Estamos frente al Mont Saint-Michel. Contemplamos estupefactos este gigante de piedra que surge de las entrañas rocosas hasta rasgar los cielos. Desde lo alto, una reluciente imagen del arcángel Miguel preside la construcción. Síntesis de delicadeza y fuerza, divisa impasible tanto la amenaza de las tempestades marinas como la reaparición de las llanuras, verdes y tranquilas.
Tal grandeza atrae a multitudes de todo el mundo. Todos quieren ver el histórico monasterio rodeado de murallas y torres, la magnífica fortaleza habitada por monjes. Acuden maravillados no sólo por lo imponente de la edificación, sino también porque en todo el entorno flota «una impresión sobrenatural que nos hace sentir la presencia de San Miguel».1 En otras palabras, si quisiéramos definir toda la construcción en su conjunto, diríamos metafóricamente, parafraseando al Prof. Plinio Corrêa de Oliveira,2 que se trata de una fotografía en piedra de la mentalidad de un ángel.
Como todo lo que se acerca a lo sagrado, también este monte, con su historia, constituye un verdadero misterio. ¿Cómo resistieron sus construcciones —cuyos orígenes se remontan a la época de las invasiones bárbaras—, expuestas a todo tipo de vientos, lluvias y terremotos, situadas en la línea de combate entre Francia e Inglaterra, naciones a menudo enemigas, profanadas por la furia hedionda de la Revolución francesa?
Preguntas como éstas nos animan a buscar en las crónicas locales una explicación. Sin embargo, mientras la inteligencia humana plantea problemas de carácter político y geológico, la fe hace volar nuestro espíritu a alturas más elevadas. ¿Qué impulsó a los primeros ermitaños a aislarse de la civilización en este lugar entonces inhóspito y salvaje? ¿Por qué tomaron a San Miguel como protector?3
En sueños, un anuncio angélico
Empecemos por este último punto. Analizar la íntima relación entre el arcángel guerrero y la historia de la abadía parece ser la forma más adecuada de comprender en profundidad la sucesión de los acontecimientos ocurridos en un espacio de tiempo ya milenario.
Los primeros albores de esta larga epopeya se remontan a principios del año 708. Mientras regiones de Europa eran violentamente disputadas por bárbaros que querían establecer sus territorios, la pequeña ciudad de Avranches —situada en la costa noroeste de Francia— seguía siendo una tierra segura. No muy lejos del pueblo se podía avistar un monte. Separado de la localidad por un denso bosque,4 había sido lugar de culto de celtas y romanos, pasando después a ser el hogar de unos cuantos ermitaños que, a partir del siglo v, abrazaron una vida de completa soledad en ese sitio.
Guiaba a las almas de la pequeña población un hombre piadoso y de gran virtud, San Autberto. Elegido obispo, adoptó la costumbre de retirarse con frecuencia al monte para rezar.
Una noche, recibió en sueños un anuncio de San Miguel, ordenándole que construyera un templo en su honor, en ese apartado refugio. Tal vez asustado por el arriesgado encargo, el obispo esperó con escepticismo una señal. Otro día, el ángel se le apareció nuevamente mientras dormía, sin resultado. Una tercera vez, el espíritu celestial le instó el cumplimiento de la misión, en esta ocasión con más vigor, tocando con el dedo la cabeza del prelado. Cuando despertó, notó una concavidad en su cráneo… Finalmente convencido, Autberto se apresuró a llevar a cabo el mandato angélico.
Para ello, fueron enviados dos clérigos al monte Gargano (Italia). En este sitio hubo una aparición de San Miguel en el 492, de la cual se conservaron dos milagrosos recuerdos: el mármol del suelo, que conservaba las huellas del ángel, y una capa roja, dejada por el celestial visitante. Tras seis meses de viaje, los enviados regresaron portando fragmentos de ambas reliquias. Se establecía así el vínculo entre San Miguel y su monte.
Pronto se construyó un oratorio en cumplimiento de la solicitud del arcángel, un tierno retoño que, regado por la fe robusta de un hombre que creía en lo inesperado, comenzó a atraer a los peregrinos. Sus nombres —de entre los que cabe destacar el del emperador Carlomagno— fueron registrados por los monjes a lo largo de los siglos ix y x.
Ahora bien, podemos decir que la primera «floración» del monte tuvo lugar con la llegada de los benedictinos en el 966. Bajo la dirección del abad Maynard, los hijos del patriarca de Occidente se establecieron allí y ampliaron las construcciones existentes. Se edificó un auténtico monasterio, capaz de albergar entre cuarenta y sesenta monjes. Siguiendo la costumbre de la orden, religiosos y peregrinos no ocupaban el mismo espacio. Había una capilla superior reservada al canto del oficio y otra, en un plano menos elevado, abierta a los visitantes.
Apogeo intelectual y político
En medio de la rutina determinada por la regla de San Benito, un acontecimiento cambió la historia del monasterio.
