«Con la Iglesia, ¡venceremos!»

Publicado el 11/29/2024

P. Alex Barbosa de Brito, EP

Cuando se homenajea a un padre, por muy solemne que sea el acto, es natural que haya espacio para narrar algunos recuerdos —¡al fin y al cabo, estamos en familia! Así que le pedimos permiso para reconstruir una escena particularmente impactante de nuestra juventud. Y decimos «nuestra» no por mera fidelidad a las reglas de la escritura, sino por el hecho de que este recuerdo nuestro posiblemente será también suyo, querido lector.

En efecto, entre los años 1960 y 1990, cuántas personas, de norte a sur de Brasil, no habrán presenciado el siguiente episodio: en las principales calles, avenidas y plazas de las ciudades, de un momento a otro, como un espejismo, surgía un revuelo de estandartes rubro-áureos, con su desafiante león rampante. Los portaban unos jóvenes con capas también rojas que, con fisonomía amable, postura altanera y voz decidida, proclamaban eslóganes en defensa de la Iglesia y de su moral, y de sacrificio en pro de la fe.

Era la intrépida TFP, Sociedad Brasileña de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad, cuyo nombre aún resuena en nuestros oídos con nostalgia, en los del público en general, con respeto y en los de sus enemigos —porque hasta hoy los hay—, con rencor… y a menudo, con miedo.

Hace más de veinte años que la TFP no actúa tan visiblemente en Brasil; sin embargo, su memoria sigue viva. Se inmortalizó porque los hombres la convirtieron en leyenda, lo que, por cierto, suelen hacer con todo lo que no pueden entender. Ahora bien, ¿qué tenía de inextricable esta entidad para sus contemporáneos?

Amor desinteresado. Aquellos jóvenes salían a las calles y enfrentaban los elementos —físicos o morales— simplemente por abnegada dedicación a la Santa Iglesia Católica y a todo lo que es conforme a ella. Para el mundo ateo de la segunda mitad del siglo XX, tal actitud representaba un escándalo, un absurdo o, peor que eso, un milagro. ¿Quién fue el responsable de semejante epopeya?

El alma detrás del mito

Alma impulsora del pujante movimiento, el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira nutría un gran amor a la Santa Iglesia, hasta el punto de afirmar que el epíteto «varón todo católico y apostólico, plenamente romano» constituía el único elogio que tocaba profundamente las fibras más sensibles de su alma.

De hecho, Mons. João a menudo les recordaba a sus hijos una reunión memorable de 1978, realizada con motivo del aniversario de bautismo de su padre espiritual, en la que, a pesar de la placidez que lo caracterizaba, el Dr. Plinio se conmovió hasta las lágrimas cuando le recordaron el don de pertenecer a la Santa Iglesia. Esa vez, tras contener su emoción, afirmó: «Lo que uno ama, lo ama porque lo ha visto, lo ama porque lo ha comprendido, lo ama, en definitiva, porque ha adherido a ello con toda su alma. Pero de tal manera que la palabra adherir es débil;

El Dr. Plinio
nutría un
gran amor a la
Santa Iglesia
Católica; el
epíteto «varón
todo católico
y apostólico,
plenamente
romano»
tocaba a fondo
su alma

se ha entrañado, ha penetrado, se ha dejado penetrar, ha establecido un connubio de alma, tanto como la debilidad humana lo permite, indisoluble y completo, para la vida y para la muerte, para el tiempo y para la eternidad. Ésta es nuestra pertenencia a la Iglesia Católica, y se puede decir, en cierto modo, lo que San Pablo dijo de Nuestro Señor Jesucristo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Estamos llamados a que esto se realice de esta manera: «No soy yo el que vive, es la Iglesia Católica Apostólica Romana quien vive en mí”».

Este fragmento, verdaderamente sublime, nos permite entrever hasta qué punto el Dr. Plinio se sentía uno con la Iglesia. Pero, siendo un simple laico, ¿no constituía esto una forma de pretensión? Todo lo contrario.

