Naturaleza y cualidades de la virtud de la confianza

Publicado el 02/25/2022

Padre Thomas de Saint-Laurent

La confianza es una firme esperanza

Con una concisión propia del cuño de su genio, define Santo Tomás la confianza: “Esperanza fortalecida por una sólida convicción” (S. Th., Ila. Ilae., q. 129, art 6, ad 3). Palabras profundas que comentaremos en este capítulo.

Ponderemos atentamente los términos que emplea el Doctor Angélico:

“La confianza, dice él, es una esperanza”. No una esperanza ordinaria común a todos los fieles; un calificativo preciso la distingue: es “una esperanza fortalecida”. Notad bien, por lo tanto la diferencia no es de naturaleza sino de grado de intensidad.

Los albores tenues de la aurora, tal como el esplendor del sol en el cenit, hacen parte de un mismo día… Así la confianza y la esperanza pertenecen a la misma virtud; una es sencillamente el desarrollo completo de la otra.

La esperanza corriente se pierde por el desespero; puede tolerar sin embargo cierta inquietud… Cuando no obstante alcanza esa perfección, que le hace cambiar su nombre por el de “confianza”, se le vuelve entonces más delicada la susceptibilidad. No soporta entonces la vacilación, por leve que se imagine. La menor duda la degradaría y la haría volver al nivel de la simple esperanza.

El Rey David midió exactamente sus palabras cuando llamó a la confianza: “una super esperanza”(Sal. CXVIII, 147). Aquí se trata realmente de una virtud llevada hasta el máximo grado de su intensidad.

Y el Padre Saint Jure, autor espiritual muy estimado en el siglo XVII, veía justamente en ella una esperanza extraordinaria y heroica. 

No es pues la confianza una flor cualquiera. Crece en lo alto de las cumbres, y no se deja coger sino por los generosos.

Ella es fortalecida por la fe

La virtud de la fe es como una fuerza soberana que fortifica la esperanza a punto de volverla inexpugnable en los asaltos de la adversidad, Castillo Gaillard, Francia

Vayamos más lejos con este estudio. ¿Qué fuerza soberana fortifica la esperanza a punto de volverla inexpugnable en los asaltos de la adversidad?… ¡La fe!

El alma confiante guarda en la memoria las promesas del Padre celestial; las medita profundamente. Sabe que Dios no puede faltar a su palabra, y de ahí su imperturbable certeza. Si el peligro la amenaza, la envuelve, la consigue dominar, ella conserva siempre la serenidad. A pesar de la inminencia del riesgo, repite siempre con el salmista: “El Señor es mi luz y mi salvación… ¿qué puedo temer? El Señor protege mi vida… ¿quién me hará temblar?…” (Sal. XXVI, 1).

Existen estrechas relaciones entre la fe y la confianza, lazos íntimos de parentesco. Tal como lo expresa un teólogo moderno, se encuentra en la fe “la causa y la raíz” de la confianza. Ahora, cuanto más penetra la raíz en la tierra, más savia nutriente extrae de ella; más vigoroso crece el tronco; más abundantes serán sus flores. Así, nuestra confianza se desarrolla en la medida en que se profundiza en nosotros la fe.

Los Libros Sagrados reconocen la relación que une esas dos virtudes. ¿No son designadas por el mismo vocablo “fides” tanto la una como la otra, por la pluma de los escritores sagrados?

La confianza es inquebrantable

Las consideraciones anteriores, habrán parecido quizás demasiado abstractas. Era necesario entre tanto que en ellas nos afirmásemos: de ellas deduciremos las cualidades de la verdadera confianza.

La confianza, escribe el Padre Saint Jure, es “firme, estable y constante, en un grado tan eminente que nada en el mundo puede, ya no digo derrumbarla, sino siquiera estremecerla”.

Imaginad situaciones extremadamente angustiosas en el orden temporal, dificultades insuperables en apariencia en el orden espiritual: nada de eso alterará la paz del alma que confía; catástrofes imprevistas podrán amontonar alrededor suyo las ruinas de su felicidad; esa alma, más señora de sí que el sabio de la antigüedad, continuará serena: “Impavidum ferient ruinae”. 

Recemos con un ardor más encendido, y, en medio de las tinieblas de la prueba, esperemos la hora de Dios en nuestra vida

Simplemente se volverá a Nuestro Señor; en Él se apoyará con tanta más seguridad, cuanto más privada se sienta del auxilio humano. Rezará con un ardor más encendido, y, en medio de las tinieblas de la prueba, continuará su camino, esperando en silencio la hora de Dios.

Una confianza así es rara, sin lugar a dudas; pero si no alcanza ese grado de perfección, no merece, entonces, el nombre de confianza.

Por otra parte, se encuentran ejemplos sublimes de esa virtud en las Escrituras y en la vida de los Santos. Herido en la fortuna, en la familia y en la propia carne, Job, reducido a la más cruel indigencia, permanecía sentando junto a un montón de basura.

