Con ocasión de la clausura del IV Congreso Eucarístico Nacional, celebrado en septiembre de 1942 en São Paulo, el Dr. Plinio pronunció el saludo a las autoridades civiles y militares presentes en el acto. Sus palabras constituyen una síntesis de la altísima vocación de la nación brasileña, llamada a ser grande por su fe.
Tal es la pujanza del movimiento católico en Brasil hoy que ningún gobierno podría ignorarlo, aferrándose a las fórmulas decrépitas de un laicismo formalista. […]
Alianza entre el poder temporal y el espiritual
Si alargamos más la mirada, veremos la silueta clara y un tanto indecisa de los rascacielos construidos por [la empresa] Pauliceia. Marco espléndido para este cuadro, nos habla de las posibilidades de nuestra grandeza temporal y nos da la garantía de que por mucho que Brasil crezca en el sentido espiritual, tendrá riquezas suficientes para crecer proporcionalmente en el sentido material. […]
El renacimiento religioso de Brasil es una victoria de inmensas consecuencias y una promesa de que Dios nos reserva triunfos aún mayores
La magnífica escena que tenéis ante vosotros está lejos de ser inédita en los fastos de la cristiandad. Su valor no deriva del hecho de que sea una novedad sensacional, sino más bien de la extraordinaria continuidad con que se ha repetido.
A orillas del Jordán como del Nilo, a la sombra de las columnas clásicas de Atenas como en los esplendores de la gran metrópoli de Cartago, en el fastigio del poder de la Edad Media como en las tormentosas luchas contra el protototalitarismo josefista o pombalino, siempre que asambleas como ésta se han reunido, la Iglesia le repite al poder temporal, con una constancia y una uniformidad impresionante, el mismo mensaje de paz y de alianza en que para sí se reserva tan sólo el reino de lo espiritual, celosa por respetar la plena soberanía del poder temporal en todos los demás ámbitos, pidiéndole únicamente que ajuste sus actividades a los preceptos evangélicos, es decir, a los principios que constituyen el fundamento de la civilización cristiana católica.
Este mensaje es un eco fiel del divino precepto: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 21). […]
Es necesario que el intérprete de la opinión católica afirme que la disciplina de los católicos hacia el poder temporal asienta sus raíces más a lo hondo, y que, consideraciones personales aparte, su obediencia a los poderes públicos se base en la convicción de que obedecen así a la voluntad del propio Dios, conocida por la luz de la razón natural y por los esplendores de la Revelación cristiana.
Católicos, no somos ni podemos ser partidarios de la doctrina de la soberanía popular y, por eso mismo, nos negamos a ver la augusta autoridad del poder temporal establecida sobre la arena, movediza entre todas, de la popularidad. Ella se afianza en la roca firme de nuestras conciencias cristianas y hace de nuestra sumisión y nuestros propósitos de ardiente colaboración con vosotros, en las sendas de la civilización cristiana y en la realización de la grandeza de la Tierra de la Santa Cruz, un fundamento inquebrantable, que las tempestades de la adversidad —contra las cuales nadie está a salvo— nunca podrán destruirlas. […]
Sería más fácil arrancar de nuestro cielo la Cruz del Sur…
Señores, hoy es 7 de septiembre — la fecha es significativa— y estoy absolutamente seguro de que un inmenso clamor se levantará en este glorioso día, trascendiendo los límites del estado y del país, para notificar al mundo entero que, como un solo hombre, Brasil se levanta […] contra el pagano imperialismo nazi que trama su ruina y parece haber asumido, exactamente como su sosias rojo de Moscú, la diabólica tarea de destruir a la Iglesia en todo el mundo.
Contra los enemigos de la patria, a la que amamos en extremo, y de Cristo, a quien adoramos, los católicos brasileños sabrán mostrar siempre una invencible resistencia. ¡Locos y temerarios! Más fácil os sería arrancar de nuestro cielo la Cruz del Sur que arrancar la soberanía y la fe de un pueblo fiel a Cristo, que siempre pondrá su más fuerte anhelo, hará que su más alto título de ufanía siempre resida en una fidelidad obediente y entusiastamente vigorosa a la cátedra de San Pedro.
El gran llamamiento de la nación brasileña
Pero este saludo demasiado extenso no estaría completo si no le añadiéramos una última palabra. La suavidad de un ambiente familiar, en sintonía con el carácter propio que Dios le ha dado al brasileño, impregna todos los actos de nuestra vida y perfuma, sin empañarlos, incluso los más solemnes. A despecho de los esplendores de esta noche, nos encontramos, pues, en familia, y el ambiente es propicio para que se desaten en confianza las esperanzas que albergamos.
