Misionera audaz y entregada

Publicado el 10/21/2022

Laura Montoya Upegui tiene méritos para ocupar un lugar destacado, en la historia de Colombia, entre ellos resalta su profetismo misionero. Funda una congregación religiosa, porque cree en el valor de la mujer, de su trabajo y de su capacidad para llegar al más débil y oprimido y elevarlo a la dignidad de hombre e hijo de Dios. Fue mujer que pensó en grande y agrandó lo que tocaba. Y pensó a lo divino porque anduvo siempre endiosada, pero proyectada hacia el bien de sus hermanos los hombres y precisamente de los más olvidados y abandonados.

Nacimiento e infancia

En Jericó, apacible y cristiana ciudad del suroeste antioqueño, nació el 26 de mayo de 1874 la niña Laura Montoya Upegui. Fue su padre el caballero don Juan de la Cruz Montoya y su madre doña Dolores Upegui, ambos cristianos de conciencia y obras. Don Juan cayó asesinado por un enemigo de las ideas católicas, cuando como Procurador o personero de Jericó, inspeccionaba los contornos, atravesados en ese día por un batallón de revolucionarios radicales, el 2 de diciembre de 1876.

Doña Dolores fue dama de excepcional piedad, harto amiga de Dios, probada por la pobreza y formadora exquisita de sus tres hijos: Carmen, Laura y Juan de la Cruz. Fue costumbre suya no besar a sus hijos hasta que no se los presentaban bautizados. Todas las noches, hasta muy avanzada en edad, rezó en familia por el asesino de su esposo. Y, finalmente, cuando Laura emprendió la obra evangelizadora de los indios, ella siguió a la hija, la alentó siempre y murió religiosa misionera con el nombre de Hermana María del Sagrado Corazón.

Catedral de Jericó en el Departamento colombiano de Antioquia

Laura fue bautizada el mismo día de su nacimiento por el Pbro. Evaristo Uribe, coadjutor de la parroquia, que en ese momento, de polaina y espuelas, se disponía a viajar a lejana hacienda para administrar los santos óleos y el santo viático a un moribundo. “¿Qué nombre le vas a poner?” interrogó el sacerdote a sus padres y estos le respondieron: “Se llamará María Laura de Jesús”.

Toda su vida fue aficionada a buenos libros. De niña leyó la vida de San Luis Gonzaga y la de San Pablo el ermitaño. Del primero aprendió el amor a la pureza y a la mortificación; del segundo, el gusto por la soledad. Tuvo para sus aprendizajes otro gran libro: la naturaleza, pues huyendo del adusto semblante de un abuelo, se paseaba a solas por el campo, observadora atenta de plantas y animales. Y por ahí recibió un día, de modo inesperado, la primera noción seria del Ser y del Amor de Dios”…

Primera comunión

La orfandad, la pobreza y algunas enfermedades imprimieron cierto carácter de seriedad en su alma y su rostro.

Su primera comunión fue casi improvisada. La recibió en la población de Amalfi en 1882 durante la visita pastoral de Monseñor Joaquín González, obispo de Santa Fe de Antioquia, su lejano pariente. Siempre se dolió de esas prisas para un acto que es tan decisivo en la vida espiritual.

Su fe en el Misterio de la Eucaristía, su propensión hacia el sagrario y la Santa Hostia se afianzó y acrecentó cuando a los diez años, Jesús le concedió una “comprensión” acerca de este misterio mientras trabajaba en el corredor de su casa en compañía de su madre junto a un banco. En ese momento sucedió algo que marcaría su vida. Ella misma nos lo dice: “mientras trabajaba, ofrecí el trabajo a Dios y de súbito, en respuesta, Él me infundió un vehemente deseo de comulgar. Hice la comunión espiritual y sé decir más. Como electrizada, como si no sintiera lo que alrededor pasaba, como si tuviera un dolor soberano, con una mezcla de amor extraordinario, como si la Santa Eucaristía traspasara mi alma de parte en parte, me bañé en lágrimas sin sentirlo. Quedé como dueña de ese divino misterio. Siempre he llamado a esto “el golpe del banco”. Qué nombre más raro… pero Dios y yo nos entendemos” afirma en su autobiografía.