Los amigos, inclusive su mujer, le aumentaban el dolor con la crueldad de sus palabras. Él, entre tanto, no se dejaba abatir; ninguna murmuración acompañaba a sus gemidos. Lo mantenían sus pensamientos en la fe: “Aun cuando el Señor me quite la vida, decía, aun así esperaré en Él” (Job. XIII, 15).

Confianza admirable que Dios recompensó magníficamente. La prueba terminó: Job recuperó la salud, ganó de nuevo una fortuna considerable, y tuvo una existencia más próspera que antes.

En uno de sus viajes, San Martín cayó en las manos de los asaltantes. 

Los bandidos lo despojaron; iban a destrozarlo, cuando, de repente, movidos por la gracia del arrepentimiento o presos de un pánico misterioso, lo liberaron contra toda expectativa. Se le  preguntó más tarde al ilustre Obispo si, en ese riesgo tan apremiante, no había sentido algo de miedo.

“Ninguno, respondió, yo sabía que la intervención divina era más seguracuanto más improbables fueran los socorros humanos”.

La mayoría de los cristianos no imita, lamentablemente, ejemplos como éstos. Nunca se alejan tanto de Dios como en el tiempo de la prueba. Muchos no dan ese grito de socorro que Dios espera para venir en su auxilio.

¡Funesta negligencia!

Fray Luis de Granada

“La Providencia —decía Fray Luis de Granada— quiere dar ella misma la solución a las dificultades extraordinarias de la vida, mientras que deja a las causas segundas el cuidado de resolver las dificultades ordinarias”. Pero es necesario implorar el auxilio divino. Esa ayuda Dios la da complacido. “Lejos de ser molesta a quien la amamanta, la criatura por el contrario le trae alivio”.

Otros cristianos en la horas difíciles, rezan con fervor, pero sin constancia. Si no son escuchados de inmediato, pasan de una esperanza exaltada a un abatimiento irracional. No conocen los caminos de la gracia. Dios nos trata como a niños: se hace el sordo a veces por el placer que siente al oírmos invocarlo… ¿Por qué desanimarse tan rápidamente, cuando convendría por el contrario rogar con mayor insistencia?….

Esta es la doctrina enseñada por San Francisco de Sales: “La Providencia sólo demora su socorro para incitar nuestra confianza. Si nuestro Padre celestial no concede siempre lo que pedimos, es para retenernos asus pies y darnos ocasión de insistir con amorosa violencia junto a Él como claramente lo mostró a los dos discípulos de Emaús, con los cuales sólo se detuvo al fin del día, y aún así por ellos forzado”.

No cuenta sino con Dios

La firmeza inquebrantable es, pues, la primera característica de la
confianza.

La segunda cualidad de esta virtud es aún más perfecta: “lleva al hombre a no contar con el auxilio de las criaturas, ni siquiera consigo mismo; su espíritu, su criterio, su ciencia, su estilo, sus riquezas, crédito, amigos, parientes, u otra cosa cualquier que le pertenezca; ni siquiera socorros que pueda esperar de otros: Reyes, Príncipes, y, en general de cualquier criatura; porque siente y conoce la debilidad y la inutilidad de todo amparo humano. Los considera como son realmente, y Santa Teresa tenía razón en llamarlos ramas secas de jengibre que se quiebran al ser cargadas”. 

Pero esa teoría, se dirá, ¿no procede de un falso misticismo?… ¿No conducirá al fatalismo o, por lo menos, a una peligrosa pasividad? ¿Para qué multiplicar esfuerzos con el deseo de vencer dificultades, si todos los apoyos tienen que quebrarse en nuestras manos? ¡Crucemos los brazos esperando la divina intervención!…

No, Dios no quiere que durmamos en la inercia; Él exige que lo imitemos. Su perfecta actividad no tiene límites: Él es el acto puro.

Debemos pues actuar; pero sólo de Él debemos esperar la eficacia de nuestra acción. “Ayúdate, que el Cielo te ayudará”. He aquí la economía de la gracia en los planes de la Providencia.

¡Ocupemos nuestros puestos! Trabajemos con ahínco, pero con el espíritu y el corazón vueltos para el Cielo. “En vano os levantaréis antes de la aurora” (Sal. CXXVI, 2), dice la Escritura, si el Señor no os ayuda, nada conseguiréis.

En efecto, nuestra impotencia es radical. “Sin Mí, nada podéis” (Jn. XV, 5) dice el Salvador. En el orden sobrenatural, esa impotencia es absoluta. Atended bien las enseñanzas de los teólogos. Sin el auxilio de la gracia el hombre no puede observar por mucho tiempo, y en su totalidad, los mandamientos de Dios.

Sin la gracia no puede resistir a todas las tentaciones, a veces tan violentas, que lo asaltan.