Más fácil sería arrancar del cielo de Brasil la Cruz del Sur que quitarle la soberanía y la fe a un pueblo fiel a Cristo
Producto de la cultura latina valorizada y como transubstanciada por la influencia sobrenatural de la Iglesia, el alma brasileña resulta del trasplante, a nuevos climas y nuevos marcos, de esos valores eternos y definitivos que, precisamente por ser definitivos y eternos, pueden ajustarse a todas las circunstancias contingentes sin perder una identidad sustancial consigo mismos. La perfecta formación del alma brasileña implica, por tanto, dos tareas esenciales: una, que mantenga siempre intactos los fundamentos de nuestra civilización cristiana y occidental, y otra, que ajuste esos fundamentos a las condiciones peculiares de ese hemisferio.
Nuestros mayores llevaron a cabo con evidente éxito e indomable valentía la primera parte de esta ingente tarea. Después de cuatrocientos años de lucha, de trabajo, florece aquí ese Brasil que es para la civilización occidental motivo de esperanza, y para la Santa Iglesia de Dios, causa de júbilo. Pero este esfuerzo de conservación, que aún es y será siempre necesario, ha sido hasta ahora tan observante que ha relegado a un segundo plano el problema de la adaptación.
Nos aplastaba la desproporción entre nuestros recursos materiales, que, desde el seno de la tierra, desafiaban nuestra capacidad de producción, y la insuficiencia de nuestros brazos, de nuestro dinero y de nuestra energía para explotarlos. La tierra brasileña se presentaba llena de posibilidades fabulosamente vastas, de riquezas inagotablemente fecundas, que se adivinaban y se sentían incluso antes de cualquier demostración técnica y científica.
Y lo mismo podría decirse de nuestra historia, hasta ahora toda tejida de acontecimientos políticos de alcance meramente continental y ocurrida en una época en la que en América no estaba el centro de gravedad del mundo.
Bien estudiada y despojada de las versiones oficiales de un liberalismo anacrónico, podemos ver claramente, en la lealtad de Amador Bueno como en el espíritu de cruzada de los héroes de la reconquista pernambucana, en la fibra de hierro de ese gran martillo de la peor de las herejías como fue Mons. Vital Maria Gonçalves de Oliveira, como en el corazón materno y tierno de la princesa Isabel, las expresiones rutilantes de un gran pueblo que, aún en los primeros pasos de su historia, ya daba señales de ser un pueblo que Dios creó para grandes hazañas.
«Gesta Dei per brasiliensis!»
Esta predestinación se afianza en la propia configuración de nuestros panoramas. Tal vez no sería osado afirmar que Dios ha colocado a los pueblos de su elección en panoramas apropiados a la realización de los grandes destinos a los que los llama. Y no hay quien, viajando por Brasil, no experimente la confusa impresión de que Dios ha destinado a este país para escenario de grandes gestas, cuyas trágicas montañas y misteriosos peñascales parecen invitar al hombre a los supremos arrojos del heroísmo cristiano; cuyas verdes llanuras parecen querer inspirar el surgimiento de nuevas escuelas artísticas y literarias, de nuevas formas y tipos de bellezas; y en el borde de cuyo litoral los mares parecen cantar la gloria futura de uno de los pueblos más grandes de la tierra.
Hubo un tiempo en que la historia del mundo pudo titularse «Gesta Dei per francos»; llegará el día en que se escribirá «Gesta Dei per brasiliensis»
Cuando el poeta cantaba que «nuestra tierra tiene palmeras donde canta el sabiá, y que las aves que aquí gorjean no gorjean como allá», quizá percibiera, confusamente, que la Providencia había puesto en la naturaleza brasileña la promesa de un futuro igual al de los mayores pueblos de la tierra.
Y hoy, cuando Brasil emerge de su adolescencia hacia la madurez, y el cetro de la cultura cristiana que el totalitarismo querría destruir se tambalea en las manos de la vieja Europa, a los ojos de todos se hace evidente que los países católicos de América son en realidad el enorme granero de la Iglesia y de la civilización, el terreno fecundo donde podrán reflorecer con más brillo que nunca las plantas que la barbarie está arrasando en el Viejo Mundo. América entera es una constelación de pueblos hermanos. En esta constelación, huelga decir que las dimensiones materiales de Brasil no son más que una figura de la magnitud de su papel providencial.
