
En el mundo de ayer, nos acostumbramos al hecho de que los ordenadores lograron imitar paulatinamente todo lo que poseemos: copiaron nuestra lógica, ganaron más memoria, multiplicaron su capacidad de procesamiento en lugar de nuestra inteligencia; adquirieron cámaras en lugar de ojos, micrófonos en lugar de oídos, altavoces en lugar de boca… Podría decirse que el hombre ha servido de modelo para muchos inventos técnicos y que, a su vez, los técnicos también han buscado reproducir mediante la informática casi todas las actividades humanas.
Poco a poco, la informática, que inicialmente había sido un lujo esotérico y carísimo, reservado a unos cuantos, se transformó en algo importante, luego corriente y, finalmente, inseparable del proceder humano. Hoy ya no hacemos nada sin ella y quizá ni siquiera sepamos vivir sin ella; se ha convertido en una prolongación de nuestro ser.
Llamado, al principio, «animal racional», el hombre ha sido considerado sucesivamente un «animal político», un «animal libre»… y ahora es un «animal digital». Queda por ver si todavía sigue siendo un animal. En efecto, en esta «evolución» se ha producido una inversión.
A diferencia de lo que sucedía en épocas antiguas, ya no somos nosotros, como sociedad, quienes gestionamos la tecnología. Durante algún tiempo, esa gestión estuvo en manos de una «élite» de lunáticos que se comunicaban en un lenguaje que sólo ellos entendían. Sin embargo, actualmente nos encontramos a las puertas de que la tecnología, por medio de la inteligencia artificial, adquiera su desarrollo por sus propias «manos».
Mientras esto ocurre, nuestra psicología, un tanto obligatoriamente, aunque a veces todavía insensiblemente, se va amoldando a la influencia que el universo digital ejerce sobre nosotros. Hasta tal punto nos condiciona —no sólo en nuestras acciones, sino incluso en los misteriosos mecanismos de la psicología que rigen nuestra forma de juzgar o reaccionar, es decir, nuestra mentalidad— que el mundo real empieza a resentirse.
Consideremos un punto, a modo de ejemplo…
Siempre que cometemos un error en el ordenador, instintivamente probamos arreglarlo presionando Ctrl + Z (o Comando + Z), ¿verdad?
¿Hemos borrado accidentalmente un párrafo de nuestro trabajo? Ctrl + Z.
¿Sin querer estropeamos la imagen que estábamos retocando? Ctrl + Z.
¿Invertimos la posición, alteramos el formato, cambiamos el color?… Ctrl + Z.
¿Chocó la taza del café contra el ratón o en el panel táctil y ocurrió un desastre? Ctrl + Z.
¿Pulsamos una tecla, ni siquiera sabemos cuál, y simplemente queremos «deshacer» lo que hicimos, sin importarnos cómo? Ctrl + Z.
A menudo el Ctrl + Z es nuestra salvación. Siempre funciona. Nunca —o casi nunca— hacemos algo que no pueda deshacerse con ese simple toque. Parece una máquina del tiempo, que nos permite volver a la seguridad del pasado, como si nunca hubiéramos tropezado con el susto del presente. Ctrl + Z es mágico; es casi un dios.
Sólo tiene un inconveniente: como tantas otras cosas, esas teclas prodigiosas actúan sobre nuestra psicología. La repetición tiende a crear hábitos. Por otro lado, cuando nuestro cerebro encuentra una solución, tiende a aplicarla a otros ámbitos, por analogía. Hábitos y analogías, combinados, acaban dando cierta connotación de absoluto, incluso inconscientemente, a algunas soluciones muy utilizadas.
Y aquí tenemos problemas. En nuestra vida real —vivida en carne, hueso y alma— no hay máquina del tiempo ni Ctrl + Z. Nuestras actos son irremediables, definitivos. Un jarrón roto se puede pegar, la leche derramada se puede reponer, un insulto se puede perdonar y reparar; pero el hecho concreto no puede deshacerse ni anularse.
A pesar de ello, el uso indiscriminado de los medios digitales parece estar creando una «generación Ctrl + Z»: personas con una mentalidad deformada, cada vez más irresponsables. Se exponen a riesgos absurdos —como tomarse peligrosísimas selfis en lugares imposibles—, no miden las consecuencias de sus actos, adoptan actitudes aberrantes, casi como si no tuvieran instinto de conservación. Gastan, roban, matan, se portan mal… y luego se llevan un susto tremendo cuando se encuentran ante las sanciones de la ley.
Y eso fue la inversión que ha habido: primero modelamos la tecnología, pero ahora estamos siendo modelados por ella.
Ahora bien, así como el Ctrl + Z no existe en la vida real, menos aún existe en la vida moral. Podemos, sin duda, esforzarnos por volver atrás en un mal camino emprendido, incluso podemos superar por completo los efectos deletéreos de ese error; no obstante, nunca cambiaremos la historia, que ha registrado aquella desviación que hubiéramos querido evitar. El propio sacramento de la confesión perdona la culpa del pecado, pero no torna al acto «no ocurrido»: si he matado a alguien, éste no volverá a la vida.
Así pues, el pecado existe, la virtud, también; ambos están a nuestro alcance, pero la decisión es sólo una, y puede ser equivocada. Cada decisión, como cada acto de libre voluntad, será juzgada por Dios, que premiará la virtud y castigará el vicio. Y ante el augusto juicio del Altísimo, no hay Ctrl + Z.