Orientada, imantada así hacia el Sagrario, tres mañanas hubo en que, previo un sigiloso acuerdo con los peones que les aparejaban los caballos, madrugaba con su hermano Juan de la Cruz a comulgar en la lejana parroquia de Amalfi sin que en su casa lo advirtieran. Estaban de vuelta cuando empezaba el ajetreo de la jornada. Qué raro, decía don Lucio, el abuelo, estos caballos amanecen sudados… Esta observación del abuelo cortó las “travesuras” y concluye su relato: “Jesús ayuda a maravilla a hacer las picardías que su amor inspira…”

Nace el espíritu de misión

De su vida espiritual y misionera pudiera afirmarse aquella que la Liturgia dice de Santa Teresita: Dios fue su solo guía. Él se encargó de amaestrarla. Decía: “Mi tarea interior se encaminaba a conseguir la rectitud de intención… Para ello le daba mucha importancia al ofrecimiento de obras con las oraciones de la mañana que mi madre me enseñó. Luego las abandoné y le decía a Dios lo que el corazón me inspiraba…”.

Pero, nacida para espiritualizar y cristianizar a los demás, “mi primer arranque de celo apostólico lo tuve entonces. Al sentirme tan feliz con mi ofrecimiento de obras, sufría porque los demás no lo hacían. Nos tenían muy prohibido entrar a la pieza donde dormían los criados y peones de la casa. Sin desobedecer me iba a la puerta y por las rendijas los llamaba todas las mañanas y cuando ponían la oreja en la rendija les hablaba de sus penosos trabajos y de la lástima de que con ellos no obtuviesen méritos ante Dios y les enseñaba a ofrecerlos a Dios (para que así tuviesen méritos sobrenaturales esos trabajos) y lo hacía con palabras muy sencillas, propias para ellos”.

Llamada por Dios a los altos vuelos del espíritu, comenzó tempranamente a ponerse en órbita de lo divino en los amables cautiverios de la Eucaristía y en la onda de la caridad evangelizadora.

Laura en su niñez, no tuvo ciudad permanente. Vivió por temporadas en Amalfi, en la finca de sus abuelos maternos llamada la “Víbora”, en Don Matías en donde conoció dos almas virginales, consagradas a Dios en el Mundo, contemplativa una, apóstol otra, que no fueron sus amigas, pero fueron su embeleso y las “pedagogas” de su futura vocación. Y, finalmente en Medellín y en Robledo, por donde se dilataba la hacienda de los Upegui. En todos estos parajes se desvivió por los pobres y los ignorantes, los socorrió con limosnas y los iluminó con buenos consejos.

De adulta, decide su camino

Un día el Padre Sierra, más tarde fundador de la Pontificia Universidad Bolivariana, le dijo a Laura:

Hágame una lista de los motivos que tiene para lanzarse a esa empresa de convertir a los indios.

Laura contestó:

Sólo me mueve un dolor casi inmenso de que mi Dios sea desconocido y de que esas almas se pierdan eternamente. Mire, Padre, yo me siento como una madre que tuviera mil hijos perdidos. Así es mi dolor.

Pues siga trabajando en su tarea. Ya sonará la hora de Dios.

Ya desde antes de esta época – escribe – había comenzado a sentir por las noches que una pena me despertaba. No sé porque sabía yo que era la caída de almas infieles en el infierno lo que me causaba esta pena. Mi despertar a altas horas de la noche era como un abismo

de oscuridad y de dolor irremediable causado por la pérdida eterna de almas que estaban unidas como yedra a mi alma.