Mons. João
embebió a
pleno pulmón
ese espíritu
de amor a la
Santa Iglesia,
con «tintes de
adoración»,
modelando su
mentalidad
a imagen
de su padre
espiritual

Eco fidelísimo de la Iglesia

Esta entrañable unión en modo alguno turbó la profunda sumisión del Dr. Plinio a aquella que tanto amaba. Según sus palabras, se consideraba mero «eco de la gran campana que es la Iglesia Católica Apostólica Romana».

Mientras muchas verdades eran, lamentablemente, silenciadas por quienes debían anunciarlas, mientras los «campanarios de la tradición» enmudecían renunciando a su misión, él anhelaba tener la fidelidad del eco, que resuena incluso cuando las campanas han dejado de tocar. De hecho, su conformidad con el pensamiento de la Iglesia le valió precisamente el elogio de «eco fidelísimo» del magisterio eclesiástico, hecho por el cardenal Giuseppe Pizzardo, entonces prefecto de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades.

Y ese espíritu de amor a la Santa Iglesia, con «tintes de adoración» como diría el Dr. Plinio, fue el que Mons. João embebió a pleno pulmón, modelando su mentalidad a imagen de la de su padre espiritual. Tal actitud explica la armoniosa consonancia entre ambos, basada en la entrega incondicional a la Esposa Mística de Cristo, así como el papel que los dos desempeñaron —uno como origen y causa, y el otro como estrecho colaborador— en la constitución de un núcleo de almas dispuestas a seguir los mismos ideales y que en poco tiempo contaba ya con cientos de miembros repartidos por todo el mundo.

Se trataba, por tanto, de un movimiento con gran fuerza y mucho potencial, pero que por diversas circunstancias no gozaban de reconocimiento canónico, quedando limitado a una entidad cívica, aunque formada de manera compacta por católicos practicantes.

El sueño de un instituto secular

Dicho de otro modo, desde la década de 1930, el Dr. Plinio aspiraba a elevar su obra a un instituto aprobado por la jerarquía eclesiástica, anhelo que no hizo más que crecer con el tiempo.

En su libro Revolución y Contra-Revolución, escrito en 1959, consideraba la posibilidad de que surgiera una institución católica que librara el combate contra el mal en nuestro tiempo: «La acción contrarrevolucionaria la puede llevar a cabo, naturalmente, una sola persona, o la conjugación, a título privado, de varias. Y, con la debida aprobación eclesiástica, podría incluso culminar en la formación de una asociación religiosa dedicada especialmente a la lucha contra la Revolución».

En estas palabras se vislumbra el mismo deseo manifestado en su juventud, que paulatinamente fue tomando forma en su alma hasta consolidarse, en la década de 1970, en el empeño de fundar un instituto secular y convertirse en una prioridad al final de sus días.

En un almuerzo a solas con Mons. João en 1994 —poco antes, pues, de su fallecimiento el Dr. Plinio le dijo que era preciso «afrontar las cuestiones de derecho canónico y fundar una entidad oficialmente católica», y añadía: «Sería necesario que la fundáramos ya».

Esta organización canónica, como él mismo afirmó, realizaría la esencia de la misión del Grupo, llamado a «ejercer dentro de la Iglesia, internamente, un apostolado por el cual desee llegar al último término de sí misma». Quedaba claro que su intención era transformar la TFP en una asociación privada de fieles, por emplear la figura que, según el nuevo Código de Derecho Canónico, mejor reflejara su aspiración.

Era una meta verdaderamente osada, cuya ejecución requeriría un ánimo tenaz, pero, sobre todo una fe inquebrantable. Por eso Mons. João fue la persona elegida para llevarlo a cabo.

Vinculados a la Iglesia inmortal

Lamentablemente, el Dr. Plinio no vería cumplido su deseo en vida, pues tanto él como su fiel discípulo se toparían con varios obstáculos, incluso entre quienes debían secundar sus esfuerzos. El 3 de octubre de 1995, a la edad de 86 años, aquel varón apasionado por la Iglesia entregaba su alma a Dios, pero legaba un ideal a sus discípulos y, sobre todo, al hijo a quien llamaba su alter ego. Se trataba, pues, de materializarlo sin recelos.