Hubo un tiempo en que la historia del mundo pudo titularse Gesta Dei per francos. Llegará el día en que se escribirá Gesta Dei per brasiliensis.
Grande por su fe, rico por su generosidad
La misión providencial de Brasil consiste en crecer dentro de sus propias fronteras, en desplegar aquí los esplendores de una civilización genuinamente católica, apostólica romana, y en iluminar amorosamente todo el mundo con el haz de esa gran luz, que será verdaderamente el lumen Christi que la Iglesia irradia.
Nuestra índole afable y hospitalaria, la pluralidad de razas que aquí viven en fraternal armonía, el concurso providencial de los inmigrantes que tan íntimamente se insirieron en la vida nacional y, ante todo, las normas del santo Evangelio jamás harán de nuestros anhelos de grandeza un pretexto para jacobinismos tacaños, para racismos estultos, para imperialismos criminales. Si un día Brasil llega a ser grande, lo será para el bien del mundo entero: «Los que gobiernan sean como los que obedecen», dice el Redentor (cf. Mt 20, 25-27).
Brasil no será grande por la conquista, sino por su fe; no será rico por el dinero, sino por su generosidad. De hecho, si sabemos ser fieles a la Roma de los Papas, nuestra ciudad podrá ser una nueva Jerusalén, de belleza perfecta, honor, gloria y gozo para el mundo entero. […]
«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Explorad, señores del poder temporal, las riquezas de nuestra tierra; estructurad todas nuestras instituciones civiles según las máximas de la Iglesia, que son la esencia de la civilización cristiana. Auxiliad, tanto como esté en vosotros, a la Santa Iglesia de Dios y que plasme el alma nacional en la vida de la gracia, para gloria del Cielo. Haced de Brasil una patria próspera, organizada y pujante, mientras la Iglesia hará del pueblo brasileño uno de los mayores pueblos de la historia. En la armonía de esta misma obra está la predestinación de una íntima cooperación entre dos poderes. Dios nunca está tan bien servido como cuando el César se comporta como su hijo. Y, señores, en nombre de los católicos de Brasil, les aseguro: César nunca es tan grande como cuando es hijo de Dios.
En esta colaboración reside el secreto de nuestro progreso y vuestra participación en ella es realmente magnífica.
«Bienaventurado este pueblo…»
Trabajad, señores, trabajad en esa dirección. Contaréis con la cooperación entusiasta de todos nuestros recursos, de todos nuestros corazones, de todo nuestro fervor. Y cuando un día Dios os llame a la vida eterna, tendréis la suprema ventura de contemplar un Brasil inmensamente grande y profundamente cristiano, sobre el cual el Cristo del Corcovado, con los brazos abiertos, podrá decir aquello que es el supremo título de gloria de un pueblo cristiano.
Cumplid el programa de gobierno que consiste en buscar primero el Reino de Dios y su justicia, y todas las cosas os serán dadas por añadidura. En un Brasil inmensamente rico, veréis florecer un pueblo inmensamente rico, veréis florecer un pueblo inmensamente grande, porque de él se podrá decir:
«Bienaventurado este pueblo sobrio y desapegado, en el esplendor incluso de su riqueza, porque de él es el Reino de los Cielos.
Bienaventurado este pueblo que lleva su amor a la Iglesia hasta el punto de luchar y sufrir por ella, porque de él es el Reino de los Cielos
»Bienaventurado este pueblo generoso y acogedor, que ama la paz más que las riquezas, porque él posee la tierra.
»Bienaventurado este pueblo de corazón sensible al amor y a los dolores del Hombre-Dios, a los dolores y al amor de su prójimo, porque en esto encontrá su consolación.
»Bienaventurado este pueblo varonil y fuerte, intrépido y valiente, hambriento y sediento de las virtudes heroicas y totales, porque será saciado en su apetito de santidad y grandeza sobrenatural.
»Bienaventurado este pueblo misericordioso, porque alcanzará misericordia.
»Bienaventurado este pueblo casto y limpio de corazón, bienaventurada la inviolable pureza de sus familias cristianas, porque verá a Dios.
»Bienaventurado este pueblo pacífico, de idealismo limpio de jacobinismos y racismos, porque será llamado hijo de Dios.
»Bienaventurado este pueblo que lleva su amor a la Iglesia hasta el punto de luchar y sufrir por ella, porque de él es el Reino de los Cielos». ◊
Extraído de: «Saudação às autoridades civis e militares».
In: Legionário. São Paulo. Año XVI. N.º 525
(7 set, 1942); p. 2