Cuando estaba el santísimo expuesto, me venía inmediatamente la idea de que los pobres infieles jamás verían la Santa Hostia en una custodia. Y sentía tal pena que, en una de las veces, al reservar el sacerdote, le dije al Señor con espontaneidad casi inconsciente: “Dios mío, si no te dejas ver por ellos, no quiero tampoco volverte a ver”. Creo que Dios no se ofendió con ello, porque Él es así de buen entendedor…”

Un día fue a casa del político antioqueño don Carlos E. Restrepo a defender la causa de los indios. Usa como argumento contundente “que hasta ahora no se ha probado reducirlos y civilizarlos por medio de la mujer”. El hombre siempre ha sido cruel con el indio; la mujer, con la pedagogía del corazón, logrará de ellos mucho más.

Carlos E. Restrepo, ya presidente de Colombia, comisiona al Padre Gil, Claretiano, recién llegado de España con el nombramiento de Prefecto Apostólico del Chocó, para que al llegar a Medellín se entreviste con la señorita Laura Montoya que “nos está tumbando el Palacio Presidencial a fuerza de telegramas”. Monseñor Gil acepta de buena gana la colaboración que Laura le ofrece. Parece que por el Chocó comienza a perfilarse la obra; pero todo quedó en suspenso por la prematura muerte del joven Prelado. Laura piensa acudir a la fuente misma del remedio: se propone viajar a Roma a exponer al Padre Santo, Pío X, el estado lamentable de los indios americanos. Fue sacando del banco sus ahorros de años para emprender su larga peregrinación. Al pasar frente a la Iglesia de la Candelaria, se le ocurre entrar y decirle a la Inmaculada representada allí en una hermosa imagen: “Mira, Señora, este dinero. Es el fruto de mis economías de muchos años y ahora se va a consumir en hoteles y barcos. Señora, cuando esta noche el Padre Santo ponga su cabeza sobre la almohada, hazle oír los gemidos de los pobres salvajes y empéñalo en hacer algo por ellos”.

Laura suspendió el viaje mientras llegaba la respuesta del Padre Santo. El 7 de junio de 1912, Pío X firmaba la Encíclica Lacrimabili statu, en la cual exhortaba muy vivamente a los Prelados de América a remediar la miserable condición de los indios. La Virgen escuchó sus ruegos, a quien también le dijo: “Los indios están huérfanos y me parten el alma. ¿No querrás ser su Madre? ¡Yo llevaré tu nombre entre ellos y te serviré hasta de rueda de carro que te lleve a sus corazones! ¡Ábreme sus caminos y reinaras en ellos!”.

Hacia el occidente de Antioquia

En diciembre de 1911, el Padre Luis Javier Muñoz ilustre jesuita guatemalteco, viaja de Medellín a Puerto Berrío. En su compañía va la señorita Margarita Restrepo, que viaja al puerto a saludar a su hermano Félix, joven jesuita, que regresa de estudios en Europa. Los acompaña Laura Montoya, que aprovecha el largo viaje para exponer una vez más sus ideas misioneras al Padre Muñoz.

A fines de 1912, Laura acompañada de su amiga Mercedes Giraldo, viajó furtivamente hacia Frontino a explorar su futuro campo de apostolado. En Frontino el señor cura y los caballeros le propusieron cuerdamente que estableciera un colegio en la localidad. Laura penetra en el asentamiento indígena de Rioverde. Habla animosamente con los indios, más por señas que por palabras, los colma de regalitos y les enseña un poco de catequismo. A su regreso la siguen unos indios, arrastrados por el cariño de las exploradoras. Al pasar frente a un cementerio de indios, ella insinúa:

Padre, recemos un responso por estos pobrecitos.

Recemos por los fieles difuntos de la población…

Una saeta en la entrañas le habría producido menos conmoción. Y lloró. Al despedirse prometió con absoluta seguridad: “volveremos”.