Sin la gracia no podemos tener un buen pensamiento, ni aún siquiera rezar la más breve oración; sin ella, ni podremos invocar con piedad el nombre de Jesús.

Todo lo que hagamos en el orden sobrenatural nos viene únicamente de Dios (Cor. III, 5). En el orden natural, incluso, es el mismo Dios quien nos da la victoria.

San Pedro había trabajado toda la noche, perseveraba en su labor; conocía a fondo los secretos de su rudo oficio. Entre tanto, en vano había recorrido las mansas corrientes del lago, ¡nada había pescado!

Recibe sin embargo en la barca al Maestro; lanza la red en nombre del Salvador; obtiene de inmediato una pesca milagrosa y las mallas de la red se rompen, tal es el número de peces…

Siguiendo el ejemplo del Apóstol, lancemos la red, con paciencia infatigable; pero solamente de Nuestro Señor esperemos la pesca milagrosa.

“En todo lo que hiciereis, decía San Ignacio de Loyola, he aquí la regla de las reglas a seguir: confiad en Dios, actuando entre tanto, como si el éxito de cada acción dependiese únicamente de vos y no de Dios; Pero, empleando así vuestros esfuerzos para ese buen resultado, no contéis con ellos, y proceded como si todo fuese hecho por Dios y nada por vos”. 

Se regocija incluso con la privación de los socorros humanos

No desanimarse cuando se disipan las ilusiones en las esperanzas
humanas… No contar sino con el auxilio del cielo, ¿no será entonces una altísima virtud?…

El ala vigorosa de la verdadera confianza se lanza, sin embargo, hacia regiones todavía más sublimes. A ellas llega por una especie de extremado heroísmo; alcanza así su más alto grado de perfección.

Ese grado consiste en el regocijo del alma cuando le falta todo apoyo humano, abandonada de parientes, de amigos, de todas las criaturas que no pueden o no quieren socorrerla; que no pueden darle consejo ni servirla con su talento o con su crédito; a la que ningún medio le queda para venir en su auxilio… ¡Qué sabiduría profunda denota semejante alegría en circunstancias tan cruciales!…

Para poder entonar el cántico del aleluya sufriendo golpes que, naturalmente, deberían dejarnos sin energías, es necesario conocer a fondo el Corazón de Nuestro Señor; es necesario creer perdidamente en su piedad misericordiosa y en su piedad omnipotente, es necesario tener la absoluta seguridad de que Él elige para intervenir, la hora de las situaciones desesperadas…

Después de convertido, San Francisco de Asís despreció los sueños de gloria que antes lo habían deslumbrado. Huía de las reuniones mundanas, se retiraba en el bosque para, ahí, entregarse largamente a la oración; daba generosas limosnas… Este cambio desagradó a su padre, quien arrastró a su hijo ante la autoridad diocesana, acusándolo de disiparle los bienes.

San Francisco renuncia a todos sus bienes terrenos.

Entonces —en presencia del Obispo maravillado— Francisco renuncia a la herencia paterna; se quita hasta el vestido que le había dado su familia; ¡se despoja de todo!… Y, emocionado con una felicidad sobrehumana, exclama: “Ahora sí, ¡oh, Dios mío!, podré llamaros más verdaderamente que nunca: ¡Padre nuestro, que estás en los Cielos!”

He aquí cómo actúan los santos.

Almas heridas por el infortunio, no murmuréis en medio del abandono al que os halláis reducidas. Dios no os pide una alegría sensible, imposible a nuestra fragilidad. Solamente, reanimad vuestra fe, tened coraje, y, según la expresión tan querida por San Francisco de Sales, en la “fina punta del alma”, esforzaos por tener alegría.

La Providencia acaba de daros la señal verdadera, por la cual se reconoce su hora: ella os privó de todo apoyo. Es el momento de resistir a los impulsos de la naturaleza. Llegasteis a la parte de un oficio interior en que se debe cantar el Magníficat y hacer humear el incienso… “Regocijaos en el Señor; yo os repito, regocijaos: ¡el Señor está cerca!” (Filp. IV, 4 y 5).

Seguid este consejo y os irá bien. Si el Divino Maestro no se dejase conmover por semejante confianza, no sería Aquel que los Evangelios nos muestran tan compasivo. Aquel que la visión de nuestros sufrimientos hacía estremecer de dolorosa emoción.

Aparición de Jesús a Santa Catalina de Siena, pintado por Sebastián Gómez

Nuestro Señor le decía a un alma privilegiada: “Si soy bueno para
todos, soy muy bueno para los que confían en Mí. ¿Sabes cuáles son las almas que más sacan provecho de mi bondad? Aquellas que más esperan… ¡Las almas confiantes se roban mis gracias!”.

Tomado del Libro de la Confianza, Capítulo II; pp.19-25

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