La Providencia no tardaría en enviar mediadores entre esta familia de almas y la Santa Sede, que supieron promover el tan ansiado acercamiento, al percibir que semejante deseo no podía ser despreciado, pues el dedo de Dios se posaba sobre él con suave eficacia.

 Desde la eternidad, el fundador pronto vería hecha realidad su antigua aspiración. El 22 de febrero de 2001, los Heraldos del Evangelio recibieron la aprobación pontificia de manos de su santidad Juan Pablo II, la primera otorgada en el tercer milenio, constituyéndose en asociación internacional privada de fieles.

Este acontecimiento alegró sobremanera el corazón de Mons. João, pues ese sello conllevaba, además de prometedoras repercusiones institucionales, una nueva protección a la obra en el ámbito sobrenatural. Era como si los ángeles de San Pedro y San Pablo la asumieran por completo, dándole un nuevo impulso y una firmísima seguridad. Al ser legalmente acogido en el seno del Cuerpo Místico de Cristo, el movimiento iniciado por el Dr. Plinio, que tantas tormentas había enfrentado a lo largo de décadas, comenzaba a participar más intensamente de su inmortalidad y vitalidad.

«Columna en el templo de mi Dios»

Mientras tanto, el Espíritu Santo inspiraba a Mons. João nuevas audacias. Un irresistible deseo sobrenatural le indicaba la necesidad de emprender un camino sublime y arduo: la fundación de una rama sacerdotal.

Percibía hasta qué punto un paso así implicaría sacrificios, pero esta perspectiva no lo desanimó. Si era la voluntad de Dios y una clara inspiración proveniente del Dr. Plinio, había que darlo, costara lo que costase.

Emprendió entonces el camino, superando con paciencia los obstáculos y allanando las sendas de Dios, para propiciar las primeras ordenaciones. Para narrar los distintos lances que tuvieron lugar en aquella ocasión, tal vez haría falta escribir un libro entero, tarea fascinante, pero imposible por el momento… Sin embargo, no nos resistimos a mencionar aquí al menos un episodio, que destaca por su simbolismo.

El 15 de marzo de 2005 tuvo lugar un acto solemne: antes de recibir el primer grado del sacramento del Orden, João Scognamiglio Clá Días realizaba su profesión de fe y su juramento de fidelidad a la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. La firma del documento se hizo en el altar de la Cátedra de San Pedro, corazón de la basílica vaticana. En la tarde de ese mismo día, al contemplar desde la eternidad la ordenación diaconal de su discípulo perfecto, el Dr. Plinio vio cumplidas en él las palabras del Apocalipsis al ángel de Filadelfia: «Al vencedor le haré columna en el templo de mi Dios y nunca más saldrá fuera» (3, 12).

Con la
aprobación
pontificia,
la obra
iniciada por
el Dr. Plinio
comenzó a
participar más
intensamente
de la
inmortalidad
y vitalidad
del Cuerpo
Místico
de Cristo

Habían sido echadas, en el más firme de los suelos, las raíces de una obra joven y pujante, que se expandiría por el mundo entero, dando abundantes y auténticos frutos de vocaciones sacerdotales para una nova militia Christi. La fe del fundador, plenamente católica, apostólica y romana sería el sustento de sus hijos clérigos en medio de los vientos y tempestades que se abatirían contra la Iglesia y contra la institución, como veremos en el siguiente artículo.

Madre amorosa, inmaculada e indefectible

En numerosas ocasiones, Mons. João expresó, con palabras y actitudes, cuánto consideraba a la Santa Iglesia como el amor de su vida.

Ante todo, la veía como la mejor de las madres. En una reunión con sus hijos más jóvenes, incluso antes de ser ordenado sacerdote, afirmaba: «La figura “madre”, en el orden de la naturaleza, representa a nuestros ojos —que son sensibles y gustan de símbolos, de imágenes—a la Iglesia. Porque madre, pero madre de verdad, lo es la Santa Iglesia».