Ya en Medellín comenzó la tarea de reclutar compañeras para su aventura. Fueron ellas las señoritas Mercedes Giraldo, Matilde Escobar, Ana Saldarriaga, María Jesús López y Carmen Rosa Jaramillo, todas de hogares cristianísimos y de distinguidas familias. No se sabe si admirar más la inocente generosidad con que estas jóvenes se entregaron a la ardua empresa o la magnanimidad con que sus padres se desprendieron de ellas para dejarlas Marchar a los lances de una aventura tan incierta y arriesgada.

Laura, para tomarles el pulso, les pintó con crudos colores lo terrible de la empresa: habrá pobreza, hambre, soledad, incomprensiones, calumnias, tal vez la muerte en la selva hostil y tragadora de vidas. Todas aceptaron sencillamente lo heroico. Y con ellas la señora doña Dolores Upegui viuda de Montoya, madre de Laura. También ella, a sus sesenta y ocho años de edad, golpeados por todo linaje de padecimientos, quiso alistarse en la obra de su hija. De nada valieron las protestas de sus demás hijos y familiares. Simplemente, la viuda de un mártir quería morir de misionera.

En Dabeiba nace una gran luz…

Hacia fines de 1913 Laura está leyendo y meditando el libro de sus predilecciones y saboreos: La Biblia.

Un día encuentra en el profeta Isaías este versículo: “En aquel día el Señor de los ejércitos será coronado de gloria y guirnaldas de regocijo para las reliquias de su pueblo”.

Y piensa luego: “Para mí las reliquias de su pueblo son las almas sencillas de la selva, resto de los numerosos pueblos que llamó a la Fe el descubrimiento de América y que aún no la han recibido. Jesús será coronado de ellos…”

El 4 de mayo de 1914, hacia el amanecer, parte de Medellín una pintoresca caravana. La capitanea Laura Montoya; la forman cinco jóvenes aventureras; la complementan varios peones y diez bestias de carga, que van agobiadas de enseres y utensilios para la “Obra de los indios”.

Las improvisadas “catequistas”– así se llamaban entonces – van alumbradas por la consigna espiritual y apostólica del sacerdote Lubín Gómez. Van impulsadas por el celo de las almas; van ciegas a lo humano y van abiertas a lo divino y a las implacables exigencias del apostolado. En siete jornadas fatigosas llegan a Frontino. En su ruta, las gentes las miran con verdadera veneración, como si adivinaran lo que está a punto de acontecer y les gritan: “Adiós, hermanitas…”

En Frontino hay nuevas presiones para que se demoren allí y establezcan el colegio. A todos responde Laura resueltamente: “No puedo cambiar de planes; las órdenes de Monseñor Crespo y del Gobernador de Antioquia son para Dabeiba”.

El 7 de agosto de 1914 se hace la primera incursión por tierra de indios. Esquivos, recelosos, huyen todos como una exhalación a la vista de las misioneras. Hasta que su bondad y sus dádivas los van cautivando poco a poco. Y ellos, infantilmente, en su castellano rudimentario, terminan por confesar: “¡Ya no somos huérfanos! ¡También nosotros tenemos alma! ¡María, madre mía, sálvame!”.

Y hasta se dio el caso de que un día, desde tierras de Panamá, llegó un indio con una matera de flores para la Virgen, o como él decía: “para esa señora a quien tanto quieren las Hermanitas…”

Precediendo en el celo a las noveles misioneras iba siempre la Fundadora o capitana de la empresa. El capellán P. Carlos observa: “Hacía sus correrías frecuentes a caballo, a pesar de su robustez y de sus dolores –con mareos que a veces casi le quitan el sentido – ella nada decía. Yo a veces le decía: “Hay que trabajar incesantemente por la salvación de las almas; en el cielo descansaremos…”

De catequistas a religiosas

Santa Laura Montoya el día de su profesión religiosa

Sin que las catequistas se percaten, Dios las va conduciendo como ciegas dóciles hacia la constitución de un nuevo Instituto misionero al servicio de la Iglesia. Para los viajes y excursiones la Madre trazó un horario holgado que gustaba hacer cumplir con fidelidad.