Era el comienzo del siglo xi, hacia el año 1010. Durante algunas reformas realizadas en la abadía, encontraron un esqueleto que había acabado en una caja. Analizándolo un poco, notaron algo singular: el cráneo presentaba un agujero considerable. Los numerosos milagros que ocurrieron entonces atestiguaban que se trataba de una reliquia auténtica del abad Autberto. Y la marca del dedo invisible del arcángel era una prueba de que continuaba guiando los acontecimientos en aquel mítico lugar.
Con tal descubrimiento, la fama de este recinto sagrado se extendió por toda Europa y el número de peregrinos creció admirablemente. Su celebridad empezó a exigir construcciones más grandes. En 1023, los monjes comenzaron la edificación de una iglesia románica de ochenta metros de altura, duplicando así el tamaño de la elevación del terreno.
Si en el siglo viii, con la acción de San Autberto, el monte era una tierra ajena a la civilización, en el siglo xii conoció el inicio de su apogeo y se convirtió en un centro intelectual de la Europa cristiana.
De Monte de la tumba, como era conocido cuando fue dominado por los celtas, pasó a llamarse Ciudad de los libros. Con el impulso de Robert de Thorigny, elegido abad en 1154, los religiosos produjeron una biblioteca con aproximadamente ciento cuarenta obras, y algunos afirman haber sido la más grande de Occidente en el período medieval. Poseyendo un acusado tino artístico, los monjes copiaban e ilustraban obras no sólo religiosas, sino también de distintas áreas del conocimiento, como geometría, matemáticas, astronomía e historia.
Con su inigualable ciencia, anterior al florecimiento de grandes universidades, el monasterio de San Miguel continuó creciendo en poder e influencia hasta merecer la atención de muchos soberanos. En 1158, por ejemplo, el rey de Inglaterra, Enrique II, y Luis VII de Francia, que estaban en guerra, se reunieron en el monasterio para fijar el límite de sus territorios y firmar un tratado de paz.
Sin embargo, aunque la abadía simbólica ya tenía un gran esplendor intelectual y político, no podemos decir que hubiera alcanzado su apogeo. Aún le faltaba la marca del heroísmo.
Tribulaciones, ataques y triunfos
San Miguel, como arquetipo del ángel luchador, deseaba que su pequeño reducto conquistara por las armas la corona de la gloria. Por lo tanto, los enfrentamientos y asedios constituyeron la siguiente página de esta historia —en muchos sentidos, la más hermosa.
La determinación y el valor de esos hombres, cualidades esenciales para obtener el triunfo en una guerra, ya habían quedado demostradas con anterioridad. Entre los siglos xi y xii, el monasterio vio derrumbarse la mitad de sus edificios al menos tres veces, pues la fragilidad del terreno lo hacía vulnerable a cualquier terremoto. Como si eso no fuera suficiente, también sufrió incendios devastadores. Tales adversidades sirvieron como un gradual entrenamiento para los habitantes de la ciudadela San Miguel.
En 1066, Guillermo el Conquistador, duque de Normandía y aspirante al trono de Inglaterra, cruzó el canal de la Mancha para reclamar sus derechos de soberano sobre la gran isla. El abad de la época lo ayudó, enviando seis barcos equipados, y el monte fue anexado entonces al reino inglés bajo el dominio del monarca victorioso.
Al cabo de unos ciento cincuenta años, mientras que las naciones de Europa fijaban cada vez más su identidad, el arcángel empezó a temer que su querida posesión nunca más volvería a pertenecer a la Hija Primogénita de la Iglesia… Pero ciertamente gracias a su intercesión, en los primeros años del siglo xiii, Guy de Thouars, aliado del rey Felipe Augusto, reconquistó Normandía, y el monte volvió a ser francés.
La victoria, no obstante, dejó graves secuelas en la construcción. Las llamas consumieron parte del edificio y era urgente una restauración. Le correspondió al abad Jourdain, con la ayuda del rey de Francia, iniciar la reparación de las partes dañadas.
Al mismo tiempo, se erigió una monumental muralla de cuarenta metros para proteger el monasterio de nuevos ataques. En la época en que lo práctico y lo bello iban de la mano, el enorme muro de defensa también se convirtió en una obra maestra de la arquitectura gótica. En su interior había grandes salones, un refectorio y un claustro, cerrados a la vista de los hombres y abiertos solo al cielo. Al concluir las obras, la magnificencia de la abadía le valió el nombre de La Maravilla.
Aún preocupados por los posibles enfrentamientos que el futuro les depararía, los abades que se sucedieron a partir del siglo xiii transformaron poco a poco el Saint-Michel en una auténtica fortaleza. Una nueva y poderosa muralla, intercalada de gruesas torres, fue levantada en el perímetro del monte para proteger el pueblo establecido en su falda, mientras que un pequeño fuerte empezó a controlar la parte superior.
De hecho, nuevos ataques asaltaron el monasterio con la llegada de la Guerra de los Cien Años. Lenta y sanguinaria, asoló sin piedad el suelo francés y, una vez más, la isla de San Miguel se vio rodeada de hierro y fuego.
