Corazón de Jesús desciende para que el corazón del sacerdote, cual nuevo Juan, se eleve: ¡corazones hacia lo alto!