Todo aquello, de manera paulatina y como insensible, iba tomando visos de comunidad religiosa. Años antes, durante sus días de magisterio, había esbozado unas reglas para las futuras catequistas, asesorada por su antigua alumna y amiga Ana Raquel Isaza. Cuando, ya en Dabeiba, quiso pasarlas a limpio, encontró que la escritura se había desvanecido. Hubo que rehacer el trabajo, fruto ya de las realidades y vivencias del campo misional. Para escribirlas, por petición de Monseñor Crespo, se fijó como norma consignar lo que fuera de la mayor gloria de Dios, lo que encendiera más el celo de las catequistas y lo que más contribuyera a la cristianización de los indios. Así resultaron las constituciones actuales que Roma aprobó con muy escasas correcciones y que son un trasunto del alma gigantesca de su autora.

La obra requería ya un nombre. ¿Cómo llamarla? ¿Compañía misionera? ¿Compañía mariana? En ambos títulos se pensó. Pero un día sentenció el Prelado Monseñor Crespo: “Veo que esto se vuelve serio y se me parece mucho al espíritu de Santa Catalina de Siena. Esto se llamará ‘Misioneras de María Inmaculada y santa Catalina de Siena’”. Así las conocen hoy en varios continentes. Así la aprobó Roma en 1953.

El mismo día en que espiritualmente se posesionaron de Dabeiba, convinieron todas en llamarse Hermanas para afianzar el respeto mutuo y asegurarse el de cristianos y gentiles. Para Laura reservaron el nombre de Madre, que le costó aceptar por lo que implicaba de honroso. Dieron un paso más: renunciaron a su nombre y apellido. Y quedaron así:

Mercedes Giraldo: María San Benito José Labre.

Matilde Escobar: María de San José.

Carmen R. Jaramillo: María de los Dolores.

Ana Saldarriaga; María del Santísimo.

Dolores Upegui: María del Sagrado Corazón.

Y la fundadora, tan devota de María, Monseñor Crespo la nombra: Laura de Santa Catalina.

Por un momento le dolió no llamarse María. Pero concluyó “para que ella sea mucho más que mi Madre no necesito entrarla en mi nombre”.

En realidad: el nombre de María lo llevaba desde el bautismo. Y el de Santa Catalina le caía maravillosamente apropiado por su amor y sentido de la Iglesia. A todas éstas, como jugando, las catequistas van cobrando apariencia de religiosas consumadas. Y ya aprobadas por la Santa Sede como Congregación diocesana había que crear el noviciado.

Últimos días

En Medellín, la vida de la Madre Laura estuvo repartida entre la oración y el trabajo. No podía salir a visitar las casas debido a la terrible parálisis que le quitó el movimiento de los pies. Pero era de verla sentada en su silla de ruedas, entregada al estudio y la difícil tarea de llegar a todas sus hijas por medio de sus escritos, todos ellos llenos de unción y de altas y sólidas enseñanzas.

Sentada en su silla recorría de cuando en cuando los humildes claustros del convento, para cerciorarse de la buena marcha de la Comunidad, o se hacía llevar a la Capilla para asistir con singular fervor y recogimiento a las funciones.

Su última enfermedad fue larga y penosa. Los médicos diagnosticaron que se trataba de “linfatitis”, y apurados todos los recursos de la medicina, se declararon impotentes ante el mal. “Sólo un milagro –afirmaron – podrá salvarla”. El milagro se pidió con insistencia y

fervor a la Virgen de Fátima que, traída desde España, estaba peregrinando por la ciudad de Medellín, despertando oleadas de fervor.

La Madre Laura logró saciar su devoción, teniendo en su misma celda durante dos días la prodigiosa imagen. La Santísima Virgen la confortó pero no le concedió la salud. La terrible enfermedad siguió su curso mortal reduciendo a la Madre a un estado de inmolación y de víctima.