En 1415, las tropas de Enrique V avanzaron hacia Normandía y tomaron casi todo el norte de Francia, a excepción del Mont Saint-Michel. Durante veinte años, los ingleses intentaron en vano apoderarse de ese desafiante símbolo de resistencia. El sistema de defensa era completo y, sobre todo, el arcángel nunca había abandonado su propiedad. En una ocasión, por ejemplo, una milagrosa tempestad arrojó a la mayoría de los barcos ingleses contra las rocas de la isla. Al parecer, San Miguel no quería ver su bastión nuevamente en manos que, poco más de un siglo después, se volverían heréticas.
Transformada en prisión
Una nueva gloria fue añadida a la historia de la abadía. Entre 1446 y 1521, la iglesia abacial se ennobleció con la edificación de un nuevo coro. El primero, elaborado en estilo románico por monjes en el siglo xi, había sido destruido durante la Guerra de los Cien Años y en su lugar se levantó una extraordinaria construcción gótica, que aún hoy impresiona por su grandeza, claridad y levedad.
Ahora bien, con la misma paciencia con la que había resistido tantas adversidades, el glorioso monte contemplaría impasible el cambio de mentalidad que determinó el declive de la civilización cristiana.
En el siglo xvii, Francia resplandeció en el cielo de Europa con el reinado de Luis XIV. Sin embargo, aunque el mundo lo evoca con razón como el Rey Sol, podemos decir que durante su gobierno para el monasterio se inauguró un período de tinieblas. Por mandato real, la construcción debía confinar a presos políticos y a los monjes se les asignó el papel de carceleros.
Unos cien años después, la Revolución francesa puso sus garras en el monte para mancillarlo lo máximo posible. Como primera medida, la Asamblea Constituyente de 1789 abolió las órdenes religiosas y expulsó a los benedictinos. Ese lugar sagrado, que había repelido brillantemente los ataques ingleses, fue profanado con el sello de la tiranía… en nombre de la «libertad»5. En 1793 todos los recintos se transformaron en celdas penitenciarias, incluida la iglesia. En ella muchos comían, trabajaban, dormían… Un hecho desgarrador escarneció la fe católica, fundamento que había sostenido el edificio durante tantos siglos: las primeras víctimas del lugar de tormento fueron trescientos sacerdotes.
Tragedia, luto, consternación. ¿Cómo reaccionaría el defensor de la Santa Iglesia y fiel patrón del monte?
Restauración y nuevo esplendor
En su misterioso proceder, inaccesible a cualquier inteligencia creada, Dios hace que a menudo nos hallemos ante un aparente distanciamiento de su parte. El mal parece triunfar sobre aquellos que están bajo el cuidado del Señor de los ejércitos. No obstante, cuando nos distanciamos de los acontecimientos, nos damos cuenta de que detrás de esa desconcertante situación se escondía una sabiduría infinita.
El Mont Saint-Michel es un ejemplo vivo de esta realidad. Después de las profanaciones revolucionarias el monte quedó desfigurado y la abadía, irreconocible. En un mundo donde la fe de antaño ya no brillaba, reconstruir esa monumental reliquia del pasado parecía un sueño sin esperanza. Sin embargo, entre los siglos xix y xx, movidos por un celo de recuerdos históricos y, sin duda, impulsados por una gracia de la que tal vez no eran conscientes, arqueólogos y arquitectos se lanzaron en esta empresa, en la que destacaron profesionales como Édouard Corroyer, Víctor Petitgrand y Paul Gout.
Actualmente, la abadía muestra su verdadera y añorada fisonomía. El esplendor del monasterio es comparable al de los gloriosos días de la Edad Media, e incluso lo supera, pues lo que sería considerado osado por los medievales fue puesto en práctica: una flecha se eleva sobre las torres, sosteniendo una imagen dorada de San Miguel, obra del escultor Emmanuel Frémiet. Aquel que durante siglos gobernó el monte desde «detrás de las nubes» es glorificado y visible a los ojos de todos.
Se diría que la gran aventura iniciada por San Autberto había concluido. Con todo, no olvidemos que la historia del monte es un libro abierto. El santo arcángel, sin duda, seguirá escribiendo esta epopeya en las páginas en blanco de los siglos futuros. ◊
Notas
1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 16/10/1970.
2 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 6/12/1980.
3 Los datos históricos contenidos en el presente artículo han sido tomados de: CHRIST, Yvan. Cent heures au Mont–Saint-Michel. Paris: Vilo, 1976; ENAUD, François. Le Mont Saint-Michel. Paris: Olivier Perrin, 1950; GUILLO, Lomig. Les secrets du Mont Saint-Michel. Enquête sur 1.300 ans d’histoire et de légendes. Paris: Prisma, 2017.
4 Aunque no hay unanimidad entre los historiadores, algunas fuentes narran que ese bosque situado junto al monte fue sumergido por un violento terremoto en tiempos de San Autberto, dejando aislado el monte tal y como lo conocemos hoy.
5 En ese período, el Mont Saint–Michel pasó a ser llamado irónicamente Mont-Libre.
5 En ese período, el Mont Saint–Michel pasó a ser llamado irónicamente Mont-Libre.