Nuestro fundador consideraba el Cuerpo Místico de Cristo como la «estrella que titila constantemente, sin parpadear jamás»,8 «¡la maravilla de las maravillas, la seguridad de las seguridades, la realización del Reino de Dios!».9 Su ufanía de ser católico fluía en letanías de elogios: «¡Nunca en la historia ha existido, existe ni existirá algo como esta institución! Una Iglesia invencible, inquebrantable, indestructible, una Iglesia infalible, inerrante […]. Estemos santamente orgullosos de la Iglesia. Entonces sí, vale la pena estar orgulloso: orgullo de la Iglesia» 

                                         

Amor que se desdobla en holocausto

Ahora bien, como indica Santo Tomás de Aquino,11 es propio del amor conducir a la donación gratuita. De ahí el deseo manifestado por Mons. João de construir templos adornados de esplendor, donde reluzca la armonía entre lo maravilloso y lo sagrado, y que al mismo tiempo sean cátedras dignas de la más segura enseñanza y santuarios a la altura del divino sacrificio. De ahí, igualmente, su empeño de defender a la Esposa del Cordero contra los embates de sus adversarios: «Queremos ser escudos de la Iglesia, queremos ser columnas de la Iglesia, queremos ser hijos de la Iglesia, queremos ser esclavos de la Iglesia, queremos ser aquellos que dan su propia vida por la Iglesia»,12 resumió en una homilía.

En 2010, Mons. João tuvo también la oportunidad de demostrar de manera conmovedora esa postura de paladín cuando, en medio de un aluvión de noticias que pretendían embarrar el rostro inmaculado de la Santa Iglesia en la figura del sumo pontífice Benedicto XVI, se sintió impelido a escribir un vigoroso escrito en defensa del Papa, enarbolando el estandarte de la indefectibilidad del Cuerpo Místico de Cristo. 

Fe intrépida en la victoria de la reina destronada

Tal indefectibilidad refulge incluso en nuestros días, cuando la Iglesia atraviesa una de las crisis más calamitosas de su historia. En este sentido, cabe recordar la imagen desgarradora que el Dr. Plinio utilizó para describir el drama que, desde la década de 1960, se ha hecho especialmente evidente. Monseñor João la conocía bien y la repitió en varias ocasiones. Se trata de la metáfora de la reina destronada.

El maestro de nuestro fundador imaginaba a la Iglesia como una soberana contra la cual sus súbditos se habían sublevado violentamente. En consecuencia, se encontraba rodeada de enemigos 

La fe del
fundador,
plenamente
católica,
apostólica y
romana, sería
el sustento
de sus hijos
en medio de
los vientos y
tempestades
que se
abatirían
contra la
Iglesia y la
institución

poderosos e influyentes, que la ataron como a una vil persona y la maquillaban como una infame mujer, no sin antes haber profanado el salón del trono, derribado el dosel y pisoteado, con vilipendio, los ornamentos regios.

Pues bien, «dentro de la habitación —decía él— hay un puñado de fieles, y ella está mirando a estos fieles. ¡Pues claro! Eso es lo que la Reina destronada haría. Y, o esa mirada obra en nosotros lo que la mirada de Jesús coronado de espinas obró en San Pedro, o no hay nada más que decir. Porque esa mirada está fija en nosotros, constante y continuamente».

Monseñor João hizo suya esa certeza de ser mirado por la reina destronada y tomó la resolución de luchar con todas sus fuerzas para reinstalar en el trono, con más pompa y gloria que antes, a aquella que en nuestros días sufre tantas humillaciones a causa de los pecados y de las traiciones de quienes debían reverenciarla como hijos.

No obstante, firme en la certeza de la inmortalidad de la Iglesia y de la fuerza regeneradora que le comunica el divino Espíritu Santo, nuestro fundador conservó una fe intrépida en medio de la tragedia contemporánea, convencido de la victoria final de la esposa inmaculada del Cordero. He aquí el pensamiento que guio la vida de Mons. João: «Nosotros, con la Iglesia, venceremos; la Iglesia, sin nosotros, vencerá. Quien está en la Iglesia y con la Iglesia, vence; el que está fuera de la Iglesia es derrotado».

Firme en la
certeza de la
inmortalidad
de la Iglesia,
nuestro
fundador
conservó,
en medio de
la tragedia
contemporánea,
una fe
intrépida
en la
victoria final
de la Esposa
inmaculada
del Cordero

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