Años antes ella había escrito: “Para que mi rendimiento sea tal que no quede nada de mí que no sea para su honor y gloria, quiero que mi muerte, es decir, la separación de mi alma y de mi cuerpo, sea un homenaje de adoración ante su soberanía. ¡Oh, que honor puede ser comparable el honor de adorarte y engrandecerte con la destrucción del propio ser por miserable que él sea! Es mi intención, Dios mío, cuando de cualquier manera se me anuncie que el término de mi permanencia sobre la tierra se avecina, entregarme al sacrificio como el cordero sacrificado sobre el altar se deja consumir por el fuego a fin de que el humo suba en suave olor de adoración ante tu soberanía. Y así como el cordero que se consume en holocausto no se queja ni protesta quiero, en cuanto me sea posible, dejarme consumir por las últimas agonías en un silencio de adoración que te glorifique a Ti”.

Alguna vez –recuerda la Madre Margarita Ochoa – al visitarla en su celda de enferma la encontré sola.

Pero ¿cómo Madre, la han dejado sola?

No, hija, no estoy sola. Estoy con mis tres.

Se refería a la Santísima Trinidad, de quien era muy devota.

Cuando la fundadora falleció, la Congregación contaba con 90 casas en tres países y 467 religiosas En Medellín, en su lecho de muerte

Distinguidos sacerdotes de la Arquidiócesis de Medellín como el Excmo. Señor Arzobispo Monseñor Dr. Don Joaquín García Benítez, visitaban frecuentemente y con sentimientos de profundo dolor, el lecho de agonía en que la vida de esta mujer admirable se iba extinguiendo.

Durante su última enfermedad, – así declaró Monseñor Builes en el proceso diocesano – la sierva de Dios me hizo llamar por medio del Padre Montoya para que fuese a visitarla y con la intención de pedirme perdón por lo que de su parte había sucedido conmigo. Yo rehusé por razones de prudencia, porque temía que mi visita no le fuese útil y más bien perjudicial en tales momentos”.

Alguna vez, cuando ellos se carteaban para el asunto del proyectado Seminario de Misiones, el Obispo le había dicho: “Madre Laura, no se muera sin mi permiso”. Al acompañarla en su larga agonía, algunas hermanas recordaron esa frase y acudieron a Monseñor que estaba en la clínica del Rosario aquejado por una grave gripa:

Monseñor, la Madre Laura le manda pedir permiso para morirse. Y que le dé su bendición. El prelado trazó la señal de la cruz y dijo sencillamente: díganle que se muera tranquila. Murió poco después.

Recibió repetidas veces y con singular fervor el Santo Viático, y con toda lucidez la Santa Unción.

Su agonía fue larga, penosísima y no exenta de asaltos diabólicos. En vida había asegurado hablando a una Hermana novicia: “No crea hija, que mi muerte va a ser tan facilita: mi muerte va a ser horrible, con muchos sufrimientos; el demonio emprenderá terrible lucha; nunca en la vida será como en mi muerte…”.

Tras largo y penosísimo padecer, murió para la tierra y nació para el cielo a las siete de la noche el día 21 de octubre de 1949. Había vivido setenta y cinco años, cuatro meses y veintiún días.

Su muerte causó conmoción en Colombia entera. Prensa y radio compitieron en pregonar la grandeza de la vida que acababa de extinguirse. De las selvas más remotas llegaron a Medellín las cartas de los indios empapadas en lágrimas. Prelados, sacerdotes y comunidades religiosas coincidieron en glorificar a la Madre Laura como dechado de almas apostólicas. Colombia supo lo que en ese día perdía en la tierra y ganaba ante Dios.

Extraído de “Una santa colombiana: Laura Montoya”. Caballeros de la Virgen, 1ª edición, junio 2013.

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